Un comentario
sobre el Cucalambé 2017
Nuestro
hermano poeta Alexander
Besú Guevara, Premio
Cucalambé 2007 entre sus muchos galardones, y jurado de la edición de ese
certamen diez años después, ha tenido el cariño de enviarnos este comentario
que examina el poemario que entonces mereció el lugar cimero. Besú es además
presidente de la Filial
del Grupo Ala Décima en la provincia de Granma.
LOS
HEMISFERIOS CONTRARIOS
Y LA ALEACIÓN
DE VISIONES
Tuve la
copiosa suerte, junto a los poetas José
Luis Serrano y Diusmel
Machado, de conformar el jurado que premió este libro en la pasada
edición del codiciado Concurso El Cucalambé, de décima escrita. Desde la
primera lectura advertí que la propuesta exhibía una corpulencia sobresaliente
por encima de las demás, porque tenía ese aire próspero que portan las buenas
obras literarias. Hoy, ya es un producto cultural materializado por la
editorial tunera Sanlope, con el título LOS HEMISFERIOS CONTRARIOS y un
delicioso prólogo de Serrano. Sus autores, Carlos
Esquivel Guerra, de Las Tunas, y Alexander
Aguilar López, de Granma, formaron una díada intelectual para escribir el
libro a cuatro manos, un fenómeno asociativo que se puso de moda desde los años
90 del pasado siglo. Cada uno asperje sus palabras desde un individualismo
imaginal que solo difiere del otro, a mi entender, en el plano estilístico;
pero concomitantes en los planos ético, estético y filosófico, con un solo
destino en la mirada: el Hombre y sus emanaciones. Cada uno debe ser atendido
con intensidad, porque cada uno tiene un nombre insoslayable y señero en el
tejido del mosaico octosilábico nacional.
Carlos
Esquivel es una ballena azul y expresiva. La palabra es su plancton. Sabe
que el poeta debe ser un grafitero enérgico y palpitante, no un fósil retórico
preservado en ámbar; un patriarca espiritualizante y sufrido, no una caja
fuerte para ahorrar pensamientos; un garante del idioma, intelectivo, sagaz,
apto para interpretar las señales del universo y luego traducirlas; no un
surtidor de vacuidades. En fin, un héroe cultural, un vector de la belleza, de esa
belleza que no necesita corroboración, (lo
bueno necesita aportar pruebas, lo bello no, dijo Fontenelle), capaz de
escribir, incluso, hasta la canción de su muerte. Carlos sabe esto, por eso
escribe humanamente, sin apremios y con garbo, ebrio de fuego. Su discurso es
una maravillosa fuente de ironías,
un juego de culpas y perdones, un acoso textual lleno de cuarteaduras y
rigurosidades, cubierto de símbolos y axiomas. Su decir, metódico, crece por
segmentos, con una progresión botánica que avanza del tronco a la rama, de la
rama al ramo, del ramo al sarmiento, y del sarmiento al fruto. Eso es su verso:
un fruto sápido y tóxico a la vez, de gloriosos y polisémicos sabores, crecido
bajo una frondosa imaginación. Su poética, musculosa y polivalente, absorbe
personas y las mueve con inefable poder simbólico hasta el umbral crítico del
pensamiento. Es un hábito. Un hermoso hábito artístico.
Alexander
Aguilar es un lobo huargo que le aúlla al silencio. Marca su territorio con
el sonido. Y ese sonido viaja. Sus versos son ecuaciones sonoras, su discurso
es un culto al fervor, honestamente heterodoxo e impaciente, ingenioso y
temperamental, pletórico de dialogismos fecundos y contundentes como los
veredictos radicales, sin maquillajes tropológicos ni excitaciones lexicales,
pero rudo, espontáneo y verosímil, de pétrea convicción, rebosante de irónicas
charadas. Enemigo jurado de la degradación sonora de las palabras serviles, de
la poesía famélica, atenuada, y muchas veces hasta diluida, por las fobias,
Aguilar se responsabiliza con sus enunciaciones, inmune a la
apatía y sus adherencias, dispuesto
a quemarse a lo bonzo con tal de que el mundo escuche la banda sonora de sus
ideas, palpe las ciencias exactas de sus decires y visualice los astros
alineados de su cosmogonía, por eso escribe con lápiz resuelto y temerario,
desde que se lanzó a la conquista de una personalidad lírica.
