sábado, 8 de noviembre de 2008


Conozca a Cuba
primero (I Parte)

Por Ricardo Riverón Rojas


-I-

Muy al principio del triunfo de la Revolución, poco después de que esta creara el Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT) el espacio cubano cobró nuevos y más democráticos valores. El que en un inicio fuera eficiente organismo generó de inmediato un paquete de ofertas que iban desde estancias en: Varadero, Guardalavaca, Soroa, Viñales, Guanabo, Trinidad, y muchos otros sitios emblemáticos, hasta la articulación de una red gastronómica que ponía muy en alto la tradición culinaria y de servicio heredada de aquellas folclóricas fondas de chinos y gallegos, restaurantes, cafeterías, puestos de fritas, voceadores callejeros…

Chiviricos, empanadas, pasteles de carne y de guayaba, fritas, pan de caracas, pirulíes, cariocas, coco acaramelado, maní tostado y garapiñado, masa real, gaceñigas y de todo cuanto haya servido para alegrar los paladares, adornaban aún en alas de los pregones —gracia musical sostenida desde los días de la colonia— la atmósfera cubana.

La emblemática heladería Coppelia, junto a los Soda-Init, Mar-Init, Fruti-Cuba, pizzerías, restaurantes con nombres de ciudades europeas o asiáticas, y también con géneros diminutivos (Conejito, Pavito, Cochinito, Pío-Pío,) más otras modalidades que no recuerdo, aportaron a nuestras realidades urbanas un contemporáneo y universal toque de cubana distinción y exquisiteces que aún hoy se añoran, aunque con dolor fuimos testigos, con el paso de los años y el escaso mantenimiento, de sus progresivas corrosión, corrupción y muerte.

Los años sesentas, en materia de instalaciones y concepción de las opciones de recreación y turismo cambiaron el rostro de Cuba, sacándola del avasallador influjo norteamericanófilo (acaso con la única excepción de aquellos quioscos de helados conocidos como Tropi-creams, a los que graciosamente el pueblo rebautizó con el apelativo de «Tropiquines») para centrarlas, en primera instancia, en lo nacional, a la par que cobraba fuerza, como influencia externa compensatoria, cierta norma gastronómica global.

Recuerdo, casi con nostalgia irónica, aquel spot radial de la época, cuya letra aconsejaba: «Conozca a Cuba primero / y al extranjero después. / Hay que visitar primero / las bellezas que hay aquí: / el valle del Yumurí, / la playa de Varadero…» con el cual se instaba a los cubanos a hacer uso de las facilidades turísticas que la revolución iba creando, y volverle la espalda para siempre a la inveterada costumbre de la burguesía nacional de pasar las vacaciones en el extranjero.

Era imposible imaginar cuánto cambiarían, al pasar las décadas, las posibilidades de «conocer a Cuba primero» (al extranjero ni pensarlo), al extremo de llegar a cero en los años noventas, y a «monetariamente prohibitivas» en la actualidad. Con dolor y el sueño de un retorno de la bonanza asistimos a la paulatina y creciente evaporación de aquellos promisorios discursos de los tempranos sesentas.

No obstante, una especie de turismo selectivo mantuvo vivas para la gente de a pie algunas esperanzas de visitar hoteles e instalaciones de cierto nivel: las capacidades hoteleras asignadas, a través de las administraciones, a un grupo de empresas y organismos priorizados (el Polo Científico, por ejemplo), más las que siempre se les ofertaron a los trabajadores vanguardias como estímulo por sus resultados son las más conocidas, aunque de los ochentas a acá se fueran haciendo cada día más selectivas y poco prolíferas, sobre todo para los «no priorizados». El campismo, modalidad menor equivalente a un pelo del lobo, acabó instituyéndose rueda de consuelo que con los años de práctica unívoca ganó fuerza de costumbre y, con ello, apariencia de normalidad.


