sábado, 15 de agosto de 2009

Alberto Edel Morales
y los mangos del alma


Por Antonio Rodríguez Salvador



Mientras leía
El juego de la memoria (o Bajo el árbol del mango), decimario del poeta Alberto Edel Morales (Cabaiguán, 1961), publicado en este 2009 por la editorial española Benchomo, de pron
to me pregunté si, por casualidad, no había también una ley de Darwin para las palabras.

A lo largo del tiempo, las palabras no han pasado únicamente como viento sonoro por las laringes, son, ¿acaso?, reposterías del paladar: golosina para los oídos, fruto melodioso de las papilas gustativas. Así, la palabra luz es una suerte de chispa monosilábica, casi como la palabra sol al revés, o como decir pan, escuchado el pan como resplandor fragante dentro del horno. Y también fugaces —al tiempo que inmarcesibles— son las palabras arte, paz y pena; una larga lista donde no faltarían otras como vida, sueño, fe, amor y poesía.

Palabras punzantes y filosas como dagas, o quién sabe si en vez de daga deberíamos decir puñal: palabra que, por alguna misteriosa razón, se clava más fácil en el oído.

En cambio, las palabras compuestas son como los dinosaurios: grandes, escasas de luces, cuerpos para la extinción. Podemos hacer poesía con la palabra frac, pero dudo que hallemos inspiración en la frase “de traje y corbata”. Así, no es lo mismo decir armario que guardarropa; ni salvación —o resguardo—, que “cinturón de seguridad”.

Y dentro de la U habita el miedo. Por ejemplo, la U que acecha dentro de la palabra muerte, o esa, oscura —tal vez arcana— dentro de la palabra búho —una U por demás con tilde—; y también en ulular —como los cipreses del camposanto— o en úlcera y purgante, o doblemente en las palabras túmulo, tumulto, suburbio, pústula, súcubo y ultratumba.

Arthur Rimbaud definió colores para las vocales: La A es negra; la E, blanca; la I, roja; la O, azul, y la U, verde. De este modo pudiese parecer extraño que la palabra lúgubre subraye en su prosodia un color que los arquetipos asignan a la esperanza. Rimbaud era un poeta “diabólico”, pero si nos atenemos a un poeta “casto” como Borges, vemos que al respecto escribió: Defiéndeme de ser el que ya he sido, / el que ya he sido irreparablemente. / No de la espada o de la roja lanza/ defiéndeme, sino de la esperanza.

Apelando a matices distintos, J. R. Tolkien puso nombres a sus personajes. Por ejemplo, en El señor de los anillos las razas de los “buenos” suelen tener nombres que incluyen “ies”, pero estos no son rojos, según la clasificación propuesta por Rimbaud, sino amarillos: como silbos de canarios, como rayitos de sol, como el tintinear de monedas de oro: hobbits, peredhil, rohirrim, maiar, dúnedain…; en cambio, en los “malos” predomina la oscuridad de las “úes” y las “oes”: Gollum, Nazgul, Sarumán, Mordor, orcos...

Pero la U, combinada con I, no suena mal: música, túnica, minuto, pubis. O sea, que en el mundo de las palabras —a diferencia de lo que comúnmente sucede en el mundo real— con la alegría de la I se consigue neutralizar la pavura de la U. Recuerdo un poema de José Pérez Olivares en el que este se deja seducir por la palabra lapislázuli. Y, ciertamente, es lapislázuli una palabra que sugiere mucho más que su real significado, algo que también sucede con la palabra miosotis: donde la O se lleva muy bien con la I, tal como vemos en las palabras mito, molino y clítoris. Sin embargo, el matrimonio de la O con la A no ejerce igual atractivo: de pronto recuerdo las palabras trasgo, horca, pato, bota y conga.

Hace algún tiempo, el poeta Roberto Manzano le comentó a Alberto Edel Morales que la palabra mango no gozaba de dones poéticos. Degustada como fruta, el mango es dulce, y, sin embargo, como palabra, deja en el oído un regusto ácido, sobre todo si la vemos incluida en un poema. Y, ciertamente, parece ser que habita en ella una suerte de “oruga ontológica” que le consume su pulpa semántica.

Pero no toda su pulpa. Por ejemplo, si atendemos al frenesí amoroso de Madame Bovary, o Ana Karénina, pudiera parecer lógico que suspirasen al escuchar en boca del amado la palabra lapislázuli. Sin embargo, quién podría imaginarlas expresando igual pasión ante la exótica fragancia de un mango.