Ambos poetas
fusionaron sus ingenios tan disímiles como hemisferios contrarios, para darle
vida a este libro que se me antoja una aleación de convincentes visiones que
apuntan a un mismo punto motivacional, con diáfano espesor estético y verdadera
maestría compositiva. Es aquí donde se hace visible el espíritu simétrico de
este libro, en la voluntad desiderativa de ilustrar el minucioso
atlas del desaliento humano y describir bellamente el latido geológico de su época; y,
además, en la postura meridiana de dos poetas comprometidos con la poesía
silábica, verdaderos renovadores de los antiguos feudos de la décima escrita,
en franco desafío a la supremacía versolibrista y su canonización forzosa, con
la frente y la palabra en alto ante una era demente y hermética, y un futuro
clausurado por oscuros clanes, acaparadores de la lírica insular, que emprenden
linchamientos intelectuales contra los simpatizantes de caminos trivios y de
aclamaciones otras que no coinciden con su oratoria. Pobrecillos. Ignoran que
el mundo será conquistado por la poesía silábica, o no será jamás conquistado.
Desde ese
caudal armonioso y musicalino que es la décima, alzan los autores sus alabardas
comunicativas en este libro que capta a puros flashazos nuestra Cuba y nuestro
tiempo. Con los ornamentos simbólicos de Carlos y las ondulaciones alegóricas
de Alexander, la poesía construye un escenario caótico, pero iluminado con
velas aromáticas; una puesta de sol fatídica, pero radiante de voluptuosidad.
Esquivel y Aguilar observaron cuidadosamente el mundo donde, como afirma el
famoso proverbio chino: cada desdichado
es una lección, y lo reconstruyen desde un dualismo que no es ni aporístico
ni disonante. Ambos corren el riesgo de quedarse solos ante (y contra) los
frívolos fantasmas del silencio, y lo asumen con resolución, porque saben que
cuando el poeta se queda solo, abandonado
como los muelles en el alba, -para decirlo a lo Neruda-, por predicar su
visión y su verdad, la soledad es un honor. Ya lo dijo Bécquer: la soledad es el imperio de la conciencia.
Nadie corrompe un símbolo y sale impune. Pero el poeta tiene que inmolarse,
para poder reconstruirse, como nos enseñó Roberto
Manzano, y como lo dicen los propios autores en estos versos:
Hay que, por una vez, reconstruirse
desde el dolor, la duda, el desamparo
(…)
Quien se
interese por monitorear los latidos de la décima cubana contemporánea, debe
llegar hasta este libro pletórico de imágenes, de rabias genuinas, de angustias
e indagaciones, que se afana en excitar el pensamiento nacional y desmentir el
falso positivo de la felicidad, que despide el olor grave de las herejías
literarias, pero que, en estos tiempos de amor escaso, de sequía espiritual, de
poesía chatarra, propone la belleza, el decoro y la pasión, como un acto de
generosidad creativa.
Provincia
India de Macaca
4 de marzo de
2019
De la obra Los
hemisferios contrarios, de Alexander
Aguilar y Carlos
Esquivel, es la siguiente estrofa, del primero de ellos dos:
como Paul Celan.
Caer
frente al
temor del ayer.
Repetir la
misma escena.
Ninguna
muerte es ajena,
en cada
muerte renazco.
Morir sin
sentir el asco
del salto,
sin la escafandra.
Morir de
golpe. Alejandra.
Abrir de una
vez el frasco.
Alexander
Aguilar López (a la derecha en la foto) y Carlos
Esquivel Guerra, en el momento de recibir el alto galardón,
en la 50
Jornada Cucalambeana. Foto: Jorge Pérez Cruz.
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