miércoles, 19 de agosto de 2009

Respiro invariable

Por Bertha María Gómez


Respiro Invariable
, poemario de Odalys Interián Guerra, dado a la luz por la editorial Extramuros en la Feria del Libro 2009, es el asombro de su autora ante la naturaleza
humana que en ocasiones la golpea, a veces le parece irreal y otras es fuego que le abrasa y consume con las más profundas emociones; emociones decantadas en sus versos como para evitar el susto en el lector que termina por hacerse cómplice de aquellas.

Lo onírico y lo real se suceden en este libro donde la espiritualidad poética y la religiosidad de su autora fluyen, turbión incontenible, mostrándonos su génesis. En él se funden en perfecta armonía sueños, esperanzas, vivencias, dolores, alegrías, secretos, desesperación ante situaciones insondables, temores y a veces, por qué no, también la ira.

En Respiro Invariable están los motivos de Odalys Interián, sus aspiraciones, ideales, intereses y convicciones, bien refulgiendo desde el pensamiento que designa y evoca su realidad extralingüística, bien agazapados tras las sutilezas del lenguaje poético. Y son precisamente esos motivos los que han de identificarla con el lector, porque la buena literatura es justo el sitio donde todo es loable y ni siquiera lo desconocido es ajeno cuando se logra la secreta alianza entre autor y lector; muy por el contrario, en ese desconocimiento está el surtidor que los identifica.

La poesía de Odalys, que por momentos parece venir de la fantasmagoría de la irrealidad, es realidad en sí misma y, porque como escribiera nuestro José Martí, a la poesía, que es arte, no vale disculparla con que es patriótica o filosófica, sino que ha de resistir como el bronce y vibrar como la porcelana; los invitamos a leer Respiro Invariable, con la seguridad de que terminarán agradeciendo a la editorial Extramuros por permitirles el encuentro con esta poetisa.

sábado, 15 de agosto de 2009

Alberto Edel Morales
y los mangos del alma


Por Antonio Rodríguez Salvador



Mientras leía
El juego de la memoria (o Bajo el árbol del mango), decimario del poeta Alberto Edel Morales (Cabaiguán, 1961), publicado en este 2009 por la editorial española Benchomo, de pron
to me pregunté si, por casualidad, no había también una ley de Darwin para las palabras.

A lo largo del tiempo, las palabras no han pasado únicamente como viento sonoro por las laringes, son, ¿acaso?, reposterías del paladar: golosina para los oídos, fruto melodioso de las papilas gustativas. Así, la palabra luz es una suerte de chispa monosilábica, casi como la palabra sol al revés, o como decir pan, escuchado el pan como resplandor fragante dentro del horno. Y también fugaces —al tiempo que inmarcesibles— son las palabras arte, paz y pena; una larga lista donde no faltarían otras como vida, sueño, fe, amor y poesía.

Palabras punzantes y filosas como dagas, o quién sabe si en vez de daga deberíamos decir puñal: palabra que, por alguna misteriosa razón, se clava más fácil en el oído.

En cambio, las palabras compuestas son como los dinosaurios: grandes, escasas de luces, cuerpos para la extinción. Podemos hacer poesía con la palabra frac, pero dudo que hallemos inspiración en la frase “de traje y corbata”. Así, no es lo mismo decir armario que guardarropa; ni salvación —o resguardo—, que “cinturón de seguridad”.

Y dentro de la U habita el miedo. Por ejemplo, la U que acecha dentro de la palabra muerte, o esa, oscura —tal vez arcana— dentro de la palabra búho —una U por demás con tilde—; y también en ulular —como los cipreses del camposanto— o en úlcera y purgante, o doblemente en las palabras túmulo, tumulto, suburbio, pústula, súcubo y ultratumba.

Arthur Rimbaud definió colores para las vocales: La A es negra; la E, blanca; la I, roja; la O, azul, y la U, verde. De este modo pudiese parecer extraño que la palabra lúgubre subraye en su prosodia un color que los arquetipos asignan a la esperanza. Rimbaud era un poeta “diabólico”, pero si nos atenemos a un poeta “casto” como Borges, vemos que al respecto escribió: Defiéndeme de ser el que ya he sido, / el que ya he sido irreparablemente. / No de la espada o de la roja lanza/ defiéndeme, sino de la esperanza.

Apelando a matices distintos, J. R. Tolkien puso nombres a sus personajes. Por ejemplo, en El señor de los anillos las razas de los “buenos” suelen tener nombres que incluyen “ies”, pero estos no son rojos, según la clasificación propuesta por Rimbaud, sino amarillos: como silbos de canarios, como rayitos de sol, como el tintinear de monedas de oro: hobbits, peredhil, rohirrim, maiar, dúnedain…; en cambio, en los “malos” predomina la oscuridad de las “úes” y las “oes”: Gollum, Nazgul, Sarumán, Mordor, orcos...

Pero la U, combinada con I, no suena mal: música, túnica, minuto, pubis. O sea, que en el mundo de las palabras —a diferencia de lo que comúnmente sucede en el mundo real— con la alegría de la I se consigue neutralizar la pavura de la U. Recuerdo un poema de José Pérez Olivares en el que este se deja seducir por la palabra lapislázuli. Y, ciertamente, es lapislázuli una palabra que sugiere mucho más que su real significado, algo que también sucede con la palabra miosotis: donde la O se lleva muy bien con la I, tal como vemos en las palabras mito, molino y clítoris. Sin embargo, el matrimonio de la O con la A no ejerce igual atractivo: de pronto recuerdo las palabras trasgo, horca, pato, bota y conga.

Hace algún tiempo, el poeta Roberto Manzano le comentó a Alberto Edel Morales que la palabra mango no gozaba de dones poéticos. Degustada como fruta, el mango es dulce, y, sin embargo, como palabra, deja en el oído un regusto ácido, sobre todo si la vemos incluida en un poema. Y, ciertamente, parece ser que habita en ella una suerte de “oruga ontológica” que le consume su pulpa semántica.

Pero no toda su pulpa. Por ejemplo, si atendemos al frenesí amoroso de Madame Bovary, o Ana Karénina, pudiera parecer lógico que suspirasen al escuchar en boca del amado la palabra lapislázuli. Sin embargo, quién podría imaginarlas expresando igual pasión ante la exótica fragancia de un mango.

