viernes, 26 de octubre de 2007



La décima
en el cine:
"Elpidio Valdés"
y otros
filmes cubanos


Fragmento inicial del ensayo

“Décima y cine: Lenguaje
de confluencias. Acoplamientos”


Por C
arlos Esquivel Guerra

Es laudatoria la indiferencia del cine con otras formas de la poesía. Lo dijo Marguerite Duras en “El Cine del desgarro”. No es forzoso admitirlo, es el desfase a una continuidad que los espejos prevén: el ojo, el ojo de la cámara, el ojo de la palabra, la revelación de un fenómeno que el espacio de la ficción condiciona a lo desconocido. Quién se atreve, quién se asoma ante el cristal. ¿Pasolini? Es una administración de los demonios. ¿Cocteau? Una pintura animal, intensa en la disolución de las siluetas del espejo.

El Cine es más que un acoplamiento, o una representación habitada y habitable, y la literatura es el techo a esos gritos humanos que escarban las almas de Moliére o Balzac. Eso y más. ¿Y la décima: divergente, y peligrosa, palabra? ¿Contaminación en off de una cortina del texto?

La forma de expresión contamina al Cine, recuerdo, y recuerden, los cuerpos literarios de Orson Welles, las magulladuras poéticas de Pudovkin, el montaje de Chaplin, o los montajes de Chaplin, que acaso imagino en la comprobación de los poemas de Frears. ¿Ciudadano Kane, con su gramatología retórica y alienada, con su montaje capcioso, no podría ser el Ulises fílmico? Es mi apuro filosófico lo que da el vacío. Georges Dracco, Lawrence Ferlinguetti, Fina García Marruz, Novás, Pare Lorentz y John Ascham buscaron allí. La Poesía está más cerca del infierno, pero ambas tienen que pasar por el purgatorio.

¿Y la décima, y ese capricho engordado temerosamente como una víbora africana, que muerde, corroe, sopla, mata? Como un fénix inmortal el ritmo clásico se impone, la décima gobierna una zona de esa criatura poética cubana de comienzos del siglo XXI. Parece utópico intentar un acercamiento entre la Décima (una forma metro, un subgénero) y el Cine. La retroalimentación y la intertextualidad, condicionan los gérmenes plurales que accionan al arte. Un estudio con mayor profundidad sólo podría aseverarlo el futuro.

Tres etapas o características sustentan mi análisis:

1 - La Décima en el Cine.
2 - El Cine en la Décima.

3 - Conjuntos recíprocos en la Décima y el Cine.


1 - LA DÉCIMA EN EL CINE

¿Cómo distinguir la propia sujeción de los filmes cubanos al encuentro del ritmo y la frescura de la llamada estrofa nacional?

Estrofa que se desvanece, retorcida como un fantasma, suicidada, pero acusadora. En muy pocas películas, el verso espineliano mueve a una racionalidad afectiva, a una instrumentación simbólica en el hecho textual.

“Las aventuras de Juan Quinquín” (1966), de Julio García Espinosa, y sobre la novela “Las aventuras de Juan Quinquín en Pueblo Mocho”, de Samuel Feijoó, dibuja el criollismo de los personajes, la utilidad dialógica del choteo típico campesino y una irreductible metáfora de la amistad a partir de los moldes heredados del Quijote y Sancho, y de Tom Sawyer y Huck Finn. La Décima es más que un efecto colectivo, que un salto esporádico y estructural dentro del organismo fílmico, se canta, se hace ceniza en ese amianto que las llamas necesitan.

En el muy conocido filme de dibujos animados “Elpidio Valdés” (1979), de Juan Padrón, se inserta como escapatoria dramática o como hilo al clímax secuencial una controversia cantada por el mismísimo coronel mambí Elpidio Valdés y por el cabecilla voluntario “Media cara”:


MEDIA CARA:

Pero miren quién va ahí,
ese pillo manigüero,
que esconde tras el sombrero
su cara de “yo no fui”.
Se va apurado de aquí
como una frágil chiquilla,

con frío en la rabadilla,
sin aire fiero ni saña,
porque los guardias de España
le hacen temblar las rodillas.


ELPIDIO:
No me tiemblan las rodillas

como no tiembla mi gente (se repite)
que no hay gente más valiente
que mi gente en esta villa.
Si están sanas tus costillas,
y no quieres verlas rotas,
trágate tus palabrotas,
sucias de fango extranjero,

pues tu lengua, pendenciero,
lame a los panchos las botas.


