lunes, 24 de noviembre de 2008


Un libro con aroma
de solidaridad

Primer poemario de un poeta
cubano ve la luz por editorial
universitaria guatemalteca

Por Pedro Péglez González



Recientemente se hizo realidad de papel y tinta
el decimario Piedra de escándalo, dado a la luz por la Editorial de la Universidad de San Carlos de Guatemala, un título que tuvo su puesta al alcance del público a propósito del primer encuentro de poetas decimistas guatemaltecos y presentación oficial de su proyecto Guatemala en décimas.

Se trata del primer libro de versos publicado por Modesto Caballero Ramos (Mayarí, Holguín, 1948), narrador y poeta, Licenciado en Ciencias Penales y graduado del segundo curso-taller Historia y práctica de la creación poética, auspiciado por el Centro de promoción literaria Dulce María Loynaz, del Instituto Cubano del Libro. Entre su obra inédita figura el cuaderno Idolatría del que piensa, que obtuvo el tercer premio del concurso iberoamericano Cucalambe en el 2006.

El hecho de que su poemario inicial haya sido resultado de ese aporte solidario tiene como antecedente la estancia de Modesto, durante dos meses del 2006, en la tierra del quetzal, donde impartió como colaboración desinteresada un curso-taller sobre la poesía en décimas a una veintena de escritores. Aquella semilla, y el ulterior asesoramiento mediante correo electrónico que dio el escritor cubano a varios poetas guatemaltecos que se lo solicitaron, vino a influir en el surgimiento del mencionado proyecto, su encuentro fundacional y su empeño de que la cita fuera cuna del primer volumen impreso de Caballero Ramos.

Este aroma de solidaridad es valor añadido a las virtudes del corpus poético aquí compendiado. En sentido estrictamente bibliográfico, Piedra de escándalo viene a ser la ópera prima de Modesto Caballero Ramos. Pero si asumimos al poeta con empecinamiento de verdad (poiesis=conocimiento, decían los griegos), la primera realización poética de este autor es el hallazgo de su propio e insondable universo interior, a contrapelo de una vida por años demasiado entrampada en nobles vericuetos de una admirable vocación de servicio social.

A la cual no renuncia, ni tiene por qué: Si las circunstancias aludidas retardaron su tarea de calar la hondura de la sima y desde allí encontrarle genuino alado cauce escritural (perdón, oh rancheadores de adjetivos) y enrumbarlo a los labios del volcán, también aquellas obraron una travesía singular de mano encallecida por el ágora, llevando un timón de proa añejado por la mucha y contenida espera entre las aguas, que los vientos cruzados de la época han devenido incierto lago:

Y me vestiré despacio / bajo el designio del Otro, / cabalgaré sobre un potro / a la Estigia. En el espacio, / ¿será este acaso el prefacio / de mi estirpe como vándalo? / Quizás perfumado sándalo / sea el madero de mi cruz / pues como lo fue Jesús, / soy también piedra de escándalo.

El saldo es esta piedra devenida pegaso, un pegaso de lava que incendia todo el lago y lo levanta y lo vierte hacia el mundo, con todo su equipaje de ausencias desangradas en la brega por ignotos laberintos, guiado solamente por (in)cierto fuego existencial que es obligado compartir para no incinerarse.

Otra cosa es su apego al molde estrófico espineliano, incluida su variante endecasilábica con similar fórmula cónsona. Quizá el abuelo, meciéndole la infancia en dulces décimas, allá por Mayarí, pueda ofrecer respuesta. Quizá los entusiasmos del movimiento actual de los poetas cubanos que, a lo largo del país, dan nueva vida al vaso de Espinel. Quizá, hijo de aquellos, el clima de una peña en la biblioteca Tina Modotti, de Alamar, en la Ciudad de La Habana, donde ha mucho reventó en flor un grupo decimista, con la recurrente alusión de Ala Décima por nombre, que tuvo a Modesto Caballero entre sus iniciadores, y en él a su vicepresidente desde el mismo instante fundacional.

Quizá todo esto en suma. Pero no es lo importante: Parafraseando a Naborí, lo vital no es la copa —por mucho que la copa merezca amor y esmero— sino el líquido en ella. Y de un líquido orgánico y fecundo ha bebido esta piedra para alzarse al cielo, escandalizando a quienes no se atrevan a aceptar que una piedra puede beber transparencias en las aguas revueltas de la Estigia.


Tomado de Trabajadores

lunes, 17 de noviembre de 2008


Conozca
a Cuba primero
(Segunda
parte y final)

Por Ricardo Riverón Rojas
(Puede ver aquí la primera parte)




-I-

«Conozca a Cuba primero y al extranjero después». En mi caso particular puedo decir que gracias a la literatura pude concretar, por carambola, lo que aquel mensaje proponía: fui al extranjero por primera vez en 1988 (a un país que se llamó la URSS, y más tarde a otros) luego de recorrer toda Cuba en alas de la poesía. Pero ni crea alguien que mi paso por Cuba se materializó únicamente en hoteles y que cada jornada cerró siempre ante una buena mesa, con una copa de buen ron (o de cerveza) en la mano.

Afirmo sin vacilación que de Cuba lo que más me gusta son sus pueblos, no sus ciudades, aunque también me gustan sus playas, montañas y ríos. Manicaragua, Corralillo, Cifuentes, Cruces, Zulueta, Camajuaní, Taguasco, General Carrillo, Remate de Ariosa, Manajanabo, Calabazar de Sagua, Jibacoa, Rancho Veloz, Contramestre, Baire, son algunos de los lugares que he visitado (sin hotel, pero con albergue) y donde Cuba le expresa al visitante una dimensión social que, lejos de lo suntuoso y al amparo de cierta ingenuidad literaria, concreta algo que me gusta denominar «poesía en estado puro». Y es que en esos ámbitos el influjo a veces desvirtuador de las instituciones y las pujas por los protagonismos —habituales en las ciudades— son sustituidos por una conmovedora conciencia de grupo absolutamente desconocida por el canon literario de la nación. En esos pequeños espacios (¿urbanos?) los creadores, la mayor parte hermanados en torno al taller literario, concretan relaciones de solidaridad y camaradería ejemplares, sumadas a una pluralidad de miras pocas veces vista en los grandes ruedos, donde la mayoría se preocupa por la preponderancia de su «escuela» y el ninguneo de las otras tendencias. El poeta y ensayista camagüeyano Roberto Méndez, recientemente emigrado a La Habana, me caracterizó el espacio capitalino como «una cámara de Shaolín», donde tú nunca sabes de dónde te llegará el golpe y debes disponer siempre de una réplica al alcance de la lengua. Y no olvidemos que el caballero Méndez, como vimos antes, no procedía de un tranquilo Edén provinciano, sino de la siempre caldeada y bullente Camagüey.