Miremos, en cambio, hacia otro par de alucinados: José K. y don Quijote. Caramba, si me parece ver cómo don Quijote, en las bodas de Camacho, de pronto pasa sin mirar los torreznos asados, los quesos manchegos, los jamones de Rute, y con el rostro súbitamente iluminado, va derecho a probar una tajadita de mango biscochuelo. Quizá por ello advierte Alberto Edel Morales: En la flor o el fruto/ fresco/ del mango/ en la primavera/ está la verdad entera de este mundo/ quijotesco.

En fin, parece ser que al mango le va mal con los lúcidos enajenados; pero no con los enajenados lúcidos: supongo que esto ocurra porque los fuegos de Madame Bovary y Ana Karénina hacen pasto del corazón; mientras los de José K. y don Quijote arden en la memoria; en el entendimiento.

Por fortuna, la objeción de Roberto Manzano no impidió que Alberto Edel Morales escogiera al árbol del mango como leitmotiv de su poemario. Quizá el título de otro libro suyo, Lejos de la corriente, aporte la clave de tal rebeldía; o sea, parece que le va en los genes esta marcha que, con El juego de la memoria (o Bajo el árbol del mango), emprende contra los algarrobos, los flamboyanes, los ciruelos, las palmas reales y demás árboles de tradicional alto ranking en la décima cubana.

Pero reducir el mango a la obediencia poética no es tarea sencilla. Desde sus orígenes, la décima cubana se ha enfrascado en una guerra fratricida, a favor y en contra de ella misma, en donde ha resultado vencedora al tiempo que víctima. Su brega por aplatanarse, amén del permanente debate entre lo “culto” y lo “popular”, ciertamente le granjearon los favores del público —más aún, la convirtieron en estrofa criolla por antonomasia— pero este hecho, asimismo, también la condenó a sufrir una esclavitud argumental, y por tanto expresiva, de la que enteramente no ha conseguido zafarse. Percibo que, de algún modo, todavía no puede tañer la misma cuerda —estética y ontológicamente hablando— que el resto de la poesía cubana contemporánea.

Con Agustín Pobeda y Nápoles Fajardo, la décima debió cargar la cruz del guajiro; después, Luaces, Mendive y Fornaris la cedieron espiritualmente al siboney, y, a tono con estos avatares, siempre marchó por una ruta paralela a los diversos y sucesivos movimientos que dominaron el entorno poético de la isla: neoclasicismo, romanticismo, regionalismo americano, modernismo, las vanguardias, coloquialismo, etc. Mientras la décima era cantada, o declamada; leída también, pero siempre con el oído alerta; la “otra poesía” entraba al entendimiento fundamentalmente por vías del “sordo” hecho escritural. O sea, y volviendo a Darwin, la décima asistió a su evolución, pero sin apenas salirse de sus islas Galápagos.

Solo en muy reciente época fue que poetas como Ronel González, Carlos Esquivel, José Luis Serrano, Pedro Péglez, Jesús David Curbelo, el propio Roberto Manzano, entre otros, consiguieron aportarle “genes frescos”, para así desviarla —no poco— de su oralidad vernácula. Sin embargo, todavía perdura en ella cierto estigma que cuatro siglos atrás le pregonara Lope de Vega: “es una estrofa ideal para contar penas”. Naturalmente, al respecto no podríamos olvidar un libro como Alrededor del punto, de Adolfo Martí Fuentes, el más sonado sabotaje a la tradición que la décima cubana recuerde. Sin embargo, pienso que las aportaciones de esta obra apuntan mucho más a lo formal, que a la sustancia poética.

Pero volvamos al mango, de quien ya vimos que no se le dan muy bien las cuitas. En el idioma, la tradición afirma que las palabras pueden ser dulces o acres; lisas o ásperas; musicales o altisonantes, y realmente no sé si en esa sinestesia loca tenga algo que ver el hecho de que el mango sea una palabra casi homófona de tango y mambo —el primero, un ritmo marcial; el segundo, epiléptico—; pero lo cierto es que con los dolores del mango resulta casi imposible componer una balada. De cómo la oreja todavía juega un papel importante en la escritura, pongo otros ejemplos: coco, zapote y melón, son también palabras que se resisten a ser “sublimadas” en la poesía, y, sin embargo, esto no pasa con sus sinónimos: copra, mamey y sandía.

El poeta Alberto Edel tiene apellido frutal: Morales. De esta manera se llama a los campos de moras; y lo mismo pasa con su colega Roberto, cuyo apellido es también recurrente en la poesía: Manzano. Ambas palabras incluyen la combinación O-A; pero quizá la sílaba añadida —algo que nos llega del dáctilo y el troqueo clásico— las salva de sufrir la mala suerte del mango. Por cierto, que antes ya mencioné a otro poeta “frutal”: Pepe Olivares; pero la palabra olivares —que significa campos de aceitunas— escapa a cualquier clasificación, en tanto incluye todas las vocales: recordemos que en la prehistoria de nuestro idioma, la U se escribía como V.

En cualquier caso, resulta admirable el hecho de que con solo una combinación de vocales, o cambiando una palabra por su sinónimo, uno pueda ir del espíritu a la tentación. Esto, sin embargo, no podemos lograrlo con el mango. En su expresión frutal, la palabra no tiene sinónimos; por demás, su árbol carga con la fatalidad de las palabras compuestas: “árbol del mango”. No es como el ciruelo, no es como el flamboyán; no hay un árbol que por ejemplo se llame manguero: para más desgracia, manguero significa regador, quien chorrea agua con la manguera.

Algo peor le sucede al aguacate, fruta a la que resulta mucho más arduo escribirle una elegía. Y esto pasa no solo porque en la palabra molesta un tanto su ráfaga de “aes”, sino también porque algo de industria emana de su condición. Los que nos criamos en el campo sabemos que, sin padecer angustias morales, uno podía robar un níspero de cualquier finca; en cambio, no había igual miramiento cuando lo hurtado era un pepino. El níspero es un fruto silvestre —lo mismo que el alma, tiene origen en la creación divina—; pero el pepino es un fruto del trabajo, —y por tanto se logra con intervención del cuerpo. Es por eso que, aunque ambas palabras contengan las mismas vocales, tal vez podamos escribir una oda al níspero, pero jamás al pepino.

