miércoles, 10 de julio de 2019

Los hemisferios contrarios vistos por Besú


Un comentario sobre el Cucalambé 2017
 

Nuestro hermano poeta Alexander Besú Guevara, Premio Cucalambé 2007 entre sus muchos galardones, y jurado de la edición de ese certamen diez años después, ha tenido el cariño de enviarnos este comentario que examina el poemario que entonces mereció el lugar cimero. Besú es además presidente de la Filial del Grupo Ala Décima en la provincia de Granma.


LOS HEMISFERIOS CONTRARIOS
Y LA ALEACIÓN DE VISIONES

Tuve la copiosa suerte, junto a los poetas José Luis Serrano y Diusmel Machado, de conformar el jurado que premió este libro en la pasada edición del codiciado Concurso El Cucalambé, de décima escrita. Desde la primera lectura advertí que la propuesta exhibía una corpulencia sobresaliente por encima de las demás, porque tenía ese aire próspero que portan las buenas obras literarias. Hoy, ya es un producto cultural materializado por la editorial tunera Sanlope, con el título LOS HEMISFERIOS CONTRARIOS y un delicioso prólogo de Serrano. Sus autores, Carlos Esquivel Guerra, de Las Tunas, y Alexander Aguilar López, de Granma, formaron una díada intelectual para escribir el libro a cuatro manos, un fenómeno asociativo que se puso de moda desde los años 90 del pasado siglo. Cada uno asperje sus palabras desde un individualismo imaginal que solo difiere del otro, a mi entender, en el plano estilístico; pero concomitantes en los planos ético, estético y filosófico, con un solo destino en la mirada: el Hombre y sus emanaciones. Cada uno debe ser atendido con intensidad, porque cada uno tiene un nombre insoslayable y señero en el tejido del mosaico octosilábico nacional.

Carlos Esquivel es una ballena azul y expresiva. La palabra es su plancton. Sabe que el poeta debe ser un grafitero enérgico y palpitante, no un fósil retórico preservado en ámbar; un patriarca espiritualizante y sufrido, no una caja fuerte para ahorrar pensamientos; un garante del idioma, intelectivo, sagaz, apto para interpretar las señales del universo y luego traducirlas; no un surtidor de vacuidades. En fin, un héroe cultural, un vector de la belleza, de esa belleza que no necesita corroboración, (lo bueno necesita aportar pruebas, lo bello no, dijo Fontenelle), capaz de escribir, incluso, hasta la canción de su muerte. Carlos sabe esto, por eso escribe humanamente, sin apremios y con garbo, ebrio de fuego. Su discurso es una maravillosa fuente de ironías, un juego de culpas y perdones, un acoso textual lleno de cuarteaduras y rigurosidades, cubierto de símbolos y axiomas. Su decir, metódico, crece por segmentos, con una progresión botánica que avanza del tronco a la rama, de la rama al ramo, del ramo al sarmiento, y del sarmiento al fruto. Eso es su verso: un fruto sápido y tóxico a la vez, de gloriosos y polisémicos sabores, crecido bajo una frondosa imaginación. Su poética, musculosa y polivalente, absorbe personas y las mueve con inefable poder simbólico hasta el umbral crítico del pensamiento. Es un hábito. Un hermoso hábito artístico.

Alexander Aguilar es un lobo huargo que le aúlla al silencio. Marca su territorio con el sonido. Y ese sonido viaja. Sus versos son ecuaciones sonoras, su discurso es un culto al fervor, honestamente heterodoxo e impaciente, ingenioso y temperamental, pletórico de dialogismos fecundos y contundentes como los veredictos radicales, sin maquillajes tropológicos ni excitaciones lexicales, pero rudo, espontáneo y verosímil, de pétrea convicción, rebosante de irónicas charadas. Enemigo jurado de la degradación sonora de las palabras serviles, de la poesía famélica, atenuada, y muchas veces hasta diluida, por las fobias, Aguilar se responsabiliza con sus enunciaciones, inmune a la apatía y sus adherencias, dispuesto a quemarse a lo bonzo con tal de que el mundo escuche la banda sonora de sus ideas, palpe las ciencias exactas de sus decires y visualice los astros alineados de su cosmogonía, por eso escribe con lápiz resuelto y temerario, desde que se lanzó a la conquista de una personalidad lírica.

