jueves, 6 de agosto de 2009

Un nido
en las trampas
de Aliblanco

Por Andrea García Molina



La literatura para niños y jóvenes tiene estructuraciones básicas que implican fraseo, percepción y un lenguaje donde los engarces lingüísticos se adecuan a los requerimientos del género.

A finales de los años 80 y buena parte de la década del 90, se hicieron visibles síntomas enfermizos dentro de estas propuestas, como consecuencia de rompimientos estilísticos y la lenta visualización de patrones, que iban estableciendo un nuevo receptor, devenido de las transformaciones sociales producidas en el país.

Fue precisamente en este periodo que afloraron a nuestras editoriales narraciones minusválidas y poemarios esmirriados, donde los diminutivos y la banalidad (con sus excepciones -por supuesto-) estaban al orden del día.

He querido señalar estas fluctuaciones para mostrarles, en el distanciamiento de las épocas, la otra cara de la moneda, y me estoy refiriendo a la obra que en referencia a esta literatura ha eslabonado Raúl Hernández Ortega.

Un nido en el sombrero, Aliblanco y La trampa del tomeguín, son tres de los libros que, para bien de los que amamos la literatura, ha publicado el autor ariguanabense. Como una constante en su obra está el refinamiento, de una factura en total reconcilio con el lirismo.

Raúl elude los viejos conceptos de escribir con un niño adentro, y en su lugar vivencia y disfruta historias que nunca están preconcebidas, sino que, por el contrario, armonizan un discurso coherente con presupuestos de una inmaculada organicidad, lo que le permite no solo escribir para el niño, sino que, a su vez, logra incluir al adulto que convive con los pequeños.

El rasgo más notorio en la obra de Hernández Ortega, y lo que devela su talento y especificidad, es su capacidad de construir imágenes ópticas, a partir de lo que nos cuenta; cómo se las ingenia para que el lector obtenga una demarcación espacial a partir de cada uno de sus fonemas narrativos y, sobre todo, la ternura implícita y emparentada con una atmósfera, que yo bautizaría como carisma literario.

En Aliblanco encontramos las vivencias de un niño, que no se nos presentan en blanco y negro, sino con todos los matices de la vida, motivaciones, insatisfacciones, alegrías; y sobre todo, crecimiento humano.

En La trampa del tomeguín, las asociaciones de arribo y las terminaciones cronológicas se entremezclan con la picaresca, mientras que Un nido en el sombrero, regodea la magia de los pueblos, la campiña cubana, la transición de los adolescentes que descubren sentimientos nuevos y toda la plenitud de la poética eslabonada en el texto.

Por todos estos atributos, Raúl Hernández Ortega se ha convertido en una de las figuras más representativas del género en La Habana, alguien que tiene mucho para decir a los niños cubanos.

Decía Eliseo Diego "que nadie nace en un sitio determinado por azar, sino para dejar testimonio de ello". Debe ser por eso que Raulito nació allí, donde hay un río.


De imágenes revestido
En la pureza de un niño
Todo de blanco en el guiño
De la mañana y el nido.
Casi breve, consentido
Con patinetas y nabos,
Todo de luz, isla, cabo
Heraldo de los empeños
Para custodiar los sueños
Junto al río Ariguanabo.



Versión original en el periódico El habanero.


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