-II-

En el año 2006, gracias a haber publicado tres libros, fui invitado a la feria del libro de Santiago de Cuba, y al llegar supe con alegría que me habían programado también para Contramaestre. Llegué al inquieto pueblo y los inefables Eduard Encina y Orlando Concepción me informaron que debía impartir una conferencia con el título de: «El editor, entre la responsabilidad y el compromiso». ¡Mire usted! Seguramente el lector no desconoce la maliciosa connotación sexual de la palabra «compromiso». Pues parece que el enunciado atrajo a cierto público que esperaba de mí otra cosa: tal vez revelaciones personales imposibles, dada mi estricta filiación heterosexual. Una mínima parte de ese público casi sale defraudada de mi conferencia, pero al final el diálogo fue intenso y extenso, con un único tema: la difícil y poco reconocida labor de los editores.

Aquel día también me divertí mucho al comprobar que un libro de un tal Tobías J, que tiempo atrás viera yo en algún anaquel con el aval del Premio Calendario, en realidad no había sido escrito por el tal Tobías J, sino por Eduard Encina. Resulta que por culpa de una de esas «pequeñas erratas de edición» el cuaderno no se publicó con el nombre del autor sino con el seudónimo que usó para concursar. ¡Acabáramos! Fue una de las jornadas que más agradezco de aquella feria santiaguera, pues supe del Café Bonaparte de Baire, donde el fervor literario (y patriótico) parece poseer la misma intensidad que el que llevó a la gente de ese pueblo a levantarse en armas contra el dominio español el 24 de febrero de 1895, solo que esta vez blandiendo la computadora, no el machete. Es un grupo admirable que merecería algo así como ser «de referencia nacional», para usar uno de los rótulos de moda con que en Cuba la burocracia denomina algunas cosas que se hacen simplemente bien y con entrega.

Al hotel La Ciguaraya, del municipio pinareño de La Palma, llegamos en mayo de 1993. En esa instalación se desarrollaría la reunión nacional de los responsables de Literatura de las provincias. Recuerdo, entre todos aquellos escritores-editores-funcionarios a: Juan Nicolás Padrón, José Pérez Olivares, Jorge Timossi, Omar Felipe Mauri, Edel Morales, Lesbia de la Fe, Agustina Ponce (entonces dirigía Ediciones Matanzas, no Vigía), y Alfredo Galiano, del pueblo sede, aunque dejo de citar a muchos. La reunión duró tres días. Y en esas pocas jornadas fuimos deleitados en todos los turnos de comida con un menú invariable y de lujo: tasajo con boniato.

Recuerdo lo mucho que comentamos, casi jocosamente, que con ese rancho los hacendados de la sacarocracia cubana alimentaban a sus esclavos en las plantaciones cañeras e ingenios. No sé los demás, pero yo disfruté aquel menú de esclavos como si fuera faisán, sin aburrirlo. Estábamos en 1993: la «fibra» brillaba por su ausencia y sabían preparar ese plato tan cubano llamado «tasajo brujo».

Pero donde sí los pinareños «botaron la pelota» fue en una actividad nocturna que montaron en el cabaret del hotel (cabañas de madera rústica empotradas en unas discretas elevaciones); en dicho cabaret, psicodélicamente concebido dentro de una cueva, pudimos degustar, al increíble precio de un peso por unidad, algo así como el equivalente a la cuota de cervezas de una década y media. ¡Fue apoteósico aquello! El buen amigo Omar Felipe Mauri, tras la segunda o tercera cerveza, se trazó la altruista meta de que a ninguno nos faltara el hidromiel (quizás por ese cubano pánico de que todo se acabe de un momento a otro) y el único dato cuantificable para registrar su amabilidad consigna que el número de rondas a que nos invitó —a todos sin excepción— tiende a infinito.

Lo más trascendente de dicha reunión, sin embargo, fue el anuncio de un nuevo proyecto editorial: la colección Pinos Nuevos, que gracias a la solidaridad de un grupo de escritores argentinos, concretó para aquella primera vez la publicación de cien títulos de autores inéditos. Al pensar en ello me parece mentira: eran años en que todo se venía abajo, pero la solidaridad suele romper barreras más altas que las que teníamos delante de los ojos, aunque la moda fueran otros derrumbes.

Asistíamos a la Jornada de la Poesía Espirituana correspondiente a 1997. Todo se había desarrollado de acuerdo con la metodología de esos maratones poéticos, en ocasiones aburridos y solo con nosotros mismos como público, cuando alguien nos comunicó que nos llevarían a una cooperativa de producción agropecuaria en Arroyo Blanco, cerca de Jatibonico. En dicho sitio nos agasajarían con un almuerzo a condición de que hiciéramos una controversia. No logro precisar quién, con suma osadía, propuso que los poetas invitados organizáramos una competencia hablada, pues como algunos tenemos el oído cuadrado, cantar hubiera sido una agresión.

El tema obligado para esa competencia, que se fijó por consenso, fue «hablar mal de Sosa». Es probable que algunos no identifiquen que me refiero a Manuel Sosa, el excelente poeta oriundo de Meneses, ganador de los premios David y De la Crítica, unos años antes, con el libro Utopías del reino, «primer libro inglés escrito en Cuba», según lo calificara Alpidio Alonso. Sosa reside hoy en Estados Unidos, pero aunque viviera en otro planeta y piense (como piensa) distinto que muchos de nosotros, espero que recuerde con deleite aquella jornada y que, por encima de cualquier otra consideración, siga siendo el mismo buen poeta de siempre. «Darle cuero» a Sosa, como se dice en buen cubano, se convirtió en el atractivo principal de la mañana. Como había una atendible presencia de representantes de la poesía gay, nos dividimos en dos bandos: el Azul y el «Rosadito Pálido» —cada bando escogió su nombre—; y así empezó la puja.

Como es costumbre en los poetas improvisadores, cada cual debió escoger su seudónimo. Cito los que más gracia me causaron: el propio Sosa se autodenominó «El Zorzal de Meneses» mientras el poeta-camionero Alberto Sicilia se hizo llamar «El Clarín de Cabaiguán» y Yamil Díaz —quien injustamente se llevó el premio— respondía por «El Quetzal de Santa Clara». El seudónimo de Antonio Rodríguez Salvador (Chichito) no lo recuerdo, como mismo no recuerdo el del exageradamente parsimonioso Manuel González Busto, que nunca logró, dada su desesperante lentitud, completar dos octosílabos. El premio, que consistía en el rabo del puerco asado y una cerveza adicional, se decidió por votación, y como dije antes, le fue otorgado a Yamil Díaz… Pero juzgue el lector si no tengo razón en pensar que le debió corresponder a Chichito. Por suerte mi memoria archiva las dos décimas:

La de Yamil:

Una vieja orangután
que dio a luz hace tres meses
parió al Zorzal de Meneses
y al Clarín de Cabaiguán.
Pero los zorzales han
de tener clara una cosa:
óyeme bien, Manuel Sosa,
zorzal solo en apariencia,
no hay ninguna diferencia
entre tú y una tiñosa.

La de Chichito:

Busca un santero cualquiera
que te recete un arbusto,
porque te pegaste a Busto
y él te pegó la bobera.
Y busca una «verijera»
para taparte la cosa,
pues ya dijo Vargas Llosa
que en tiempos de picazón
el que no tiene jabón
se puede bañar con Sosa.