Ambos poetas fusionaron sus ingenios tan disímiles como hemisferios contrarios, para darle vida a este libro que se me antoja una aleación de convincentes visiones que apuntan a un mismo punto motivacional, con diáfano espesor estético y verdadera maestría compositiva. Es aquí donde se hace visible el espíritu simétrico de este libro, en la voluntad desiderativa de ilustrar el minucioso atlas del desaliento humano y describir bellamente el latido geológico de su época; y, además, en la postura meridiana de dos poetas comprometidos con la poesía silábica, verdaderos renovadores de los antiguos feudos de la décima escrita, en franco desafío a la supremacía versolibrista y su canonización forzosa, con la frente y la palabra en alto ante una era demente y hermética, y un futuro clausurado por oscuros clanes, acaparadores de la lírica insular, que emprenden linchamientos intelectuales contra los simpatizantes de caminos trivios y de aclamaciones otras que no coinciden con su oratoria. Pobrecillos. Ignoran que el mundo será conquistado por la poesía silábica, o no será jamás conquistado.

Desde ese caudal armonioso y musicalino que es la décima, alzan los autores sus alabardas comunicativas en este libro que capta a puros flashazos nuestra Cuba y nuestro tiempo. Con los ornamentos simbólicos de Carlos y las ondulaciones alegóricas de Alexander, la poesía construye un escenario caótico, pero iluminado con velas aromáticas; una puesta de sol fatídica, pero radiante de voluptuosidad. Esquivel y Aguilar observaron cuidadosamente el mundo donde, como afirma el famoso proverbio chino: cada desdichado es una lección, y lo reconstruyen desde un dualismo que no es ni aporístico ni disonante. Ambos corren el riesgo de quedarse solos ante (y contra) los frívolos fantasmas del silencio, y lo asumen con resolución, porque saben que cuando el poeta se queda solo, abandonado como los muelles en el alba, -para decirlo a lo Neruda-, por predicar su visión y su verdad, la soledad es un honor. Ya lo dijo Bécquer: la soledad es el imperio de la conciencia. Nadie corrompe un símbolo y sale impune. Pero el poeta tiene que inmolarse, para poder reconstruirse, como nos enseñó Roberto Manzano, y como lo dicen los propios autores en estos versos:

Hay que, por una vez, reconstruirse
desde el dolor, la duda, el desamparo (…)

Quien se interese por monitorear los latidos de la décima cubana contemporánea, debe llegar hasta este libro pletórico de imágenes, de rabias genuinas, de angustias e indagaciones, que se afana en excitar el pensamiento nacional y desmentir el falso positivo de la felicidad, que despide el olor grave de las herejías literarias, pero que, en estos tiempos de amor escaso, de sequía espiritual, de poesía chatarra, propone la belleza, el decoro y la pasión, como un acto de generosidad creativa.


Provincia India de Macaca
4 de marzo de 2019



De la obra Los hemisferios contrarios, de Alexander Aguilar y Carlos Esquivel, es la siguiente estrofa, del primero de ellos dos:

Morir. Arrojarse al Sena
como Paul Celan. Caer
frente al temor del ayer.
Repetir la misma escena.
Ninguna muerte es ajena,
en cada muerte renazco.
Morir sin sentir el asco
del salto, sin la escafandra.
Morir de golpe. Alejandra.
Abrir de una vez el frasco.

Alexander Aguilar López (a la derecha en la foto) y Carlos Esquivel Guerra, en el momento de recibir el alto galardón, en la 50 Jornada Cucalambeana. Foto: Jorge Pérez Cruz.


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