-II-

Los escritores —vale reconocerlo— gracias a una poderosa red de eventos literarios, nunca perdimos del todo la posibilidad de «conocer a Cuba primero» y en profundidad, al coincidir las sedes de los eventos, por lo general, con buenos hoteles, aunque no siempre. Unas veces como jurados de certámenes, otras como autores invitados a ferias, pocas como delegados a congresos o números en reuniones, nos tocó esa gracia. Al respecto no puedo olvidar la frase que un día del más hondo Período Especial me regaló un destacado autor de literatura para niños —me reservo el nombre— mientras desayunábamos en la cafetería del hotel Hanabanilla, azulmente iluminados a trasluz por los vitrales que refractaban el aura del imponente lago y las orgullosas cumbres del Escambray:

—Lo bueno de estos eventos es que uno come y deja de comer –sentenció.

—¡Oye! ¿Y cómo es eso? –le pregunté, intrigado por el chascarrillo.

Su respuesta constituye una inapreciable joya para la concepción de un plan estratégico de sobrevivencia extrema:

—Comes aquí y dejas de comer en tu casa, por lo cual, como te alimentas sin afectar la cuota, el ahorro es doble.

Y tenía razón, aunque para ser justos, a esos eventos no íbamos solo a comer, sino también a validar una política que le asigna a la cultura un papel tan protagónico como el del yantar para la supervivencia del alma.

Ahora me pongo a recordar y me permito, además, hacer una mínima relación de sitios que, gracias a la intensa vida literaria cubana, han pasado a nutrir mi espíritu con material cantabile. Empiezo por los de lujo: el hotel "Pernik", de Holguín; el "Sierra Maestra", de Bayamo; el "Río Bano", de Guantánamo; "Los Laureles", de Sancti Spíritus; el "Pasacaballo", de Cienfuegos; "Villa Barlovento", de Varadero; el "Lincoln", el "Tritón" y el "Palco", de La Habana, así como los nombrados: "Las Tunas", "Pinar del Río" y "Camagüey", de las provincias homónimas. Y sigo con los más modestos: "Guanima", de Matanzas; "La Ciguaraya", de La Palma; "Estrella Roja", de Taguasco; "Royalton", de Bayamo; los dos "Santiago-Habana", de Ciego de Ávila y Colón respectivamente; la escuela de cuadros de la Unión de Jóvenes Comunistas, en La Habana del Este; el albergue del Fajardo, en Jibacoa; "La Cañada", de Camajuaní, más muchos otros, me han tenido como huésped literario en todo este Período Especial por el que aún desfilan el noventa y nueve por ciento de los cubanos como seres «aturísticos», o en el más triste de los casos, como usuarios de ese culposo turismo de gorra (o de pícaro) que los extranjeros denominan «turismo sexual» y nosotros «jineteo».

Sería imposible una nómina que agote, o al menos cubra hasta la mitad, la relación de los lugares turísticos de Cuba adonde me ha llevado la literatura; por tal razón, solo algunos de los que más me saturaron el alma tendrán crédito en esta crónica que por su extensión —contra mi deseo también— debí seccionar en dos entregas.

El Premio de la Ciudad de Holguín, en la época en que Alejandro Querejeta y Julio Méndez lo organizaban (hablo de 1990), con su incursión a la sedante Gibara que, vista desde el mirador, parece una ciudad de artesanía; a la surrealista Casa de Cultura de Velasco; y a otro mirador: el de Mayabe (donde departimos con Pancho, un burro hipertenso que tomaba cerveza y ya debe haber muerto de un infarto) como complementos de los numerosos recitales, conferencias, mesas redondas, y deliberaciones en que participamos, me hizo comprender que un evento literario, sin perder el rigor de su convocatoria cultural, puede constituir también una excelente vía para poner a Cuba delante de los ojos de los cubanos. Holguín, su historia y su vida cultural, el fervor de su público, el apoyo de sus autoridades, desfilaron frente a nuestra admiración de manera ejemplar en aquellos días en que ya se anunciaba la debacle del campo socialista. Tuvimos noticias de las inspiradoras Ediciones Holguín (fundadas en 1986) y del lúcido Ámbito, espacios editoriales de fértiles convocatorias a los cuales concurrían intelectuales de disímiles perfiles profesionales hasta concretar intercambios reflexivos nada complacientes y sí enrumbados hacia la búsqueda de un entorno sumamente enriquecido por las interrogantes. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, he asistido a una premiación literaria capaz de atestar, de bote en bote, el cine más grande de una ciudad nada pequeña. Y hasta hoy, solo en Holguín y entonces, tuve el privilegio de vivirlo.