En fin, imaginemos, y con el perdón sea dicho, que los apellidos de Alberto Edel y Roberto, no fuesen Morales y Manzano respectivamente, sino Mango. ¿Quién sabe si serían otras personas? Puede que no fueran poetas, o quizá lo fueran con seudónimo: ya sabemos, por ejemplo, que no es lo mismo llamarse Samuel Langhorne Clemens, que Mark Twain; o Lucila Godoy Alcayaga, que Gabriela Mistral. Por cierto, que El juego de la memoria (o Bajo el árbol del mango), no fue firmado por el autor con su nombre real, sino bajo el seudónimo de Albem Fuentes.

El tema es arduo, y, veamos, con apenas introducir en este texto la palabra mango, lo que venía resultando circunspecto, de pronto ha girado un tanto hacia lo cómico. Es lo que sucede cuando hacemos un brusco tránsito del alma al cuerpo: por ejemplo, si al despedir un duelo, y estando todos los dolientes frente al féretro, de pronto decimos: “El finado era virtuoso y rollizo”. O sea, que la palabra mango no parece pertenecer a los asuntos del alma: ya vimos cómo no concuerda con los suspiros de Madame Bobary y Ana Karénina; sino más bien a los asuntos del cuerpo: tanto José K. como don Quijote parecen sufrir dolor, pero no pena.

Mediante estos tránsitos del alma al cuerpo, funcionaba la dialéctica teatral de Jerzy Grotowski: primero sobreviene la apoteosis, y después el escarnio. Pero Grotowski procuraba evitar cualquier representación que dirigiese la mirada hacia lo caricaturesco o maniqueo. La gran tarea era conseguir un presente ausente; la elevación del actor a la categoría de chamán, de modo que con el tratamiento, digamos homeopático —donde las experiencias personales son las que intentan explicar el arquetipo colectivo— se consiga convertir en concreta la sustancia abstracta de los mitos, privándola así de su esencia suprahumana.

Desde luego, el asunto es más complejo de lo que a primera vista parece. Poéticamente hablando, y volviendo al aguacate y al pepino, por obra y gracia de ciertos arquetipos colectivos, a ambas palabras les emana de su significado algo de gula, uno de los siete pecados capitales. Expliquemos esto por el reverso. Digamos que se puede escribir un poema erótico usando como recurso la mesa; en ella podría haber pan y vino —la carne y la sangre de Cristo—; pero si le incluimos pepinos y aguacates, con esta súbita referencia al cuerpo, en vez de amor puede que estemos expresando lujuria: otro de los pecados capitales.

De modo que los mitos y los arquetipos juegan también un importante papel en la magnitud de la palabra. Así, a la mesa erótica quizá podríamos agregarle faisanes y perdices —comida de reyes—; aderezarla con hojitas de laurel —el árbol de los vencedores—; y, desde luego, con pimienta y clavo de olor— especias que remiten a los misterios de Marco Polo y Scherezada… Pero aquí no pierdo oportunidad de mostrar asombro: vean ustedes cómo —a pesar de Madame Bovary, o Ana Karenina— y sin que se pierda un ápice de espiritualidad, a esa mesa se le pudiera agregar la dulzura del mango. O sea, que si bien el mango es fruta del cuerpo, parece que gracias a su condición de aperitivo —piscolabis hubiera dicho Lezama— nunca resultó manchada por el pecado original.

Y entonces ¿de dónde provine el prejuicio contra la palabra? ¿Acaso el mango no es también fruta silvestre, de las que siempre fue posible robar? Parece que solo de un sonido que recuerda al tambor. Pero ¿son acaso los acordes de violín o flautas como el de la palabra lapislázuli, o miosotis, o ciruelo, los que deben dominar la estructura melódica de la décima? ¿No es el mango familia de otros sonidos como sóngoro cosongo, negro bembón, o tanto tren, trascendentes en la poesía social cubana? ¿Y por casualidad la décima no se ampara en ese mismo origen humilde? ¿Y no es también base importante del son cubano? En fin, demasiadas preguntas que requerirían un ensayo aparte. Pero al final parece que la décima cubana sigue presa de una tradición oral que, sin embargo, no las consigue todas con sus propias raíces.

En cualquier caso, dura será todavía la tarea de hacer que la décima se convierta en chamán, para librarse totalmente de la carga que suponen los mitos, y no seguir olvidando esencias vitales sobre todo cuando estas esencias vitales se friccionan con algunas esencias “divinas”. Esto es lo que nos propone Alberto Edel Morales con El juego… Más que divertimento iconoclasta, procurar que el hombre sea por fin el enviado de sí mismo: mito y salvador de sí mismo. Y tanto como hizo Adolfo Martí Fuentes con su Alrededor del punto, también un intento de desarmar la décima para volver a componerla, pero ahora alisándole ciertas “jorobas psíquicas”: entre ellas su retórica musical, entendida como joroba también la de aquellos (…) héroes de tantas flautas que/ escuchas sonar, incautas, / después de los años ceros…

Las arduas cacofonías que tanto inquietaron a Flaubert solo son supersticiones visuales, dijo Borges quizá como un reproche a Madame Bovary, y por lo pronto ya me estoy quedando con este mango grotowskiano que nos propone Alberto Edel Morales. Un mango que también se me antoja tolstoiano, a pesar de Ana Karénina, porque en lo universal recuerda a mi aldea:


Estaba leyendo a Brecht
bajo el mango florecido
como el manzano parido
junto al convento de Echt.

Y Elisa Bachofen-Echt
(a quien Gustav Klimt pintaba)
en su retrato miraba
de sombras un gran abismo:
Esos años del fascismo
donde Edith Stein rezaba.



Versión original, mediante el siguiente enlace, en Cubaliteraria.


miércoles, 12 de agosto de 2009

Fidel en la voz de los poetas

Por Juan Carlos García Guridi

Muchos son los poetas que se han inspirado en el líder histórico de la Revolución Cubana. Aquí nuestra intención no es enumerarlos, sencillamente pretendemos que justo cuando se conmemoran cincuenta años del Primero de Enero de 1959 y el cumpleaños 83 de Fidel, los lectores se formen una idea de la admiración que ha merecido el Comandante en Jefe, desde tiempo antes –inclusive– de la significativa fecha del triunfo revolucionario.

Hay quienes pudieran preguntarse: ¿cuál fue el primer poeta que lo hizo? ¿La respuesta? Tampoco pretendemos darla. No obstante todo parece indicar que fue Alberto Bayo Giraud, un camagüeyano, hijo de español, que llegó a General en la península ibérica defendiendo la causa republicana, contribuyó en México a la preparación militar de los futuros expedicionarios del Granma y fue investido más tarde con los honores de Comandante del Ejército Rebelde.