En esa misma jornada tuvimos una situación similar a la del hotel La Ciguaraya, pero esta vez el menú solista no fue tasajo con boniato, sino mortadella. En desayuno, almuerzo y comida la degustamos (no digo que con placer) tanto en salsa, como frita o sin más procesamiento que el que tenía al salir de la empacadora. Fueron tres días de intensa devoción «mortadellista». Pero no todo en el evento tuvo ese corte, porque la carencia gastronómica fue suplida con la excelencia editorial: el poeta Esbértido Rosendi Cancio, que había recibido recientemente el título de Poeta de la Ciudad, nos obsequió una bella colección con los últimos títulos publicados por Luminaria, la editorial que él fundara en 1990. La décima, como era de esperar, apareció en algún momento:

Si Río tiene a Ipanema
y Londres tiene el Big Ben,
Sancti Spíritus también
ha descubierto su emblema.
Rosendi, en un buen poema
dijo en forma lapidaria
que ya cree necesaria,
aunque no resulte bella,
la colección Mortadella
de Ediciones Luminaria.


-III-

Cuba no es solo su paisaje rural o pueblerino, ni sus ciudades repletas de luz, deterioro urbano y sabor. Cuba es, sobre todo, su Humanidad, que no pacta con la muerte y le disputa de tú a tú, desde el discurso cultural, la luz a los días. Sin hoteles o con hoteles; con playas o sin ellas; con manjares o picadillo de soya; en guaguas, trenes lecheros o camellos nuestra voz no se detuvo ni se detendrá, porque nace de una fuerza expresiva que acumula sensaciones, fuerzas e ideas heredadas de quienes nos pensaron como nación, a la que seguimos dando cuerpo e inteligencia. Una nación por momentos virtual, apenas entrevista; toda espíritu; conjugada en futuro imperfecto, pero digna. A Cuba la queremos como esa nación donde el Hombre pueda ser quien debe ser y no el que los objetos (o los gastados paradigmas y entelequias) les dictan desde las calcomanías sociales que se creen el universo.

No creo que exista alguien con mediano sentido de la justicia que le niegue a este país su capacidad para preservarse, paradójicamente, en activo estado de hibernación intelectual, hasta que sus hijos aprendamos bien (además de que nos dejen) incorporarle a nuestras vidas el bienestar material inmediato que, lastimosamente, sigue faltando. Somos una nación pobre y empobrecida por complejas coyunturas políticas que duran ya siglos, donde la interferencia externa carga un altísimo por ciento de culpas, aunque no todas.

Pero somos también un pueblo rico en ideas, millonario en creatividad y energía, en ansias de crecer. Y por eso mismo hoy, cuando muchos ven en otras latitudes las esperanzas para escapar de las atenazadoras carencias, yo, que he estado en varios sitios y no condeno a nadie por escoger el mundo donde desea vivir, retomo sin pudor aquel eslogan de 1960 y no vacilo en recomendarle a cualquier cubano que quiera escucharme: siempre que el transporte se lo permita, aunque sea sin hotel, ron, cerveza y con menú rústico y reiterativo, conozca todo lo que pueda de Cuba, primero, y al extranjero después.

Santa Clara, 25 de octubre de 2008


Tomado de Cubaliteraria

sábado, 15 de noviembre de 2008


Dos
poemas:
una
plegaria



Estudio comparativo de las semejanzas

entre los poemas Plegaria a Dios,
de Gabriel de la Concepción
Valdés
(Plácido) y Plegaria del hereje
(texto inédito próximo a aparecer
en la revista cultural Quehacer)
del autor tunero Argel Fernández



Por Lucy Maestre
Especialista de la
Editorial Sanlope,
del Centro Provincial del Libro
y la Literatura, de Las Tunas


Dos hombres conversan con Dios. Dos hombres en un cuadro único que traspasa tiempo y espacio. El uno, escribe su ruego en 1844 cuando iba a ser fusilado, el otro, en pleno siglo XXI, descreído de todo, decepcionado; ambos, con la mira puesta en el Creador. Repentista y poeta ocasional el primero, mulato, de oficio peinetero, nacido en La Habana en 1809, hijo bastardo de un peluquero mestizo y de una bailarina española: Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido). El segundo, poeta y narrador, de formación masónica, nacido en Puerto Padre en 1963: Argel Fernández Granado. Autores de “Plegaria a Dios” (Bueno; 1963:108) y “Plegaria del hereje”, respectivamente. Sin pretensiones de establecer un paralelismo a ultranza encontramos semejanzas en ambos textos.

El tema tratado por los dos es el mismo: la necesidad de la protección Divina, Plácido para demostrar su inocencia, y Fernández Granado porque necesita ser conducido, guiado por el camino del Bien. En ambos textos podemos identificar al autor con el sujeto lírico sin pecar de autobiografismo, por razones obvias.

Poemas místicos los dos, tienen el mismo asunto: aceptar la voluntad del Todopoderoso.

En “Plegaria a Dios”, Plácido dice:

Cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío; (Bueno; 1963:108)

En tanto que Fernández Granado en “Plegaria del hereje” invoca:

Condéname al silencio si te provoca ira/ esta hereje plegaria (…) / Pero no dejes nunca de alimentar la pira/ donde quemo el pecado (…) hazme volver al polvo, volar en torbellino.

La utilización de adjetivos —más profusa en Plácido, según la usanza de la época— se revela de la siguiente forma: en “Plegaria a Dios” se usa el adjetivo-epíteto, observemos los siguientes ejemplos:

insondable eternidad, eternal sabiduría, clara transparencia, calumnia impía, cadáver frío, Suma Omnipotencia, Dios poderoso —y puede funcionar como tal— madre cándida, dulce y amorosa. (Bueno; 1963:108)

En “Plegaria del hereje”, su autor refiere:

pecho cansino, tierra exhausta, estéril protesta, místicos matices, filo promisorio, fe renovada y viril, secretos designios, hereje plegaria.

El carácter de ruego, de súplica, de invocación, es obvio en todo el poema, mas, fijémonos en el siguiente ejemplo de Plácido:

rasgad de la calumnia el velo odioso; / y arrancad este sello ignominioso con que el mundo manchar quiere mi frente. (Bueno; 1963:108)

La muestra de “Plegaria del hereje” dice: quítame de los hombros la cruz del desconsuelo / enséñame la ruta más corta del camino.

El uso del modo imperativo ofrece similitudes en ambos textos:

“Plegaria a Dios”: extended vuestro brazo (…) / rasgad de la calumnia (…) / arrancad este sello (…) / Cúmplase en mí (…) (Bueno; 1963:108)

“Plegaria del hereje”: se usa el verbo con pronombre enclítico para exhortar, ordenar o suplicar:

quítame de los hombros la cruz, enséñame la ruta, Vuélvete, alúmbrame la senda, enciéndeme la zarza, recoge mis pedazos, hazme volver al polvo (…)

En “Plegaria a Dios” obsérvese el uso del pronombre personal vos en las primeras estrofas y en los últimos versos, con un tono ya más cercano, el uso del tú: Mas, si cuadra a tu Suma Omnipotencia / (…) suene tu voz / (…) Cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío… (Bueno; 1963:108)

En “Plegaria del hereje” hay un acercamiento mayor entre el poeta y Dios, logrado tanto a través de la segunda persona del singular como de los pronombres enclíticos, sin que por ello pierda el tono solemne, de respeto y adoración:

(…) tú me conoces, acércate, disponte, condéname.