Nos trataron a cuerpo de rey. Tantas fueron las atenciones y el puntilloso respeto que nos prodigaron los organizadores, que Pablo Armando Fernández, con su entusiasmo candoroso, hizo la declaración más herética que he podido oírle al certificar sus orígenes. Todos sabemos de sobra que el autor de Los niños se despiden se precia, y repite con énfasis en todos los cónclaves: «¡Yo soy de Delicias, yo soy de Delicias..!»; pues mire usted que en aquella ocasión el amigo, totalmente ganado por el ansia de reciprocar tanto cariño, se valió de una frase dicha no sé cuándo por don Miguel Unamuno y terminó declarando: «Yo soy de Holguín, porque Unamuno dijo que uno es de donde hace el bachillerato, y yo el mío lo hice en el instituto de esta ciudad». ¡Cuánto le envidiamos al patriarca el filón que le permitió olvidar por un instante su partida de nacimiento y transmutarse en natural de aquel sitio!

Delfín Prats, Eugenio Marrón, Lourdes González, Manuel García Verdecia, Ronel González (entonces un «pibe» con varios libros publicados, que ponía un gran empeño en «deshacer la décima» antes de hacerla, como después hizo); Jorge Hidalgo Pimentel, Gilberto Seik, Agustín Labrada y muchos otros me pusieron delante, para que aprendiera a respirarla en todo su esplendor, aquella vigorosa «república de las letras» situada en el oriente de Cuba.

De aquellos días quedaron en mi memoria dos epigramas, pues no hay evento literario desarrollado en el interior de Cuba donde falten esas pullas. Las «víctimas» fueron Eugenio Marrón y Ronel González. En el caso de Marrón, se sacaba partido al hecho de que, nativo de Baracoa, se comporta como natural de Holguín. A Ronel, por su parte, se le fustigaba por su hemorrágica precocidad creativa, dado que a sus diecinueve años ya andaba por los cinco libros publicados. Hoy, con treinta y siete cumplidos, su bibliografía rebasa ampliamente la veintena de títulos.

Casi de más está aclarar —pero lo aclaro— que aquellas décimas, como todas las que configuran el que algunos denominan «panteón del cuero literario cubano», en busca de la comicidad, se apoyan más que todo en la hipérbole. La agrupación conocida como Club del Poste muestra una sostenida labor en esa línea. Otras como el Club del Pasto y el Club del Perro (que orina en el Poste), han tenido una existencia más efímera e inconstante, pero nada despreciable. Todas son continuadoras de una tradición heredada del siglo XIX (recordemos a Plácido) que cuenta además con el paradigma de lo que en los años sesentas del pasado siglo hiciera la tropa capitaneada por Wichy Nogueras.

Tras esta aclaración, válida para todas las estrofas que de ahora en lo adelante use, reproduzco las de aquel evento:

La de Marrón:

Aquí vemos a Marrón,
que estudió para holguinero,
y aunque luchó con esmero
no alcanzó la graduación.
Puso fuerza y corazón,
pero no llegó a la meta.
Hoy su dicha no es completa
porque hizo mal los encuadres
cuando el dúo Los Compadres
eran él y Querejeta.

La de Ronel:

Me dijo Ronel un día
después de su libro ochenta:
«Aquí todo el mundo inventa
y yo invento poesía.
Si es buena o es porquería
eso nunca lo sabré;
por lo pronto seguiré
soñando con ser «maceta»
vendiendo a media peseta
la libra de verso en pie».