Su poema, escrito en marzo de 1956 y sobre la base de pareados endecasílabos, se titula A Fidel Castro. Cuatro meses después Ernesto Che Guevara le dedicaría su notable Canto a Fidel Castro.

A estos les sucederían el habanero Francisco Riverón Hernández y la matancera Carilda Oliver Labra, ambos con sendos conjuntos de espinelas. Riverón concibe Gracias, Fidel, siete sentidas décimas a propósito del desembarco; mientras Carilda compone en marzo de 1957 su Canto a Fidel, el más popular de cuantos se han escrito.

Otros adelantados fueron Pura del Prado, Rosita Arango y el origenista Justo Rodríguez Santos. Pura combina cuartetos alejandrinos y endecasílabos para concluir con diez décimas de aliento popular. La menos conocida Rosita Arango en el volumen Ocho cantos para un grito da a conocer los textos Nueva vendimia e Y se llama Fidel, el primero en cuartetos endecasílabos asonantados y el segundo en versos libres, poema que fue dicho en la voz de la autora antes de 1959 por Radio Rebelde bajo el pseudónimo de PCA, que significaba Por Cuba Adelante o Poetisa Cubana Anónima. Justo Rodríguez Santos le dedica cuatro poemas: El abogado desconocido, En el rumor del huracán vecino, Los cien años de Martí y No hay mal que por bien no venga, todos a la manera de los Versos Libres de nuestro Héroe Nacional; estructura “imitada” por el chileno Pablo Neruda en sus versos A Fidel Castro.

Otros poetas de mayor o menor reconocimiento, así como de diferente época honran al Comandante. Desde Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Ángel Augier, Raúl Ferrer, Mirta Aguirre, Roberto Branly, Alberto Serret, Luis Beiro Álvarez, Adolfo Martí Fuentes, Juan Jesús Cisneros, Nancy Morejón, Martha Pérez Leyva, Margarita Carvajal Pradas, Virgilio López Lemus, Waldo González López, Fermín Carlos Díaz, David Chericián, César López y Enrique Sacerio-Garí hasta los más jóvenes José Manuel Espino Ortega o Antonio Guerrero Rodríguez, uno de los cinco hermanos injustamente prisioneros en cárceles del imperio, quien desde su celda, en agosto del 2005 le dedica a Fidel unas décimas en ocasión de su cumpleaños 79. Todo esto sin olvidar que poetas de la jerarquía de José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Severo Sarduy, Roberto Fernández Retamar y Miguel Barnet se valen de la prosa para referírsele.

Pudiera llamarles la atención que no hayamos mencionado a Jesús Orta Ruiz. Y es que El Indio Naborí merece un aparte por haber sido el poeta que más reiteradamente y en estructuras más variadas les rindiera tributo tanto a la Revolución como a su guía.

En cuanto a los cantores provenientes de la llamada línea de la poesía popular pudiéramos citar –para no hacer la lista interminable– a Justo Vega, Rafael Rubiera, Joaquín Rieumont Pérez, Pedro Guerra, Angelito Valiente, Jorge Manuel Quesada, Cheo Álvarez (El trovador caonero), Francisco Echazábal (Frankestein), José Irene Valdés, Artemio Fernández Padrón, Bernardo Cárdenas Ríos, René Fuentes Cintado, Orlando Parra Sosa, Héctor Gutiérrez Jiménez y Francisco Pereira (Chanchito), protagonista este último, en Islas Canarias, 1994, de una singularísima anécdota, que por razones de espacio no reproducimos.

Ya en el caso de los escritores extranjeros hay que decir que el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada no ha sido el único “grande” que ha patentizado la talla universal de nuestro líder. También lo han hecho los españoles Rafael Alberti, Blas de Otero y Gabriel Celaya, eso sin descontar a Carlos Álvarez, Ángel Santiago, Jesús López Pacheco, Santiago Puga, Aquilino Duque o Lauro Olmo; al venezolano Aquiles Nazoa, el brasileño Thiago de Mello, o el paraguayo Elvio Romero, entre muchísimos otros.


jueves, 6 de agosto de 2009

Un nido
en las trampas
de Aliblanco

Por Andrea García Molina



La literatura para niños y jóvenes tiene estructuraciones básicas que implican fraseo, percepción y un lenguaje donde los engarces lingüísticos se adecuan a los requerimientos del género.

A finales de los años 80 y buena parte de la década del 90, se hicieron visibles síntomas enfermizos dentro de estas propuestas, como consecuencia de rompimientos estilísticos y la lenta visualización de patrones, que iban estableciendo un nuevo receptor, devenido de las transformaciones sociales producidas en el país.

Fue precisamente en este periodo que afloraron a nuestras editoriales narraciones minusválidas y poemarios esmirriados, donde los diminutivos y la banalidad (con sus excepciones -por supuesto-) estaban al orden del día.

He querido señalar estas fluctuaciones para mostrarles, en el distanciamiento de las épocas, la otra cara de la moneda, y me estoy refiriendo a la obra que en referencia a esta literatura ha eslabonado Raúl Hernández Ortega.

Un nido en el sombrero, Aliblanco y La trampa del tomeguín, son tres de los libros que, para bien de los que amamos la literatura, ha publicado el autor ariguanabense. Como una constante en su obra está el refinamiento, de una factura en total reconcilio con el lirismo.

Raúl elude los viejos conceptos de escribir con un niño adentro, y en su lugar vivencia y disfruta historias que nunca están preconcebidas, sino que, por el contrario, armonizan un discurso coherente con presupuestos de una inmaculada organicidad, lo que le permite no solo escribir para el niño, sino que, a su vez, logra incluir al adulto que convive con los pequeños.

El rasgo más notorio en la obra de Hernández Ortega, y lo que devela su talento y especificidad, es su capacidad de construir imágenes ópticas, a partir de lo que nos cuenta; cómo se las ingenia para que el lector obtenga una demarcación espacial a partir de cada uno de sus fonemas narrativos y, sobre todo, la ternura implícita y emparentada con una atmósfera, que yo bautizaría como carisma literario.

En Aliblanco encontramos las vivencias de un niño, que no se nos presentan en blanco y negro, sino con todos los matices de la vida, motivaciones, insatisfacciones, alegrías; y sobre todo, crecimiento humano.