En cuanto a lo morfológico ambos textos usan versos de arte mayor:

En “Plegaria a Dios” estamos ante una oda formada por sextinas, con versos endecasílabos que riman el primero con cuarto y quinto y el segundo con tercero y sexto.

“Plegaria del hereje” está formado por cuatro décimas de versos alejandrinos que siguen el esquema tradicional de la rima de la espinela clásica logrando una combinación armoniosa.

En ambos poemas existe una perfecta adecuación entre el pensamiento y la forma, manteniéndose hasta el final el canto austero, sencillo y al mismo tiempo majestuoso.

Se debe señalar que en el poema de Plácido hay ciertos descuidos formales: la rima en encia aparece en dos sextinas, igual que la rima en io. El adjetivo impío se repite en su forma femenina impía. Sin embargo la musicalidad del texto no deja ver estos defectos. En el caso de Fernández Granado, este nos ofrece un texto formal y lingüísticamente más depurado, se aprecia un ligero sonido cacofónico en místicos matices por la resonancia del fonema nasal m pero esto es salvado por la inusitada belleza de la imagen literaria.

Hay un predominio del tono solemne, y un sentimiento de dolor. Plácido porque desea, más que vivir, demostrar su inocencia, Fernández Granado —que se siente indigno de invocar a Dios: él mismo se proclama, paradójicamente, hereje— porque necesita ser acompañado, alumbrado, iluminado, protegido. Subyacen en ambos textos unas fervientes ansias de libertad.

En “Plegaria a Dios” el autor la alcanzará aunque sea en la muerte, pues en la vida lo han calumniado y solo apela a la absolución Divina.

En “Plegaria del hereje” se desea obtener la libertad en la vida, vencer el mal, como hizo Job:

Vencer como Job mismo la maldad (…) Aquí, el poeta quiere ser el agua de la fuente que bebe el hombre en su peregrinar por el mundo, para calmar su sed y para ser libre; hay un desbordamiento en estos emotivos y hermosos versos:

Ansío ser el agua que el peregrino bebe / de la fuente sin dueño, para calmar su sed.

La frescura del agua se siente y hay reminiscencias del místico San Juan de la Cruz en esta zona, con la sencillez e ingenuidad de las grandes cosas. El agua como elemento natural es una imagen recurrente en ambos poemas: en “Plegaria a Dios” la mención del mar y del río:

Todo lo puede quien al mar sombrío / olas y peces dio, (…) movimiento al río. (Bueno; 1963:108)

Es evidente la alusión al movimiento de las aguas que se corresponde con el pensamiento filosófico de Heráclito. Recordemos que los chinos han hecho de las aguas la residencia específica del dragón a causa de que todo lo viviente procede de las aguas.

En “Plegaria del hereje”—en el que aflora el estilo martiano— se expresa: enseñar a los peces como romper la red, verso que entraña una ardorosa sensación libérrima, como el que sigue:

brotar junto al trigo a través de la nieve.

La mención de estos componentes produce una cercanía con el poema martiano “Yugo y Estrella” cuando el Apóstol dice:

Pez que en ave y corcel y hombre se torna, aludiendo a que el hombre, el Homagno generoso se transforma a partir del líquido primigenio. (Martí; 1973:66)

En los Vedas las aguas reciben el apelativo de matritamah (las más maternas), pues al principio todo era como un mar sin luz y volvamos un momento a los versos de “Plegaria a Dios” que dicen:

Todo lo puede quien al mar sombrío / olas y peces dio. (Bueno; 1963:108)

En la India se considera el agua como sostenedora de la vida que circula a través de toda la naturaleza en forma de lluvia o savia:

mientras dono mi savia al suelo en que viví, dice un verso en “Plegaria del hereje”.

En este poema ofrecen un bello contraste los términos agua / sed, peces / red, trigo / nieve.

El empleo de los infinitivos en presente:

enseñar, brotar, romper, calmar, vencer,

le otorgan dinamismo y verosimilitud a los versos y es notorio que estando tan cerca unos de otros no produzcan cacofonía, más bien resultan anafóricos.

En los tres textos: “Plegaria a Dios”, de Plácido, “Plegaria del hereje” de Argel Fernández Granado, y “Yugo y Estrella” de José Martí, aparece el pez que es poseedor también de un gran simbolismo.

En los ritos asiáticos se adoraba a los peces y a los sacerdotes les estaba prohibido comer pescado, pero el pez es también el barco mítico del destino, huso que hila el ciclo de la vida, siguiendo el zodíaco lunar. Tiene sentido fálico, mientras otros le atribuyen una significación estrictamente espiritual. Posee una naturaleza doble: por su forma de huso es una suerte de pájaro en las zonas inferiores y símbolo del sacrificio y de la relación entre el cielo y la tierra. Entre los babilonios, fenicios, asirios y chinos representa la fecundidad. Los caldeos representaban un pez con cabeza de golondrina, anuncio de la renovación cíclica del cosmos.

Llama la atención que en “Plegaria del hereje” el poeta quiere que sobre su promontorio le nazcan violetas, emblema de la sencillez, y enfatiza su humildad con la utilización del adverbio “sencillamente”, usando un pleonasmo ex profeso que acentúa lo ritmático del verso. La segunda y la última décimas comienzan con verbos que exhortan y ruegan:

Vuélvete, en el primer caso y condéname, en el segundo, ofreciendo una contraposición de ideas muy singular como recurso literario.

Ineludibles las reminiscencias bíblicas: la serpiente que simboliza el mal:

Sin ninguna serpiente que malguíe mi mano,

contraponiendo esta imagen a la que le sigue:

cuando lleguen las lluvias y florezca en abril; otra vez la mención del agua, la lluvia, las flores, lo estival.

Obsérvese además el vocablo parasintético malguíe, que refuerza la imagen de la maledicencia de la sierpe.

El silencio como forma de negación de la vida, de la palabra, como castigo, se evidencia en los últimos versos del poema de Fernández Granado:

Condéname al silencio si te provoca ira; el poeta ofreciéndose humilde ante la voluntad Suprema, y luego la disyunción:

pero no dejes nunca de alimentar la pira / donde quemo el pecado).

El reconocimiento de la insignificancia humana ante Dios:

saber que soy minúsculo.

Solo alimentado con el fuego sagrado logrará saciar el autor su anhelo de poeta con voz de campesino, y hay aquí una alusión a la tierra que en zonas anteriores ya se había hecho, la tierra en relación con la vida y también con la muerte.

Es insoslayable la mirada a la primera redondilla del poema mencionado:

Para llegar erguido adonde está Caronte / me convertí en retoños, hojarasca y raíces, / fui Yagruma y fui Ceiba de místicos matices / y cañada, que fresca sajó el pecho del monte.