A Camagüey, la otrora suave comarca de pastores y sombreros fui en varias ocasiones: dos de ellas a servir como jurado en los Encuentros Debates Nacionales de Talleres Literarios: de 1989 y 2000, respectivamente. Allí tuve noticias de un espacio urbano que se disuelve con deleite en sus recovecos y callejones, así como en la intrincada pluralidad intelectual, de altos quilates, que define polos de pensamiento y creación impulsados por escritores de tan notable ejecutoria como: Roberto Méndez, Jesús David Curbelo, Luis Álvarez Álvarez, Rafael Almanza, Alejandro González, Niurkis Pérez, Roberto Manzano, Rómulo Loredo, y otros. En el hotel "Camagüey" primero, y luego en el "Plaza", sedes de los eventos, conversé con todos ellos y también degusté, en 1989, el que acaso fuera el último bistec de palomilla que en varios años sumé a mi torrente sanguíneo.

Me comentaron mis amigos camagüeyanos, en aquella primera ocasión, de sus esfuerzos por revivir la revista Antena, a la cual estuviera vinculado, en su momento, el gran poeta Emilio Ballagas. Supe también por ellos, y por Aurelio Horta y Morbila Fernández, el sueño de echar a andar las ediciones Ácana, entonces poco menos que una utopía. Más tarde, en mi visita de 2000, comprobé que ambos propósitos (revista y editorial), con el arribo de la impresora Risograph constituían realidades más que palpables, donde mucho tuvieron que ver las claridades organizativas e intelectuales del escritor, traductor y editor Jesús David Curbelo, y Araceli (cuyo apellido la memoria me escatima en este instante), directora del Centro Provincial del Libro y la Literatura.

De Camagüey, pese a su coherencia cultural, siempre me llevo la impresión de que el gran empuje de su cultura no se localiza en las instituciones, sino en sus notables individualidades, que conviven (o convivieron hasta hace poco) en un nutriente diferendo de posiciones estéticas, no por contrapuestas de menor altura ninguna, sino todo lo contrario.

De Matanzas y su querido hotel "Guanima" ya he hablado en otros textos, pero si me pidieran nombrar la más sobrecogedora de las muchas veces que lo he visitado escogería, sin vacilación, aquella del año 2000, cuando celebramos el XV aniversario de Ediciones Vigía y, tras uno de los mágicos recitales nocturnos de poesía que transcurrió, apacible, con el cercano influjo del mar como inspiración, gracias al añadido de unos discretos cócteles, la velada derivó en gozadera, y todos empezamos a bailar con eso que llaman «música mecánica». El galardón a la pareja más destacada se lo llevó sin discusión la que formaron ocasionalmente el simpático poeta y ensayista cubano-norteamericano Allan West y esa bella persona que es la poetisa Laura Ruiz. Fueron impecables en la ejecución de una especie de disco-coyunte que nos dejó a todos sin habla ni respiración, solo de verlos. Hoy, cuando lo evoco con más detalle, recuerdo que fue aquel, para todos, un baile sumamente extraño, pues las personas bailaban en pareja, sí, pero sin mirarse unos a otros, como si el que bailaba enfrente fuera invisible. Lo analizo y creo que con ese curioso estilo le escurríamos el bulto a la condición de pareja (de baile) en aras de mantener cada quien, a toda costa, nuestra lobuna integridad intelectual.

Acaso el más pintoresco detalle de aquellas jornadas matanceras fue el nombre con que Luis Lorente (el único «patón» que no bailó) nos bautizara, pues desde aquella noche de pachanga y disipación danzaria, y durante todo el evento, respondimos por una graciosa denominación genérica: «la tropa de Allan West y sus alangüesitos».

La intensa vida literaria cubana, con sus avatares, cumbres, caídas y recovecos está llena de sucesos y anécdotas curiosas. Apenas hablo de algunas que presencié. Ojalá otros, como yo, tengan el cuidado de anotar las que les tocan, para así preservar esa bitácora pintoresca que también configura, como el más acabado poema o el más enjundioso ensayo, nuestra intensa y diversa memoria cultural.

Tomado de Cubaliteraria

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