En La trampa del tomeguín, las asociaciones de arribo y las terminaciones cronológicas se entremezclan con la picaresca, mientras que Un nido en el sombrero, regodea la magia de los pueblos, la campiña cubana, la transición de los adolescentes que descubren sentimientos nuevos y toda la plenitud de la poética eslabonada en el texto.

Por todos estos atributos, Raúl Hernández Ortega se ha convertido en una de las figuras más representativas del género en La Habana, alguien que tiene mucho para decir a los niños cubanos.

Decía Eliseo Diego "que nadie nace en un sitio determinado por azar, sino para dejar testimonio de ello". Debe ser por eso que Raulito nació allí, donde hay un río.


De imágenes revestido
En la pureza de un niño
Todo de blanco en el guiño
De la mañana y el nido.
Casi breve, consentido
Con patinetas y nabos,
Todo de luz, isla, cabo
Heraldo de los empeños
Para custodiar los sueños
Junto al río Ariguanabo.



Versión original en el periódico El habanero.


miércoles, 5 de agosto de 2009


José Joaquín Palma:

El poeta que supo
amar y con
sus versos encantar
a un continente


Por
Roberto Cifuentes E.
Coordinador de
Guatemala en décimas



José Joaquín Palma, uno de los grandes poetas que supo amar, supo cantar. Con sus versos encantó a un continente. Peregrino por la libertad, fue ofreciendo palmas de heroísmo y rosas de galantería.

En San Salvador de Bayamo, el día 11 de septiembre de 1844, nació José Joaquín Palma, en una modesta casa situada en la calle de San Vicente Ferrer, contigua al extinto convento de Santo Domingo. A los veinte años, Palma salió del colegio, se ocupó en el periodismo y junto con Francisco Maceo Osorio, publicaron La Regeneración, donde dio a conocer sus primeros ensayos poéticos.

Palma fue regidor del Ayuntamiento libre de Bayamo y suscribió con Ramón Céspedes Barreno la moción que reclamaba la abolición de la esclavitud en Cuba.

La vida de Palma en la revolución le acerca a Céspedes. Es su ayudante de campo, su hombre de confianza. En la contienda no pierde Palma su vocación nativa por la poesía. En 1873 sale de Cuba. Va primero a Jamaica, más tarde a Nueva York, posteriormente a América Central.

Ya aquí Palma hizo de Guatemala “su segunda patria, aquí formó su hogar, disertó en la cátedra y encontró sus mejores amigos”. Aquí también, un dos de agosto de 1911 se marchó a la eternidad musitando las palabras de Martí: “Lejos nos lleva el duelo de la patria: apenas si, de tanto sufrir, nos queda ya en el pecho fuego para calentar a nuestra mujer y nuestros hijos. Pero puesto que la poesía ungió tus labios con las mieles del verso, canta, amigo mío”.

El poeta de Bayamo tenía aptitudes para cultivar diversos géneros de poesía, pero la lírica lo hace sobresalir, con la música de sus versos, penetrados de dulcísima melancolía:


¡Angélica, si el alma herida
ya por la vejez odiosa,
volver pudiera a la hermosa
primavera de la vida!
Si de la ilusión perdida
me reanima el calor;
si el oleaje del dolor
tan rudo no me batiera,
yo de tu hermosura fuera
caballero y trovador.

¡Cómo en mis fábulas bellas
te revelara cantando
lo que se dicen temblando
las flores y las estrellas!
Las misteriosas querellas
que en lánguido suspirar
riega la brisa al pasar;
¡y te fingiera en mi anhelo
mucho del azul del cielo,
mucho del azul del mar!

Yo te hablara en mis canciones
de fantásticos jardines,
de gallardos paladines
y de góticos salones:
te contara tradiciones
de países extranjeros.
Te fingiera los primeros
suspiros, las ansias vivas,
de castellanas cautivas
por ingratos caballeros.

¡Pero el otoño me hiere
y es infecunda la idea,
el pensamiento no crea
y hasta el corazón se muere!
Al espíritu se adhiere
profunda melancolía;
no vuela la fantasía,
que en este mar sin aurora
pliega sus alas y llora
el ángel de la poesía.


Estos versos fueron dedicados a Angélica Bethancourt. El poema tiene siete décimas, por razones de espacio sólo se incluyen 4. Palma también galanteaba a Guatemala, identificado con ella, quizás a falta de la propia, nos dejó escrita la letra de nuestro Himno Nacional, además de poemas alusivos a nuestros conflictos y a nuestras esperanzas, así como su agradecimiento a la hospitalidad guatemalteca:


A impulsos de los azares
que me lanzan a occidente,
yo he venido del oriente
con mi lira y mis cantares.
Al calor de estos hogares
revive la inspiración,
vuela la imaginación,
y tornan en dulce calma
las esperanzas del alma
y la fe del corazón.

¿Quién soy?... átomo liviano
que va por el mundo errante,
un oscuro y delirante
trovador republicano:
¿qué busco? un soto lejano
en que poder descansar:
¡qué quiero? ¡Sentir y amar!
y aquí lo haré, pues contemplo,
de la libertad el templo,
de la justicia el altar.

¡Oh!, qué cuadro tan hermoso
ver un pueblo congregado
celebrando entusiasmado
su nacimiento dichoso!
Ante el símbolo glorioso
de su heroica redención,
ante la potente acción
que le hace andar adelante,
yo coloco en este instante
el alma y el corazón.

¡Oh, Guatemala!, ¡te vi,
y al verte de luz vestida,
yo respiré con tu vida,
con tu corazón sentí!
Tus aplausos recibí
en mágicos embelesos;
aquí los conservo impresos,
y unidos a mis canciones
por los blandos eslabones
de una cadena de besos.

¡Guatemala!, ¡es este día
luz y emblema de tu gloria,
que así lo escribió la historia
y lo aclama la poesía!
Con tu indomable energía
de ardiente republicana,
con tu aliento de espartana
y con tu constancia extrema,
te has ceñido la diadema
de señora y soberana.

¡Guatemala!, tu hermosura
tiene al cielo enamorado,
él de flores ha bordado
tu soberbia vestidura:
dio a tus brisas la dulzura
del arpado ruiseñor,
y pareces al cantor
una sirena dormida
en el aire sostenida
por los genios del amor.


Esos cantos fueron escritos el 15 de septiembre de 1875 y dedicados a Guatemala. Aquí solamente he copiado seis de las diez décimas del poema. Palma también era excelente improvisador y así quedó demostrado en una velada lírico-literaria dedicada al doctor Marco Aurelio Soto, presidente de Honduras, quien estaba de visita en Guatemala.