Versos referenciales por cuanto ofrecen una serie de elementos a tener en cuenta, en primer término, la referencia a la mitología griega:

Para llegar erguido adonde está Caronte: la imagen de la muerte, Caronte es el encargado de transportar el alma de los muertos hasta el Hades, luego la metamorfosis del hombre que se convierte en retoños, hojarasca y raíces, componentes vitales de la tierra, hasta llegar a ser Ceiba, palo mayor del monte según el culto yorubá, y Yagruma: la dualidad del ser humano, su carácter ambivalente, el Mal y el Bien, el maniqueísmo presente en todo lo terrenal. Simbiosis cultural de lo clásico con lo panteísta en una agradable personificación, donde aparece por primera vez el agua en todo el poema, agua de la cañada, que abre surcos laberínticos en el pecho del monte, que es el hombre.

Poemas únicos en su singularidad y parecidos en su esencia, en el espíritu.



BIBLIOGRAFÍA

Bueno, Salvador: Historia de la Literatura Cubana, (La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963).

Martí, José: El Monte de Espumas, (La Habana, Editorial Gente Nueva, 1973).

miércoles, 12 de noviembre de 2008



El Indio Naborí
en privado




Por
Vir
gilio López Lemus

Vaya idea de los padres de Naborí de ponerle por nombre de pila una pila de nombres. Entre ellos, los dos primeros son Sabio Jesús. Doy fe de que esos señores no se equivocaron y que Jesús Orta Ruiz mereció este apelativo, y que era asimismo un hombre sabio.

Yo lo conocí una tarde de 1987 en el pasillo frente a la escalera central de la Unión de Escritores. Ya antes lo había visto mucho, pero en esta ocasión me lo presentaron (creo que fue el poeta Raúl Luis, o Rafael Alcides, o ambos) y yo le dediqué mi poemario El pan de Aser, acabado de salir del horno de la poesía. A Orta Ruiz le encantó que yo dijese en un poema que en mi primera juventud lectora había pasado de las princesas de Darío a la «Marcha triunfal» del Indio Naborí. Poco después tuvo la bondad de escribir una interesante nota sobre mi libro, que publicó en la revista Unión, no sin la reticencia de quien entonces era su jefe de redacción, pero la generosidad de Pablo Armando Fernández, su Director a la sazón, abrió el paso a ese texto cariñoso.

A poco lo visité en su casa de 13 y 8, en El Vedado. Allí conocí a la fantástica Eloína, con quien tuve una afinidad de amor maternal a primera vista, como si fuese yo un hijo más. Naborí me mandó a pasar a su gabinete, muy bien montado, con máquina de escribir sobre un serio buró lleno de libros en orden y papeles colocados en perfecta disposición, anaqueles cargados de volúmenes y un aire acondicionado que hacía aún más grato el recinto. Esa tarde, solos, charlamos hasta el cansancio, y advertí que aquel hombre invidente no era el mero repentista de fama nacional, no era sólo el cantante de décimas admirado por mi madre y miles de cubanos, no resultaba un inculto versificador, sino que era con propiedad el autor refinadísimo y de vasta cultura sobre la poesía, que había escrito ya los diez sonetos maravillosos de «Una parte consciente del crepúsculo», y las elegías finísimas a su hijo muerto en la década de 1950. Tenía delante a un señor poeta, a un intelectual de mérito y grande devoción por la poesía, pero asimismo a un hombre modesto hasta donde lo puede ser un poeta legítimo, de trato sencillo y cordial. Para colmo, Eloína Pérez se apareció en el medio de la charla con un té, de los más sabrosos que he tomado en mi vida. De modo que salí de aquella casa flotando, el mundo me pareció más bello, la humanidad un gran acierto de Dios y yo quedaba mucho más reafirmado en mi fe por la poesía.

La verdad es que desde entonces y hasta la muerte de Naborí en diciembre de 2005, nos unió una amistad desbordada. El viejo me tomó un cariño devoto, ¿cómo podía ser que me admirara, según me decía, cuando el que tenía que ser admirado era él? Me propuse ayudar a cambiar el punto de vista negativo acerca de Naborí que pesaba sobre la ineficaz crítica de poesía del momento, demasiado preocupada en los esplendores extraordinarios de Orígenes, en especial de Lezama y su barroco apoteósico, y que subestimaba de manera notoria al que comencé a llamar «el decimista más importante del siglo XX».

Sí, esta frase la dije por primera vez en 1991, y la escribí en ocasión del Primer Encuentro Festival de la Décima, en coloquio que dirigí junto a Waldo Leyva en la Casa de las Américas. Naborí, su esposa, sus hijos, sabían que yo estaba tratando de lanzar y fijar esa justa frase, y me lo agradecían, pero no había nada de original en ello, el asunto era tan visible, tan verdad, que la suerte de eslogan cualitativo corrió suerte, y Naborí tuvo el reconocimiento que merecía en los años finales de su vida.

Cuando lo visitaba en su apartamento, prefería recibirme en el balcón-terraza, pues solía haber otras personas invitadas al diálogo, o quizás porque se le rompió el aire acondicionado, o los apagones del naciente «período especial» no permitían disfrutar del sabroso aire frío. Lo cierto es que allí nos dimos citas el ya mencionado Leyva, Alexis Díaz Pimienta, entonces bisoño pero ya evidenciaba su talento, Adolfo Martí Fuentes, y siempre un grupo de decimistas que reverenciaban a Naborí como a un sacerdote.

Pronto el encuentro internacional de la décima se desplazó al escenario de Las Tunas, donde las Jornadas Cucalambeanas se habían consolidado como la mayor fiesta sobre tradiciones campesinas del país. Naborí era un asiduo a ellas. Recuerdo cuánto lo afectó el diálogo que sostuvo con el entonces joven investigador tunero Carlos Tamayo, principal investigador sobre la figura de El Cucalambé, cuando este demostró que la edición de las Poesías completas del bardo tunero, que Naborí formó con devoción, poseían y poseen errores de bulto, cambios injustificados y otras inexactitudes, comparada con la edición príncipe de los poemas cucalambeanos. A la larga, ambos llegarían a ser amigos. Pero Naborí se sintió tocado y quiso justificar lo injustificable. Hombre generoso, no puso en lo sucesivo reparos a las correcciones que poco a poco iba haciendo Tamayo, fruto de sus investigaciones.

En 1992 se dio la ocasión propicia para entregarle a Naborí el Premio Nacional de Literatura. En el Jurado, Rafael Alcides Pérez era el principal defensor de la idea, porque se premiaría así por vez primera a un hombre surgido de la poesía popular, del decimismo repentista cubano, devenido por su tesón y calidad poética uno de los más brillantes poetas cubanos de la hora. Por supuesto que mi voto estaba asegurado, pero no el de Sacha (Francisco López Sacha), que llevaba como candidato al magnífico teatrista Abelardo Estorino (con una nominación, la de Sacha en la UNEAC, a cambio de ocho para el Indio, hechas a lo largo del país). Uno de los jurados viajó al exterior y fue sustituido por el Chino Heras (Eduardo Heras León), quien de inmediato se puso de parte de la propuesta de Sacha. El voto de Denia García Ronda quedaba como decisivo y al tercer día de reuniones ella se inclinó a favor de la propuesta de Estorino. Tres votos a dos, nos pareció a Alcides y a mí sumamente impropio que se diera este Premio solo por mayoría a este gran teatrista, y declinamos la propuesta de Naborí, de modo que luego de muy acalorados debates el Premio se entregaba por unanimidad a alguien que también lo merecía con creces.