MEDIA CARA:

Mejor será si te callas,
hijo de aura y de mono,
que cuando me envalentono

mi revólver nunca falla.


ELPIDIO:
Tampoco mi brazo falla
cuando yo empuño el machete.


MEDIA CARA:

Te digo que me respetes.


ELPIDIO:
No respeto a una alimaña
que vende su patria a España.
Saca, cobarde, zoquete.


Prácticamente todas las generaciones de niños cubanos, a partir de 1979, han recitado estas décimas, de la autoría de Pedro Péglez González, poeta y periodista, figura clave en la renovación estructural y discursiva de esta forma poética en la actualidad, que mezcla, en este caso, entre ingenio y humor, una de las zonas salvables de la tradición oral cubana. Humor y cubanía también se complementan en “Guantanamera”, 1995, la última película realizada por Tomás Gutiérrez Alea, esta vez, al igual que en “Fresa y chocolate”, codirigida con Juan Carlos Tabío. La pieza de Joseíto Fernández nos va a versionar (como un narrador omnisciente burlón ) las crónicas versadas de un movie road cubano, un encuentro con la sátira negra, con el absurdo de la existencia y la muerte. Puntos altos para la utilidad preceptiva del collage. Al tono de Pedro Luis Ferrer, se revisa la picaresca de cuartetas redondeadas con el aire decimístico en las voces de Juan Miguel González y Gema y Pável.

La vida de Plácido inspira la realización de un filme que con el mismo titulo realizara Sergio Giral en 1986. Aunque el filme se resiente de un manejo esquematizado de las compilaciones biográficas, el valor final se encontrará en la composición de un itinerario lingüístico entre el poeta y su vida. Décimas y otros metros viajarán por la órbita literaria de la Matanzas de principio del siglo XIX. Plácido, espontáneo y sencillo, no destaca por el referendo composicional de la espinela sino por su extraordinaria capacidad como repentista.

Silvio Rodríguez canta unas décimas a su abuelo en “Yo soy donde nace un río”, 1989, de Constante Diego. Poetización ocasional, el poeta cantor deambula por la credibilidad de unos recuerdos que avalanchan adentro. Entre los proyectos futuros del cine cubano habrá que sopesar el homenaje fílmico que preveía Pastor Vega (antes de su lamentable y reciente fallecimiento) al bucolismo nacional, a la décima en su vertiente oral, o sea, a los poetas improvisadores, y en ellos a la figura cimera de su padre Justo Vega, verdadero juglar del repentismo cubano. Hay, en otros formatos (vídeo, televisión), acercamientos a figuras y sucesos importantes que poseen una relación directa con la décima y con su enfoque artístico o social: documentales sobre Chanito Isidrón, Jesús Orta Ruiz “El Indio Naborí”, Luis Gómez, Jornadas Cucalambeanas, y los ya edulcorados guateques de la campiña criolla.

Imposible simplificar el uso simbólico de la Décima como tradicionalidad campesina y lengua ontológica dentro del llamado Cine Rural Cubano. Sólo una decena de filmes, a partir de 1951, se han realizado en el país con el tema campestre. El juego retórico-rítmico, verbal y picaresco de la estrofa nacional asoma una posible lectura gnoseológica de esas películas: “Romance de un palmar” (Juan Orol), la mencionada “Aventuras de Juan Quinquín”, y otras como “De tal Pedro tal astilla” (de Luis Felipe Bernaza), “El corazón sobre la tierra” (de Constante Diego), “El brigadista” (de Octavio Cortázar) y “Jíbaro” y “Otra mujer” (de Daniel Díaz Torres).