Esa velada fue celebrada en el llamado Teatro Nacional (después llamado Teatro Colón) durante la época del general Justo Rufino Barrios.

El escritor nacional Rafael Spinola dejó anotado que “cuando le tocó a Palma decir una poesía, siendo de tal dulzura y de tan magistral la manera de recitarlos, que una tempestad de aplausos fue la ovación que el poeta recibió al concluir. Palma tuvo que presentarse repetidas veces al proscenio para agradecer al público”.

Para agradecer esa espontánea manifestación, Palma, después de meditar breves momentos, exaltada su imaginación improvisó estas décimas:


“¡Las mujeres son tan bellas!
las formaron los amores
de la esencia de las flores
y la luz de las estrellas.
Donde están inspiran ellas
sueños de dulces placeres;
que derraman estos versos
gracias, ternura y fragancia,
pero… tienen la constancia
prendida con alfileres.

¿Quién no cura sus enojos;
quién no olvida sus agravios
viendo el coral de sus labios,
viendo el cielo de sus ojos?
Ellas transforman abrojos
en perfumados rosales,
tristeza en festivales
y… son sus bocas purpurinas
unas máquinas divinas
de mentiras celestiales.

Aquí se aduermen pesares,
aquí se sueñan amores,
en esta noche de flores,
de música y cantares.
Esas gracias singulares
que aquí lucen su esplendor,
reciban con el amor
más respetuoso y sincero
aplausos del caballero
y versos del trovador.”


Afortunadamente, esas tres décimas fueron copiadas por algún taquígrafo presente en dicha velada lírico-literaria. Luego, esos versos circularon en los periódicos de la época. Palma escribió estas décimas en honor al doctor Marco Aurelio Soto:


Hace cinco primaveras
que cual un alción marino,
en alas del torbellino
yo visité estas riberas.
Entonces las santas fieras
de una noble indignación
me daban inspiración,
y en mi alma se retorcían
y feroces me mordían
las fibras del corazón.

Entonces con ansiedad
y apoyado en la arpa mía
la América recorría
sediento de libertad.
Concordia y fraternidad
predicando en santo ardor,
llegué a esta tierra de amor
que tanta hermosura encierra,
para hacerme de esta tierra
caballero y trovador.

¡Oh, Guatemala! te vi
y al consagrarte mi acento
yo respiré con tu aliento,
con tu corazón sentí.
Tus aplausos recibí
en mágicos embelesos;
aquí los conservo impresos
ligados a mis canciones,
por los dulces eslabones
de una cadena de besos.

Bordan tu lujosa falda
que sostienen las huríes,
mariposas carmesíes
y quetzales de esmeralda.
La primavera enguirnalda
tu frente con azahares
y tus genios tutelares
forman rutilantes, bellas,
de tus sonrisas, estrellas,
de tus suspiros, cantares.

Tus mujeres me parecen
blancas, vaporosas hadas,
que sobre nubes rosadas
soñando amores se mecen.
Estrellas que resplandecen
a través de níveo velo,
jazmines del patrio suelo,
aves de pintadas plumas,
lirios formados de espumas
bañados en luz del cielo.

Su acento sabe imitar
la conversación que a solas
forman temblando las olas
con las espumas del mar.
Hay en su dulce mirar
del astro la irradiación;
cual entreabierto botón
su boca ostenta sonrisas;
en su aliento el de las brisas;
del ángel, su corazón.

El presidente de Honduras
me dice fino y cortés,
que eche flores a los pies
de estas hermosas criaturas.
Son flores frescas y puras
de aquellas verdes sabanas,
por eso en ansias ufanas
formo guirnaldas risueñas
de azucenas hondureñas
y margaritas cubanas.

¡Me dice que mi laúd,
siempre de ficción desnudo,
consagro un ¡hurra!, un saludo
a esta noble juventud:
Que su eterna gratitud
será la viva expresión
que da en cambio a esta ovación;
que repita en mis cantares
que al dejar estos hogares,
aquí deja el corazón!


Posteriormente, Palma escribe versos de dolor ante tanta lágrima cubana por el fusilamiento de estudiantes de medicina en La Habana:


Cuando protervia homicida
bate sus palmas triunfales;
cuando rugen los pujantes
huracanes de la vida;
cuando cae la fe vencida
al soplo de la impiedad;
cuando la odiosa maldad
empapa la tierra en llanto,
debe el bardo con su canto
consolar la humanidad.

Pero las canciones mías
inspiradas en un crimen,
no gemirán como gimen
los trenos de Jeremías.
Serán canciones sombrías,
más llenas de patrio anhelo,
y pedirán por consuelo
entre el fragor de la guerra,
la venganza de la tierra
y la justicia del cielo.

¡Qué cuadro…! Tiembla de horror
a su recuerdo La Habana.
¡Nunca
la conciencia humana
fue presa de más pavor!,
llora aquí, ante el opresor,
un niño de espanto lleno;
sueña allí el cantar obsceno
de los ministros del crimen,
mientras las madres oprimen
sus hijos contra su seno.

Allá, la cárcel sombría,
do la niñez yace inerte;
más allá, voces de muerte
en salvaje gritería:
quejas de amarga agonía
llevan las auras livianas,
mientras responden ufanas,
en mar de sangrientas olas,
carcajadas españolas
a las lágrimas cubanas.

Entre la horrenda explosión
de aquella hecatombe impía,
se oyó un tierno: ¡Madre mía…!
¡Hijo de mi corazón…!
Una postrer conmoción
de afectos tan soberanos,
fue ahogada por los villanos
aplausos de la victoria…
¡Que así se cubren de gloria
los leones castellanos!

¿Esos que tintos están
en sangre inocente, son
los hidalgos de Aragón,
los caballeros de Orán?
¡Con qué arrogancia van
al son de sus atambores!
¡Cómo demandan loores
belicosos y arrogantes!
¡Ocultad a los infantes,
que pasan los vencedores!

Desque recibió esa herida
la odalisca de Occidente,
lleva el pesar en la frente
y la clámide caída.
Su mirada entristecida
tiembla entre lágrimas bellas;
melancólicas querellas
derrama, con penas sumas,
sobre su trono de espumas,
bajo su dosel de estrellas.