Tres años después, volví a ser Jurado del mismo Premio, esta vez acompañado por Ángel Augier, Gustavo Eguren, Waldo Leyva y Rafael Acosta de Arriba. La reunión solo duró diez minutos. El Premio Nacional de Literatura de 1995 le fue otorgado a Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí. El asunto tuvo una repercusión nacional que a nosotros mismos nos sorprendió. No recuerdo otro Premio, ni antes ni después, que tuviese el aplauso unánime de la prensa radial, televisiva, escrita y del pueblo cubano. A la sazón, iba con Naborí hacia un pueblecito de la provincia de La Habana, y recuerdo que dondequiera que paraba el automóvil, la gente reconocía al Indio y le ofrecía muestras de cariño. Asistí en ese año con él a un montón de citas en la que debía hacer acto de presencia, en las que siempre fue ovacionado. Ni que decir que el emocionado fui yo cuando me pidieron decir el elogio en el acto de entrega del Premio, que se desarrolló en el patio del palacio del Segundo Cabo, repleto de público.

Como ha dicho su hijo Jesús, el asunto del Premio le prolongó la vida a Naborí, quien había sufrido una recia operación del corazón a pecho abierto en 1992. Esa operación le duró doce años, era necesario volverlo a operar pero no lo hubiese resistido. Su corazón se apagó como el de un buen Jesús, tras las Navidades, el 30 de diciembre de 2005. Para entonces, ya vivía en la casona de la calle 8, que yo en broma llamaba «el Ministerio». Nunca pudo verla dada su ceguera, pero no importa, la casa lo vio a él y le dio cálido hospedaje.

Naborí fue un Libra muy distraído, nacido el 30 de septiembre de 1922, a los 19 años se inició como poeta repentista y a los 21 ya era célebre a lo largo y ancho del país. Cuentan que en una ocasión permutó de vivienda y meses después se fue a una canturía que demoró, como suele ocurrir, toda una madrugada. Naborí salió hacia su casa, al llegar, metió la llave en la puerta, pero nada, no abría, insistió, hasta que el verdadero morador de la casa salió asustado de que le estuviesen forzando el llavín, pero soltó una carcajada al ver al poeta: «¡Naborí, usted no se acuerda que permutamos hace meses, ya usted no vive aquí!» En otra ocasión fue invitado a Moscú. El Indio hizo el viaje muy feliz, pero era el mes de febrero y en el aeropuerto internacional de esa ciudad entonces soviética hacía una temperatura mucho menor de cero grado, ¡y Naborí iba en guayabera pelada! Las aeromozas tuvieron que tirarle frazadas encima y la comisión de protocolo que lo recibía, corrió a traerle un buen abrigo.

En una ocasión lo invitaron a un acto oficial en el Instituto Superior de Arte. Naborí llegó puntual, conducido por Eloína, quizás sin la debida cortesía lo sentaron en la segunda fila, pero él se dispuso con modestia a escuchar lo que allí ocurriría. En esto se presentó el Presidente de la República, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, quien saludó a los concurrentes y siguió directo hacia el asiento que ocupaba Naborí, para saludarlo. Delante de un buen público, Fidel le dijo: «Naborí, si yo hubiese sido poeta, me hubiese gustado serlo como tú.» Esto me lo contó muchas veces, pues estaba tan orgulloso del aserto, que repetirlo escapaba para él de la simple vanidad. Antes, en un congreso de la UNEAC en el Palacio de las Convenciones, yo acompañaba a Naborí cuando Fidel vino desde la tribuna a saludarlo. Naborí me preguntaba, «¿Quién es, quién es?», pero el mismo Comandante le dijo su nombre mientras le daba la mano. A veces la ceguera lo hacía sufrir mucho.

Creo que su mejor legado está en los volúmenes Desde un mirador profundo (1997) y Cristal de aumento (2001), pero Naborí fue un poeta político de relieve y un raro poeta de «ocasión», término que puede compilar todo su repentismo decimista y las decenas de sonetos y otros textos que escribió por solicitudes o para ocasiones determinadas, políticas o sociales. La controversia del siglo, con Angelito Valiente (1955), tan bellamente reeditada por el Dr. Maximiano Trapero en Canarias, es un hito de la poesía popular improvisada del siglo XX.

Yo no puedo recordarlo ya solo como autor y poeta-padre, sino como el amigo insustituible lleno de delicadezas. Recuerdo que cuando me dieron la noticia de su fallecimiento, busqué rápidamente un taxi y le pedí al taxista que por favor me acercara a la Funeraria de Calzada. Este me preguntó si tenía un familiar fallecido, y le dije que había muerto El Indio Naborí. El salto que este chofer dio en el asiento, y su palabra de asombro: «¡Se murió Naborí!» me dejaron aún más conmovido. No lo sabe aquel chofer que nunca más vi, y tampoco lo pudo saber Naborí, pero aquel fue para mí el más grande homenaje de cariño que le podía hacer el pueblo a un hombre visto desde lejos, pero llevado en el corazón. Como creo firmemente que Naborí creía que uno se iba al morir para algún lugar del espacio, que estas palabras escritas sean también un mensaje para él: Eh, poeta, usted nos sigue haciendo falta todavía.

Tomado de Cubaliteraria

sábado, 8 de noviembre de 2008


Conozca a Cuba
primero (I Parte)

Por Ricardo Riverón Rojas


-I-

Muy al principio del triunfo de la Revolución, poco después de que esta creara el Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT) el espacio cubano cobró nuevos y más democráticos valores. El que en un inicio fuera eficiente organismo generó de inmediato un paquete de ofertas que iban desde estancias en: Varadero, Guardalavaca, Soroa, Viñales, Guanabo, Trinidad, y muchos otros sitios emblemáticos, hasta la articulación de una red gastronómica que ponía muy en alto la tradición culinaria y de servicio heredada de aquellas folclóricas fondas de chinos y gallegos, restaurantes, cafeterías, puestos de fritas, voceadores callejeros…

Chiviricos, empanadas, pasteles de carne y de guayaba, fritas, pan de caracas, pirulíes, cariocas, coco acaramelado, maní tostado y garapiñado, masa real, gaceñigas y de todo cuanto haya servido para alegrar los paladares, adornaban aún en alas de los pregones —gracia musical sostenida desde los días de la colonia— la atmósfera cubana.

La emblemática heladería Coppelia, junto a los Soda-Init, Mar-Init, Fruti-Cuba, pizzerías, restaurantes con nombres de ciudades europeas o asiáticas, y también con géneros diminutivos (Conejito, Pavito, Cochinito, Pío-Pío,) más otras modalidades que no recuerdo, aportaron a nuestras realidades urbanas un contemporáneo y universal toque de cubana distinción y exquisiteces que aún hoy se añoran, aunque con dolor fuimos testigos, con el paso de los años y el escaso mantenimiento, de sus progresivas corrosión, corrupción y muerte.