Solamente la estabilidad de la industria cinematográfica podrá salvar a esta de caer en el vacío temático y argumental, en la falsedad de un lenguaje, en la repetición de una fórmula desangelada. Urgen los filmes y las epopeyas telúricas como identidad, arma de poesía.

lunes, 15 de octubre de 2007



Bajo una luz
que sí existe

Sobre el decimario
Bajo una luz
que no existe
,
de Ricardo Riverón






Por Arístides Valdés Guillermo

Luego de obtener el premio UNEAC en el año 2001 con un libro de testimonios, Ricardo Riverón Rojas (Zulueta, 1949) vuelve al deslumbramiento de la décima, esa mínima y exigente cárcel de aire puro, ahora con el título Bajo una luz que no existe, bellísima edición auspiciada por la editorial Letras Cubanas. Subdividido en seis secciones, el libro agrupa 92 décimas, no siempre comprometidas con la forma clásica de la espinela, pues además de recurrir con no desdeñable regularidad al metro endecasílabo, Riverón decide arriesgarse a prescindir no pocas veces de la rima consonante y prefiere valerse de las asonancias en los versos pares, tal como hicieron poetas anteriores entre los que valdría mencionar, más allá de nuestras costas, al imprescindible autor de Cántico.

Creo que lo primero que debemos agradecer a Riverón en esta nueva obra que nos entrega, es su distanciamiento de las adulteraciones formales que algunos de los cultores de la estrofa nos empecinamos en levantar a manera de novedosa flámula. El acercamiento de la décima a la estructura del romance y la incorporación de versos de arte mayor, únicos momentos en el libro en los que su autor se desentiende de la tradición formal, a estas alturas carecen de todo vestigio que nos permitan considerarlos como una novedad. Si bien en nuestra polifónica contemporaneidad su utilización se ha popularizado un tanto, recuérdese que en la obra del ya aludido Jorge Guillén no es difícil encontrar décimas arromanzadas; que Darío, en varias de sus Baladas, incorporó el endecasílabo a esta estrofa y que, mucho antes, ese romántico empedernido que fuera José Jacinto Milanés nos legó Después del festín, poema formado por cuatro décimas alejandrinas. Por otra parte, a pesar de la renovación en la forma y de los cambios en el metro que se nos anuncian en la contratapa del cuaderno, ya en La próxima persona (1993) Riverón había utilizado, y no sin encomiable acierto, el verso de once sílabas.

Concluida la necesaria digresión anterior, hecha con el objetivo de confirmar que en el libro que nos ocupa sólo el empleo de las rimas asonantes puede considerarse como un renuevo, desde el punto de vista estructural, en la obra decimística de este poeta, me permitiré discrepar otra vez con su editor. Pienso que Riverón, más que diversificar los asuntos, diversifica la manera de asomarse a ellos. Así como existen creadores de amplísimos registros temáticos, existen también otros cuya obra, no por ello menos vasta, se fundamenta en el abordaje, desde ópticas distintas, de un reducido número de temas. Vicente Aleixandre, verbi gratia, es por encima de todo un gran poeta del amor. Y Ricardo Riverón, a mi juicio, es en primer lugar un hacedor de versos que transmuta en sustancia poetizable la evocación, desde múltiples ángulos, de elementos relacionados, entre otras cosas, con la infancia, el hogar, los nexos familiares y las sutilezas femeninas. Este universo vivencial personalísimo, en lograda simbiosis con el entorno natural y las percepciones oníricas, e imbricado en los avatares de la existencia cotidiana, le confiere una indudable singularidad a su poética. Asimismo, en muchos de sus textos, y gracias a la recurrencia a la intertextualidad, se hace evidente la intención de saldar una deuda de gratitud con la lectura de autores que siempre ha reverenciado.

Sólo el recuerdo, en su bondad, me salva, nos avisa el poeta apenas trasponemos el umbral. Y, en efecto, hay en este libro abundantes reminiscencias signadas, unas veces, por una incuestionable plasticidad y, otras, por la honda sabiduría inherente a las vivencias decantadas. Con sus quimeras, ineluctablemente borrosas ante la iniquidad del calendario y, sin embargo, no exentas de lucidez, se nos presenta Riverón. Y ya desde el poema inicial, que no por casualidad glosa dos versos de Nicolás Guillén, nos extiende algunas filigranas cromáticas que habrán de reiterarse, como un leimotiv, a lo largo del cuaderno:

¿Qué anuncian esas banderas
grises como la neblina
tras el alba blanquecina
de mis borrosas quimeras?

(………)

Todo tiene otro color
(el agrio azul de la espuma)
mientras la noche se esfuma
casi huérfana de olor.