Ya no la aduermen sus mares
con festivo movimiento,
ni besa cantando el viento
su melena de palmares.
Sus floridos limonares
melancólicos levantan
quejas, que el alma quebrantan;
ayes que el seno destrozan,
y parece que sollozan
sus pájaros cuando cantan.

Mas… ¿qué importa sus prolijos
dolores? ¡Qué los tormentos
de los cadalsos sangrientos
en que sucumben sus hijos;
si allá, con los ojos fijos
en el cielo americano,
combaten con fiera mano,
llevando en su alma de fuego,
con el espíritu griego,
todo el aliento romano?

¡Dormid!, dormid y esperad!
pues cuando extienda en su cielo,
como un palio de consuelo
su mano, la libertad;
cuando la odiosa maldad
rompa sus puñales crueles,
tendrá Cuba en sus vergeles,
entre palmas y cantares,
para los muertos, altares…
para los vivos, laureles…


No deben quedar en el olvido las décimas recitadas en el Teatro Colón por M. Ariza P., con motivo del estreno del Himno Nacional de Guatemala, la víspera de inaugurarse una Exposición Centroamericana.


¡Mañana…! cuando la aurora
abra las puertas al día,
y el ave vierta armonía
de su garganta sonora,
nuestra enseña redentora
dará al viento su hermosura,
¡ella!, que por ser más pura
y honrar más al patrio suelo,
le robó su azul al cielo
y a la nieve su blancura.

¡Oh dulce patria!, mañana
serás de grandeza ejemplo,
abriéndole un nuevo templo
a la industria americana:
donde en liza soberana
el ingenio se enaltece,
donde todo resplandece
en lazo estrecho y sublime,
desde el libro que redime
hasta el lienzo que ennoblece.

Y ¡cuán bello será ver
de nuestra fecunda tierra
las fuerzas vivas que encierra
de riqueza y de poder!
Allí el arte, allí el saber
de la ciencia vencedora;
allí, en lid arrobadora
Ceres, con granos opimos,
Pomona con sus racimos
y con sus guirnaldas Flora…

En esta noche inmortal
aquí el pueblo se congrega
a las notas, su alma entrega,
de nuestro Himno Nacional;
El será el numen triunfal
que ilustrará nuestra historia,
él nos guiará a la victoria,
al volar de cumbre en cumbre,
gritando a la muchedumbre
¡por la patria y por la gloria!

Mañana, si a sus legiones
él llamara en son de guerra,
ensordeciendo la sierra,
inflando corazones;
a los penetrantes sones
de la voz arrebatada
de su inspiración sagrada,
nuestros padres se alzarían
y sus tumbas romperían
para ceñirse la espada.

Y fe en París… y en lejanos
lustros de guerra… Y ¿luego?...
un hombre ardiendo en el fuego
de los principios humanos
hizo versos soberanos
con tonos abrasadores,
y a sus ecos tronadores
las masas en ira hervían,
y las cabezas caían
de monarcas y traidores.

¿Qué es un himno?... una canción
que condensa libre y fiera,
el amor, el alma entera
de un pueblo, de una nación;
es justicia, es redención,
cuando canta la igualdad,
es viento de tempestad
en que los héroes se encienden,
cuando iracundos defienden
su tierra y su libertad.

¡Guatemala!, entre laureles
alzas la frente festiva
tú, la descendiente altiva
de los reyes cakchiqueles;
ciñe tus lindos joyeles,
y al son de tu himno marcial,
abre con mano triunfal
tu primera exposición,
¡ejemplo de paz y de unión
de la América Central!


Manuel de la Cruz no dudó en calificar a José Joaquín Palma como el Príncipe de la trova y el Rey de la elegía en la poesía cubana. Y Rubén Darío lo consagra con este apóstrofe: “Pulsa, oh amigo, tu guzla oriental; adula a las dulces reinas que nos tiranizan y nos enloquecen; ofrenda el rayo de sol de tu madrigal y el rayo de luna de tu serenata; sé el del triunfo en las cortes de amor; y defiéndete con tu sueño, mientras pasa agitando sus terribles alas sobre tu cabeza la negra y áspera tormenta humana.”

*1962. Poesías de J. Joaquín Palma. Editorial Tipografía Nacional de Guatemala. C.A. Cuarta edición. Colección “Los de Ayer” (segunda época) IV volumen. 1962. Una publicación de la Hemeroteca, adscrita a la Biblioteca Nacional, en homenaje al cincuentenario de la muerte (2 de agosto de 1911) del autor de la letra del Himno Nacional.

domingo, 2 de agosto de 2009

La multitudinaria
soledad del poeta

Por Roberto Manzano



Con motivo del Premio Nicolás Guillén, que el que escribe estas líneas obtuviera en el
2005, mi amigo Rogelio Riverón, narrador, poeta y crítico, me envió un breve cuestionario para ser publicado en un suplemento cultural. La entrevista no se publicó, aunque la respondí de inmediato, porque en el mismo suplemento ya había salido un comentario sobre el cuaderno galardonado.

Pero ahora recupero de allí tres preguntas, que me parecen la mar de interesantes (creo sinceramente que lo respondido no agota ni por asomo el insondable horizonte que ellas suscitan), incluyo las respuestas de entonces, y me ofrezco a mí mismo, con la venia de Riverón, la oportunidad de comentarlas nuevamente. De todos modos, ¿qué exhaunción puede haber en una interrogación sobre poesía? Por muy detenida o afilada que sea la aproximación, hay siempre en su belleza esquiva, en su huidiza totalidad, un aire fugitivo, un desdibujo del contorno que quiere apresarse que deja entre los dedos la herida silenciosa de un fracaso.

En una frase extrañamente amarga, el ruso Alexander Blok afirmaba que, de todos los géneros literarios, es la poesía la que se encuentra más cerca del cielo. Pero ―añadía―, ese mismo empeño en lo sublime, la aleja del lector común, y le permite apenas un pequeño grupo de fieles, como una cofradía que jamás se hace demasiado amplia. ¿Qué dirías tú mismo, casi ochenta años después?

Cuánto he admirado siempre a Blok, y me satisface que lo cites, porque siempre resulta exacto y provocador, aunque sea amargo lo dicho. En efecto: la poesía es como la escala de Jacob, por la que se puede subir al cielo. Pero siempre hay que reñir en lo oscuro con los ángeles, que resultan ser terribles, y de cuyos forcejeos heroicos uno queda renqueando para siempre. La sacralidad del sitio donde uno ha peleado con lo divino ―que es el espacio del poema― sólo es visible enteramente para unos pocos, como una especie de milicia muy escogida, que han tenido de algún modo experiencias semejantes o poseen el don de comprenderlas sin necesidad de vivencias directas. Esto es cierto como un puño. Lo confirma el hecho de que en realidad son los poetas los que legitiman a los poetas.