Los años sesentas, en materia de instalaciones y concepción de las opciones de recreación y turismo cambiaron el rostro de Cuba, sacándola del avasallador influjo norteamericanófilo (acaso con la única excepción de aquellos quioscos de helados conocidos como Tropi-creams, a los que graciosamente el pueblo rebautizó con el apelativo de «Tropiquines») para centrarlas, en primera instancia, en lo nacional, a la par que cobraba fuerza, como influencia externa compensatoria, cierta norma gastronómica global.

Recuerdo, casi con nostalgia irónica, aquel spot radial de la época, cuya letra aconsejaba: «Conozca a Cuba primero / y al extranjero después. / Hay que visitar primero / las bellezas que hay aquí: / el valle del Yumurí, / la playa de Varadero…» con el cual se instaba a los cubanos a hacer uso de las facilidades turísticas que la revolución iba creando, y volverle la espalda para siempre a la inveterada costumbre de la burguesía nacional de pasar las vacaciones en el extranjero.

Era imposible imaginar cuánto cambiarían, al pasar las décadas, las posibilidades de «conocer a Cuba primero» (al extranjero ni pensarlo), al extremo de llegar a cero en los años noventas, y a «monetariamente prohibitivas» en la actualidad. Con dolor y el sueño de un retorno de la bonanza asistimos a la paulatina y creciente evaporación de aquellos promisorios discursos de los tempranos sesentas.

No obstante, una especie de turismo selectivo mantuvo vivas para la gente de a pie algunas esperanzas de visitar hoteles e instalaciones de cierto nivel: las capacidades hoteleras asignadas, a través de las administraciones, a un grupo de empresas y organismos priorizados (el Polo Científico, por ejemplo), más las que siempre se les ofertaron a los trabajadores vanguardias como estímulo por sus resultados son las más conocidas, aunque de los ochentas a acá se fueran haciendo cada día más selectivas y poco prolíferas, sobre todo para los «no priorizados». El campismo, modalidad menor equivalente a un pelo del lobo, acabó instituyéndose rueda de consuelo que con los años de práctica unívoca ganó fuerza de costumbre y, con ello, apariencia de normalidad.


-II-

Los escritores —vale reconocerlo— gracias a una poderosa red de eventos literarios, nunca perdimos del todo la posibilidad de «conocer a Cuba primero» y en profundidad, al coincidir las sedes de los eventos, por lo general, con buenos hoteles, aunque no siempre. Unas veces como jurados de certámenes, otras como autores invitados a ferias, pocas como delegados a congresos o números en reuniones, nos tocó esa gracia. Al respecto no puedo olvidar la frase que un día del más hondo Período Especial me regaló un destacado autor de literatura para niños —me reservo el nombre— mientras desayunábamos en la cafetería del hotel Hanabanilla, azulmente iluminados a trasluz por los vitrales que refractaban el aura del imponente lago y las orgullosas cumbres del Escambray:

—Lo bueno de estos eventos es que uno come y deja de comer –sentenció.

—¡Oye! ¿Y cómo es eso? –le pregunté, intrigado por el chascarrillo.

Su respuesta constituye una inapreciable joya para la concepción de un plan estratégico de sobrevivencia extrema:

—Comes aquí y dejas de comer en tu casa, por lo cual, como te alimentas sin afectar la cuota, el ahorro es doble.

Y tenía razón, aunque para ser justos, a esos eventos no íbamos solo a comer, sino también a validar una política que le asigna a la cultura un papel tan protagónico como el del yantar para la supervivencia del alma.

Ahora me pongo a recordar y me permito, además, hacer una mínima relación de sitios que, gracias a la intensa vida literaria cubana, han pasado a nutrir mi espíritu con material cantabile. Empiezo por los de lujo: el hotel "Pernik", de Holguín; el "Sierra Maestra", de Bayamo; el "Río Bano", de Guantánamo; "Los Laureles", de Sancti Spíritus; el "Pasacaballo", de Cienfuegos; "Villa Barlovento", de Varadero; el "Lincoln", el "Tritón" y el "Palco", de La Habana, así como los nombrados: "Las Tunas", "Pinar del Río" y "Camagüey", de las provincias homónimas. Y sigo con los más modestos: "Guanima", de Matanzas; "La Ciguaraya", de La Palma; "Estrella Roja", de Taguasco; "Royalton", de Bayamo; los dos "Santiago-Habana", de Ciego de Ávila y Colón respectivamente; la escuela de cuadros de la Unión de Jóvenes Comunistas, en La Habana del Este; el albergue del Fajardo, en Jibacoa; "La Cañada", de Camajuaní, más muchos otros, me han tenido como huésped literario en todo este Período Especial por el que aún desfilan el noventa y nueve por ciento de los cubanos como seres «aturísticos», o en el más triste de los casos, como usuarios de ese culposo turismo de gorra (o de pícaro) que los extranjeros denominan «turismo sexual» y nosotros «jineteo».

Sería imposible una nómina que agote, o al menos cubra hasta la mitad, la relación de los lugares turísticos de Cuba adonde me ha llevado la literatura; por tal razón, solo algunos de los que más me saturaron el alma tendrán crédito en esta crónica que por su extensión —contra mi deseo también— debí seccionar en dos entregas.

El Premio de la Ciudad de Holguín, en la época en que Alejandro Querejeta y Julio Méndez lo organizaban (hablo de 1990), con su incursión a la sedante Gibara que, vista desde el mirador, parece una ciudad de artesanía; a la surrealista Casa de Cultura de Velasco; y a otro mirador: el de Mayabe (donde departimos con Pancho, un burro hipertenso que tomaba cerveza y ya debe haber muerto de un infarto) como complementos de los numerosos recitales, conferencias, mesas redondas, y deliberaciones en que participamos, me hizo comprender que un evento literario, sin perder el rigor de su convocatoria cultural, puede constituir también una excelente vía para poner a Cuba delante de los ojos de los cubanos. Holguín, su historia y su vida cultural, el fervor de su público, el apoyo de sus autoridades, desfilaron frente a nuestra admiración de manera ejemplar en aquellos días en que ya se anunciaba la debacle del campo socialista. Tuvimos noticias de las inspiradoras Ediciones Holguín (fundadas en 1986) y del lúcido Ámbito, espacios editoriales de fértiles convocatorias a los cuales concurrían intelectuales de disímiles perfiles profesionales hasta concretar intercambios reflexivos nada complacientes y sí enrumbados hacia la búsqueda de un entorno sumamente enriquecido por las interrogantes. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, he asistido a una premiación literaria capaz de atestar, de bote en bote, el cine más grande de una ciudad nada pequeña. Y hasta hoy, solo en Holguín y entonces, tuve el privilegio de vivirlo.