Toda esa gama de matices, despojada la mayoría de las veces de su sentido semántico directo, adquiere una connotación simbólica que insufla en el lenguaje la frescura propia de los surtidores montañeses. Pero el autor, no conforme con esto, dispone su intelecto a una osadía cuya culminación airosa sólo es dable a pocos afortunados: vuelto hacia lo más inmarcesible de la tradición, torna la cuartilla en un lienzo y esboza, con certeras pinceladas, cuadros cuya elocuencia no dejará de ser advertida por quienes disfrutan entregándose a la contemplación de los encantos de la naturaleza insular:

Sangra la luz vespertina
sobre el horizonte incierto,
y el mar, de un rosado muerto
tiñe su vasta cortina.

En la segunda sección del libro, titulada con una referencia que, a contrapelo del paréntesis, no solapa el homenaje tácito a la memoria del venerable autor de Por los extraños pueblos, asistimos a la resurrección métrica de algunos de los objetos que le aportan vitalidad al interior de una vivienda. Aquí, acompañados por esos acordes de resonancias deleitosas con los que Riverón suele obsequiar a quien lo lee, pasamos de LA CAMA, donde las utopías de ayer / hasta nos parecen ciertas, a LA MESA sobre la cual se desconciertan los mapas / con infantiles dibujos; de la familiar imagen de la abuela, que aún balancea su ancianidad en EL SILLÓN DE MIMBRE, al niño ensimismado en EL TELEVISOR con cuya aparición cambiaron, hormigueantes, de color / hasta las rectas tardes del domingo; de LA MÁQUINA DE COSER, que hoy yace con el roto velocípedo / entre dedales y correas tristes, a esa otra vida encerrada en EL LIBRERO donde puede dialogarse con la eternidad de ciertos personajes. Aquí nos sorprendemos, en fin, ante un muestrario de supuestas minucias hogareñas que, liberadas del polvo inmemorial por la meditación paciente del artista, se ofrecen al lector como esas frutas a las que, luego de mondarlas, se les puede constatar su trascendencia con la exquisitez que brindan al paladar agradecido.

Como en sus libros anteriores, en Bajo una luz… también el poeta reserva un espacio para los versos amatorios. Pero en esta ocasión —considerando que la mayor parte de los títulos presupone, hasta cierto punto, una paráfrasis— el coloquio del sujeto lírico se establece, de manera prioritaria, con figuras cuyo arribo a los dominios de la inmortalidad se produjo, por lo general, al amparo del talento de quienes las hicieron cobrar vida en obras memorables. Así, desde la Oración por Marilín, que nos remite al poema de Ernesto Cardenal, hasta ese arquetipo clásico de la fidelidad que debemos los hombres a la grandeza de cierto aeda ciego, se nos acerca, sin nombrarlos, a luminosos pináculos de la creatividad artística.

Riverón, además de una cultura sólidamente cimentada, torna en palpable acierto su capacidad para nutrir la poesía con uno de los pocos sentimientos que todavía ennoblecen la existencia humana. Vulnerando esa cortina de papel a la que alude, nos entrega en esta parte décimas donde a la dualidad métrica se impone la esbeltez permanente de las consonancias. En Carmen mía, plausible construcción estrófica sostenida sobre una cuarteta del Apóstol, se truecan en cadenciosa música la ternura lastimada y su disposición para emerger invicta, sin arrepentimientos vergonzosos, frente a los deslices asociados a los caprichos de Eros:

Pero no será tu herida
la que los sueños me corte.
Me heriste y tal vez soporte
vivir sin sueños la vida.
Tu puñal: la despedida
que te convirtió en ayer.
Tu herida piensa crecer,
limpia, donde no se vea.
Qué importa cuán grande sea;
más grande debiera ser.

Sin embargo, pienso que lo más logrado del cuaderno se concentra en la sección titulada Entre el iris y la bruma. En ella, a dúo con célebres voces de la literatura hispanoamericana y valiéndose casi exclusivamente de los versos de arte mayor, el poeta consigue conmovernos con las notas más vibrantes de su concierto lírico:

Un poco más cordial que en estos días,
pude estrecharle su ademán al viento
y mucho más gentil (el pulso lento)
le supe al mármol sus arterias frías.
Así empecé, soberbio de alegrías,
a hilar mis paradojas más capciosas
(lo opaco destellante). En las ferrosas
tristezas de la sangre inteligente
traté de que se viera transparente
esa melancolía de las cosas.