Pero también es verdad que es posible ampliar el círculo. Queda mucha gente en los márgenes que pudiera, con una pizca de entrenamiento y buena voluntad, penetrar con éxito en el espacio poemático, esa arena misteriosa desde donde el creador asciende por la escala. No se escribe poesía verdadera sin la presencia de muchos en la voz propia, sin el agolpe total de semejantes dentro de la más afilada soledad. Un poeta de fuerza es aquel cuya voz íntima resulta el espejo fervoroso de la mejor voz pública. Los poetas entran con su sensibilidad por los oscuros túneles freáticos de las comunidades a que pertenecen, y vuelven a la superficie del mundo con extraños moluscos, con peces desconocidos, con cromáticas estalagmitas. Tan extraña y portentosa cacería no es entendida muchas veces ni por aquellos que viven en el subsuelo, y mucho menos por los que acompañan a Júpiter en el áureo banquete. En esa falta de rápido entendimiento es donde radica la única soledad profunda del poeta, la que hay que sufrir en silencio, sin abandonar ni una sola de las exploraciones y sin dejar de exhibir los extraños hallazgos. Es la labor órfica de descender al fondo, con el deber supremo de regresar conduciendo hacia la luz los ojos de la belleza bienamada. Eso, ya se sabe, cuesta la vida, y en ello radica el heroísmo sin espectadores que constituye una vocación auténtica.

Leyendo tus libros uno tiende a imaginar que tu idea del poeta pasa por ciertas angustias. Si me pidieran más precisión evocaría, por supuesto, a Mallarmé, y su convicción de que, para que aflore el poema, primero la palabra tiene que destruir aquello que nombra. El mundo del poema es lexical, y no admite ya a la cosa. ¿Qué tienes que ver tú, en fin, con esta creencia que yo comparto?

Todo lenguaje poético posee una indudable opacidad, como los teóricos gustan decir sobre el aparente hecho de que en la poesía el mensaje se convierte en un fin en sí mismo. Pero esto sólo es verdad hasta cierto punto. Porque no conozco otro lenguaje que contenga tal grado de transparencia. En el poema se va de lo lexical a la cosa con una velocidad de aprehensión y un grado de visualización que no le conozco semejantes dentro de los diferentes tipos de comunicación humana. Sólo que ya el léxico no es el usual, se encuentra sometido a enormes fricciones y poderosos arcos voltaicos: es lenguaje exponencial. Ni la cosa es ya tampoco la referencial: es una imagen que tiene apoyaturas en lo real, pero que se desplaza dinámicamente por la psiquis hacia las cumbres de lo ideal.

Lo que sucede es que tenemos una visión lingüística de la poesía. Siempre pensamos en sus palabras. Incluso muchos poetas, algunos de ellos de excelente calidad, pero no interesados en meditar sobre sus instrumentos, revelan en sus comentarios que parten de un equivocado presupuesto tácito: la poesía se produce por un trabajo especial con las palabras, que constituye un desvío de la lengua convencional. Afirman que la poesía es un procedimiento que ocurre sobre todo dentro de esos límites. Ciertamente el signo lingüístico es la protoforma de lo poético, pero la imagen lírica es el verdadero signo literario. No se pueden elaborar imágenes sin palabras, en cuanto estamos hablando de un arte verbal, pero el poeta que se queda en la masa simétrica de las palabras, sin alcanzar el reino antigravitacional de la imagen, escribe irremediablemente fuera de la poesía. Configura poemas, pero no inscribe en ellos lo poético: son agregaciones lingüísticas, acaso sabiamente organizadas, tal vez con corrección y elegancia, como cabe a persona culta, de alguna sensibilidad, pero la cosmovisión ardiente y plástica de un ser sumergido hasta los tuétanos en la aventura humana y con suficiente gracia plasmadora queda absolutamente fuera de ese tramo fosforescente de comunicación que debe ser un poema cercanamente conseguido.

¿Cómo escribes, eres perezoso como la mayoría de los poetas, o has aprendido la disciplina de un diario careo con profesión?

Creo en la ergonomía artística, disciplina nueva que espera ser fundada y que atendería la descripción y el análisis del trabajo artístico. El trabajo creador, al igual que cualquier otro trabajo, se basa en una polaridad dinámica: el sujeto se encuentra frente a un objeto: el objeto trasmite resistencia, y el sujeto, movimiento ordenado. A mayor resistencia, más movimiento ordenado. Hay leyes de ergonomía, que rigen el proceso creador. Cada vez atiendo más a estas leyes, sobre cuya condición me he detenido a reflexionar en ensayos ya publicados. Trato de vencer, con cierto conocimiento de causa, los obstáculos que determinados propósitos me imponen. No siempre salgo vencedor, pero al menos ya he superado los ideologemas del romanticismo sobre la naturaleza del trabajo poético.

Pero no somos personas que se sostienen económicamente con la poesía. Tenemos una fama larga de pobretones y desheredados. Y la lucha por poner el pan sobre la mesa, impide que tengamos la libertad suficiente para desplegar a toda vela la riqueza de nuestro espíritu, que vive constreñido, cazando la oportunidad, como un águila que se ve obligada a picotear unos minúsculos granos entre el lodo. La imagen es martiana, que sabía que el arte es el cráneo donde sueña y piensa el espíritu, y comparaba siempre ese magno hervor con un nido de águilas luchando por ascender. Arrastramos las alas entre la marinería indiferente o sarcástica, como se cuenta en los poemas de Charles Baudelaire y Derek Walcott. Pero sólo en las alas de la poesía lo humano levanta el vuelo, y se propaga, y se afina, y se confirma definitivamente sobre la tierra y la mar inmensa.



NOTA A LOS LECTORES:

El poeta y escritor Roberto Manzano, columnista de Cubaliteraria, invita a sus lectores a participar más activamente en su sección Vertebraciones, enviando sus preguntas sobre aspectos específicos de la poesía como manifestación artística. Escriba a: manzano@cubarte.cult.cu para plantear sus interrogantes sobre la práctica y la teoría de dicha expresión.


Versión original en Cubaliteraria.