Nos trataron a cuerpo de rey. Tantas fueron las atenciones y el puntilloso respeto que nos prodigaron los organizadores, que Pablo Armando Fernández, con su entusiasmo candoroso, hizo la declaración más herética que he podido oírle al certificar sus orígenes. Todos sabemos de sobra que el autor de Los niños se despiden se precia, y repite con énfasis en todos los cónclaves: «¡Yo soy de Delicias, yo soy de Delicias..!»; pues mire usted que en aquella ocasión el amigo, totalmente ganado por el ansia de reciprocar tanto cariño, se valió de una frase dicha no sé cuándo por don Miguel Unamuno y terminó declarando: «Yo soy de Holguín, porque Unamuno dijo que uno es de donde hace el bachillerato, y yo el mío lo hice en el instituto de esta ciudad». ¡Cuánto le envidiamos al patriarca el filón que le permitió olvidar por un instante su partida de nacimiento y transmutarse en natural de aquel sitio!

Delfín Prats, Eugenio Marrón, Lourdes González, Manuel García Verdecia, Ronel González (entonces un «pibe» con varios libros publicados, que ponía un gran empeño en «deshacer la décima» antes de hacerla, como después hizo); Jorge Hidalgo Pimentel, Gilberto Seik, Agustín Labrada y muchos otros me pusieron delante, para que aprendiera a respirarla en todo su esplendor, aquella vigorosa «república de las letras» situada en el oriente de Cuba.

De aquellos días quedaron en mi memoria dos epigramas, pues no hay evento literario desarrollado en el interior de Cuba donde falten esas pullas. Las «víctimas» fueron Eugenio Marrón y Ronel González. En el caso de Marrón, se sacaba partido al hecho de que, nativo de Baracoa, se comporta como natural de Holguín. A Ronel, por su parte, se le fustigaba por su hemorrágica precocidad creativa, dado que a sus diecinueve años ya andaba por los cinco libros publicados. Hoy, con treinta y siete cumplidos, su bibliografía rebasa ampliamente la veintena de títulos.

Casi de más está aclarar —pero lo aclaro— que aquellas décimas, como todas las que configuran el que algunos denominan «panteón del cuero literario cubano», en busca de la comicidad, se apoyan más que todo en la hipérbole. La agrupación conocida como Club del Poste muestra una sostenida labor en esa línea. Otras como el Club del Pasto y el Club del Perro (que orina en el Poste), han tenido una existencia más efímera e inconstante, pero nada despreciable. Todas son continuadoras de una tradición heredada del siglo XIX (recordemos a Plácido) que cuenta además con el paradigma de lo que en los años sesentas del pasado siglo hiciera la tropa capitaneada por Wichy Nogueras.

Tras esta aclaración, válida para todas las estrofas que de ahora en lo adelante use, reproduzco las de aquel evento:

La de Marrón:

Aquí vemos a Marrón,
que estudió para holguinero,
y aunque luchó con esmero
no alcanzó la graduación.
Puso fuerza y corazón,
pero no llegó a la meta.
Hoy su dicha no es completa
porque hizo mal los encuadres
cuando el dúo Los Compadres
eran él y Querejeta.

La de Ronel:

Me dijo Ronel un día
después de su libro ochenta:
«Aquí todo el mundo inventa
y yo invento poesía.
Si es buena o es porquería
eso nunca lo sabré;
por lo pronto seguiré
soñando con ser «maceta»
vendiendo a media peseta
la libra de verso en pie».

A Camagüey, la otrora suave comarca de pastores y sombreros fui en varias ocasiones: dos de ellas a servir como jurado en los Encuentros Debates Nacionales de Talleres Literarios: de 1989 y 2000, respectivamente. Allí tuve noticias de un espacio urbano que se disuelve con deleite en sus recovecos y callejones, así como en la intrincada pluralidad intelectual, de altos quilates, que define polos de pensamiento y creación impulsados por escritores de tan notable ejecutoria como: Roberto Méndez, Jesús David Curbelo, Luis Álvarez Álvarez, Rafael Almanza, Alejandro González, Niurkis Pérez, Roberto Manzano, Rómulo Loredo, y otros. En el hotel "Camagüey" primero, y luego en el "Plaza", sedes de los eventos, conversé con todos ellos y también degusté, en 1989, el que acaso fuera el último bistec de palomilla que en varios años sumé a mi torrente sanguíneo.

Me comentaron mis amigos camagüeyanos, en aquella primera ocasión, de sus esfuerzos por revivir la revista Antena, a la cual estuviera vinculado, en su momento, el gran poeta Emilio Ballagas. Supe también por ellos, y por Aurelio Horta y Morbila Fernández, el sueño de echar a andar las ediciones Ácana, entonces poco menos que una utopía. Más tarde, en mi visita de 2000, comprobé que ambos propósitos (revista y editorial), con el arribo de la impresora Risograph constituían realidades más que palpables, donde mucho tuvieron que ver las claridades organizativas e intelectuales del escritor, traductor y editor Jesús David Curbelo, y Araceli (cuyo apellido la memoria me escatima en este instante), directora del Centro Provincial del Libro y la Literatura.

De Camagüey, pese a su coherencia cultural, siempre me llevo la impresión de que el gran empuje de su cultura no se localiza en las instituciones, sino en sus notables individualidades, que conviven (o convivieron hasta hace poco) en un nutriente diferendo de posiciones estéticas, no por contrapuestas de menor altura ninguna, sino todo lo contrario.

De Matanzas y su querido hotel "Guanima" ya he hablado en otros textos, pero si me pidieran nombrar la más sobrecogedora de las muchas veces que lo he visitado escogería, sin vacilación, aquella del año 2000, cuando celebramos el XV aniversario de Ediciones Vigía y, tras uno de los mágicos recitales nocturnos de poesía que transcurrió, apacible, con el cercano influjo del mar como inspiración, gracias al añadido de unos discretos cócteles, la velada derivó en gozadera, y todos empezamos a bailar con eso que llaman «música mecánica». El galardón a la pareja más destacada se lo llevó sin discusión la que formaron ocasionalmente el simpático poeta y ensayista cubano-norteamericano Allan West y esa bella persona que es la poetisa Laura Ruiz. Fueron impecables en la ejecución de una especie de disco-coyunte que nos dejó a todos sin habla ni respiración, solo de verlos. Hoy, cuando lo evoco con más detalle, recuerdo que fue aquel, para todos, un baile sumamente extraño, pues las personas bailaban en pareja, sí, pero sin mirarse unos a otros, como si el que bailaba enfrente fuera invisible. Lo analizo y creo que con ese curioso estilo le escurríamos el bulto a la condición de pareja (de baile) en aras de mantener cada quien, a toda costa, nuestra lobuna integridad intelectual.

Acaso el más pintoresco detalle de aquellas jornadas matanceras fue el nombre con que Luis Lorente (el único «patón» que no bailó) nos bautizara, pues desde aquella noche de pachanga y disipación danzaria, y durante todo el evento, respondimos por una graciosa denominación genérica: «la tropa de Allan West y sus alangüesitos».

La intensa vida literaria cubana, con sus avatares, cumbres, caídas y recovecos está llena de sucesos y anécdotas curiosas. Apenas hablo de algunas que presencié. Ojalá otros, como yo, tengan el cuidado de anotar las que les tocan, para así preservar esa bitácora pintoresca que también configura, como el más acabado poema o el más enjundioso ensayo, nuestra intensa y diversa memoria cultural.

Tomado de Cubaliteraria