Nótese cómo en la décima que cito, abrazada por un par de endecasílabos del modernista Leopoldo Lugones, el vuelo sostenido del lenguaje se nutre de una envidiable riqueza metafórica. En su cuarteto inicial, además de la eficiente concatenación de las dos prosopopeyas, impresionan las sensaciones antitéticas sugeridas por la contraposición entre la suavidad del viento y la dureza del mármol. Enclaustrada en ese rítmico estuche, se descubre una exquisita muestra de embellecimiento del raciocinio que, subordinándose a los hallazgos tropológicos, concluye felizmente con la personificación de dos sustantivos tan cercanos al hombre como nos resultan hoy la sangre y la melancolía.

Dicho lo precedente, parecería superfluo alargar estos apuntes hasta las dos secciones con que concluye el decimario. De alguna manera, ambas se complementan con las anteriores para la consecución de un cuerpo de indudable unicidad. No obstante, a quien suscribe las actuales líneas no le agradaría concluir sin hacerle una reverencia a la justicia.

Dueño de una madurez expresiva que, sin lugar a dudas, nos permite ubicar su nombre junto a los más connotados exponentes de la décima entre los miembros de su generación, este humanísimo poeta, con cuatro libros cuya integridad se materializa a expensas de la consecuente fusión de diez estrellas, es, hasta el momento, el cultor más prolífico de la estrofa en el centro de la isla. Conocedor in extenso de su obra, no me parece ilógico afirmar que Bajo una luz que no existe se sitúa en la cima de su esplendidez y, por lo mismo, habrá de iluminarnos como esas lámparas tozudas que se niegan a doblegar sus transparencias a pesar de la furia insospechada de los vientos y de las selecciones antológicas.


Arístides Valdés Guillermo
Venezuela, 7/9/2006



Para comunicar con Arístides vía email:
arisval60@yahoo.es

Para comunicar con Riverón vía email: clubdelposte@cenit.cult.cu

viernes, 5 de octubre de 2007



Presentación
de la tertulia
”La décima
es un árbol”
y charla sobre
la décima en
el siglo XV

Por Mariana Pérez Pérez




Santa Clara, Villa Clara,
21 de septiembre de 2007



PRESENTACIÓN DE LA TERTULIA
Y DE LOS INVITADOS

Buenas tardes. Hoy abriremos un nuevo espacio cultural en la ciudad. En este 2007 están cumpliéndose 20 años desde que notamos la ausencia de un poeta querido y reconocido por todos, Leoncio Yanes Pérez (Camajuaní, 1908 – Santa Clara, 1987); en el próximo año celebraremos el centenario de su nacimiento. Es justo, entonces, que le rindamos homenaje a quien expresara en algún lugar: “La décima es un árbol que siempre está en producción”. Dicha frase ha servido para dar título a la investigación –realizada por quien les habla– acerca del movimiento decimista villaclareño (1959-2004), y dará nombre a esta tertulia, a través de la cual pretendemos acercarnos a las distintas variantes de una modalidad estrófica surgida en España pero “aplatanada” en Cuba. Y la expresión “aplatanada” nos hace recordar que el próximo día 30 se cumplirán 85 años del nacimiento de uno de los más grandes poetas cubanos, Jesús Orta Ruiz “El Indio Naborí”, ese que cantó en décimas a la décima: Viajera peninsular / cómo te has aplatanado...

Y si de efemérides relacionadas con la décima se trata, este mes de septiembre es rico en fechas: el día 22 –en 1844– nació en Cifuentes Ramón Roa, poeta mambí[1] (abuelo de Raúl Roa) que se incluye en el libro Los poetas de la guerra, prologado por José Martí. El día 26 –de 1903– nació en Calabazar de Sagua Chanito Isidrón, del cual también se cumplieron 20 años de fallecido (22 de febrero).

Otras conmemoraciones importantes del 2007 son: 416 años de la publicación de décimas por Vicente Espinel (1591); 380 de la muerte de Góngora, y 80 de la Generación del 27, en la cual casi todos los poetas emplearon esta estrofa.

Por tales razones, a partir de hoy, rendiremos homenaje a Leoncio Yanes, a Naborí, Ramón Roa, Chanito Isidrón... y a tantos otros defensores de la cubanía a través de “la estrofa del pueblo cubano” –calificada así, según se dice, por el poeta del siglo XIX José Fornaris–, así como a todos los que en nuestra lengua, y hasta en otras, hacen de la décima un patrimonio poético humano –muy a pesar de sus detractores, que siempre existen.

El fin de nuestra tertulia es establecer un espacio permanente para la promoción de la estrofa de diez versos, en sus variantes oral y escrita. Con ella pretendemos facilitar la interacción entre la décima (mal llamada) culta y la popular, así como entre la tradición y la renovación –que, según veremos luego, no es tan renovadora como se supone.

Algo muy importante: este espacio estará regido por una mujer y se dirige principalmente a este género, lo cual no significa que releguemos la creación poética de los hombres; muy por el contrario, estableceremos un diálogo fructífero con ellos porque –pienso– la buena poesía no es privilegio de unos o de otras, sino que es una sola, y eso es lo que espero se ponga aquí de manifiesto.

(Autopresentación de cada poeta invitado: Caridad González Sánchez, José M. Silverio León, Santiago Peraza Hernández y Héctor Peláez Agüero)



RECORDANDO LOS ORÍGENES: EL SIGLO XV

Mucho se ha hablado, en la bibliografía y los círculos especializados, de los orígenes de esta estrofa que se denomina –sin discusión– DÉCIMA (o Decena). Para el presente comentario, nos basaremos en una fuente altamente autorizada, se trata del libro La décima renacentista y barroca, del conocido poeta y destacadísimo investigador cubano Dr. Virgilio López Lemus (Fomento, 1946), quien ha dedicado sus mayores energías al estudio de la décima. Este autor inicia su libro expresando: “Décima es una estrofa de diez versos preferentemente octosilábicos, cuyas variantes de mayor difusión han sido la copla real en los siglos XV y XVI y la espinela a partir del XVII”. Luego afirma que comúnmente se ha cultivado con diversidad de tres a cinco rimas consonantes y disímiles distribuciones o fórmulas derivadas de ellas.

En la Península Ibérica, cuna indiscutible de la décima, se produjo, en alto grado, la interacción de las formas poéticas, ya que no solo se produce, por la vía de las lenguas romances, con el latín y el griego, sino también con el árabe. Sin embargo, como afirma López Lemus, la décima es una estrofa “con suerte”, por ser hispánica y haber nacido cuando ya existía el idioma español, aún cuando tiene antecedentes latinos, árabes, galaico-portugueses y provenzales, durante su lapso formativo esencial en los siglos XV-XVI.

Como se dijo antes, la décima, desde sus orígenes, ha asumido diversas variantes en su estructura, pero a partir de 1591 –fecha en que Vicente Martínez Espinel dio a conocer sus “Redondillas” en su libro Diversas rimas– y por la popularidad que alcanzó la fórmula propuesta por él, sobre todo a instancias del poeta (que lo llamó “maestro”) Lope de Vega, se le comenzó a llamar espinela, nombre que –erróneamente– se le ha dado a todo tipo de décimas. Sin embargo, es necesario dilucidar bien esta confusión. Entre las disímiles formas decimísticas, solamente hay dos que tienen nombre propio: la espinela y la copla real, pero no debe confundirse el término décima con espinela.

Otra cuestión que debe ser aclarada es que tampoco podemos asociar categóricamente a la décima con el verso octosílabo ni con la rima consonante –si bien lo más común es que se emplee el octosílabo, por ser el verso español por excelencia, y la rima consonante– también existen décimas asonantadas y en otros metros.

El autor de la fuente citada anteriormente subraya que las estrofas que guardan mejor relación con el origen de la décima son el zéjel[2] y el villancico[3]. De este último asevera:

“El villancico fue muy usual en el siglo XV y en la eliminación de su estribillo pudo muy bien relacionarse con la décima. En América fue sustituido en el canto popular por la décima espinela, al parecer a partir del siglo XVIII”. El zéjel y el villancico provenían, a su vez, de otras estructuras estróficas como algunas jarchas[4] y cantigas[5].

El siglo XV “es la etapa del crisol de la estrofa de diez versos, que ya puede comenzar a llamarse décima”. Aunque la décima surge entre los poetas “cultos” de los siglos XV-XVI, sus antecedentes “se alimentan también de la creatividad popular”.

López Lemus deja bien claro que las más de 40 fórmulas decimistas del siglo XV deben ser consideradas como variantes y no como experimentos en busca de una fórmula única. Los poetas utilizaban la estrofa a la par que otras –lo que ocurre también con Espinel– y ésta no tenía un papel protagónico en la poesía escrita. El autor expresa:

La especificidad decimista (espineliana) es un fenómeno propio del Siglo de Oro[6], del Manierismo[7] y del Barroco[8]; resultó asimismo una reivindicación de un metro autónomo y el descubrimiento de una fórmula graciosa, suficientemente compleja, y a la par de relativa facilidad compositiva y gran musicalidad, capaz de encerrar, como el soneto, un poema completo en su estructura.

Entre los autores de la décima en el siglo XV pueden ser mencionados: A. A. de Villadandino (alrededor de 1445 y Cancionero de Baena), Álvaro de Luna, Juan de Mena, El Marqués de Santillana y Gómez Manrique. Algunas mujeres también figuran en esa nómina: muy famosa fue Marina Manuel –dicen que nieta de Juan Manuel, literato del siglo anterior–, que aparece en el Cancionero general y otros Cancioneros. También en el Cancionero general aparece Florencia Pinar, quien también escribió glosas en coplas reales. Isabel Vega, fue una poetisa madrileña que residió largos años en la Corte y escribió coplas reales (entre otros) en tiempos de Carlos V y de Felipe II.

El surgimiento de la décima resulta un momento importante en la evolución de la lírica en lengua española, y un hito dentro del estrofismo octosilábico, cuyo enlace entre las llamadas poesías “culta” y “popular” era entonces, y sigue siéndolo hoy, muy fuerte.

Finalmente, quisiera afirmar –con López Lemus– que la décima es el único molde hispánico de origen “culto” que encontró aceptación en las poesías escrita y oral. Es un puente cultural entre las naciones que se expresan en español y portugués, una manifestación identitaria, y un rasgo común de la lírica hispano-lusitana, aunque en cada país presente particularidades que la distinguen.

Para la próxima tertulia comentaremos algunos aspectos de interés, relacionados con el siglo XVI, Vicente Espinel y su fórmula, a la vez que daremos a conocer algunas décimas de los más grandes poetas del siglo XVII.




[1] En el periódico La voz de América publicó su “Canción de guerra del guajiro”, cuya primera estrofa expresa: Que pare ya el zapateo / callen el tiple y el güiro, / la música del guajiro /será la del tiroteo. – En: Roa, Raúl. Aventuras, venturas y desventuras de un mambí. – La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1970. – p. 49.

[2] zéjel. (Del ár. hisp. zajál, canción en dialecto, y este del ár. clás. zaǧal, algazara, alboroto gozoso). m. Composición estrófica de la métrica española, de origen árabe. Se compone de una estrofa inicial temática, o estribillo, y de un número variable de estrofas compuestas de tres versos monorrimos seguidos de otro verso de rima constante igual a la del estribillo.

[3] villancico. (De villano). m. Canción popular breve que frecuentemente servía de estribillo. || 2. Cierto género de composición poética con estribillo. || 3. Canción popular, principalmente de asunto religioso, que se canta en Navidad y otras festividades.

[4] jarcha. (Del ár. jarŷa, salida). f. Canción tradicional, muchas veces en romance, con que cerraban las moaxajas los poetas andalusíes árabes o hebreos.

[5] cantiga o cántiga. (Etim. disc.). f. Antigua composición poética destinada al canto. || 2. ant. cantar (ǁ breve composición poética).

[6] Siglo de oro (literatura), término que implica una época de esplendor literario, político y militar. Los escritores del siglo XVI y de comienzos del XVII fueron conscientes muchas veces de estar viviendo una época de esplendor en todos los ámbitos, pero sólo ocasionalmente se sirvieron de la expresión “siglo de oro” para referirse a ella.

[7] manierismo. (Del it. manierismo). m. Estilo artístico difundido por Europa en el siglo XVI, caracterizado por la expresividad y la artificiosidad.

[8] barroco, ca. (Del fr. baroque, y este resultante de fundir en un vocablo Baroco, figura de silogismo, y el port. barroco, perla irregular). adj. Se dice de un estilo de ornamentación caracterizado por la profusión de volutas, roleos y otros adornos en que predomina la línea curva, y que se desarrolló, principalmente, en los siglos XVII y XVIII. || 2. Excesivamente recargado de adornos. || 3. m. Período de la cultura europea, y de su influencia y desarrollo en América, en que prevaleció aquel estilo artístico, y que va desde finales del siglo XVI a los primeros decenios del XVIII. ORTOGR. Escr. con may. inicial.