Miremos, en cambio, hacia otro par de alucinados: José K. y don Quijote. Caramba, si me parece ver cómo don Quijote, en las bodas de Camacho, de pronto pasa sin mirar los torreznos asados, los quesos manchegos, los jamones de Rute, y con el rostro súbitamente iluminado, va derecho a probar una tajadita de mango biscochuelo. Quizá por ello advierte Alberto Edel Morales: En la flor o el fruto/ fresco/ del mango/ en la primavera/ está la verdad entera de este mundo/ quijotesco.

En fin, parece ser que al mango le va mal con los lúcidos enajenados; pero no con los enajenados lúcidos: supongo que esto ocurra porque los fuegos de Madame Bovary y Ana Karénina hacen pasto del corazón; mientras los de José K. y don Quijote arden en la memoria; en el entendimiento.

Por fortuna, la objeción de Roberto Manzano no impidió que Alberto Edel Morales escogiera al árbol del mango como leitmotiv de su poemario. Quizá el título de otro libro suyo, Lejos de la corriente, aporte la clave de tal rebeldía; o sea, parece que le va en los genes esta marcha que, con El juego de la memoria (o Bajo el árbol del mango), emprende contra los algarrobos, los flamboyanes, los ciruelos, las palmas reales y demás árboles de tradicional alto ranking en la décima cubana.

Pero reducir el mango a la obediencia poética no es tarea sencilla. Desde sus orígenes, la décima cubana se ha enfrascado en una guerra fratricida, a favor y en contra de ella misma, en donde ha resultado vencedora al tiempo que víctima. Su brega por aplatanarse, amén del permanente debate entre lo “culto” y lo “popular”, ciertamente le granjearon los favores del público —más aún, la convirtieron en estrofa criolla por antonomasia— pero este hecho, asimismo, también la condenó a sufrir una esclavitud argumental, y por tanto expresiva, de la que enteramente no ha conseguido zafarse. Percibo que, de algún modo, todavía no puede tañer la misma cuerda —estética y ontológicamente hablando— que el resto de la poesía cubana contemporánea.

Con Agustín Pobeda y Nápoles Fajardo, la décima debió cargar la cruz del guajiro; después, Luaces, Mendive y Fornaris la cedieron espiritualmente al siboney, y, a tono con estos avatares, siempre marchó por una ruta paralela a los diversos y sucesivos movimientos que dominaron el entorno poético de la isla: neoclasicismo, romanticismo, regionalismo americano, modernismo, las vanguardias, coloquialismo, etc. Mientras la décima era cantada, o declamada; leída también, pero siempre con el oído alerta; la “otra poesía” entraba al entendimiento fundamentalmente por vías del “sordo” hecho escritural. O sea, y volviendo a Darwin, la décima asistió a su evolución, pero sin apenas salirse de sus islas Galápagos.

Solo en muy reciente época fue que poetas como Ronel González, Carlos Esquivel, José Luis Serrano, Pedro Péglez, Jesús David Curbelo, el propio Roberto Manzano, entre otros, consiguieron aportarle “genes frescos”, para así desviarla —no poco— de su oralidad vernácula. Sin embargo, todavía perdura en ella cierto estigma que cuatro siglos atrás le pregonara Lope de Vega: “es una estrofa ideal para contar penas”. Naturalmente, al respecto no podríamos olvidar un libro como Alrededor del punto, de Adolfo Martí Fuentes, el más sonado sabotaje a la tradición que la décima cubana recuerde. Sin embargo, pienso que las aportaciones de esta obra apuntan mucho más a lo formal, que a la sustancia poética.

Pero volvamos al mango, de quien ya vimos que no se le dan muy bien las cuitas. En el idioma, la tradición afirma que las palabras pueden ser dulces o acres; lisas o ásperas; musicales o altisonantes, y realmente no sé si en esa sinestesia loca tenga algo que ver el hecho de que el mango sea una palabra casi homófona de tango y mambo —el primero, un ritmo marcial; el segundo, epiléptico—; pero lo cierto es que con los dolores del mango resulta casi imposible componer una balada. De cómo la oreja todavía juega un papel importante en la escritura, pongo otros ejemplos: coco, zapote y melón, son también palabras que se resisten a ser “sublimadas” en la poesía, y, sin embargo, esto no pasa con sus sinónimos: copra, mamey y sandía.

El poeta Alberto Edel tiene apellido frutal: Morales. De esta manera se llama a los campos de moras; y lo mismo pasa con su colega Roberto, cuyo apellido es también recurrente en la poesía: Manzano. Ambas palabras incluyen la combinación O-A; pero quizá la sílaba añadida —algo que nos llega del dáctilo y el troqueo clásico— las salva de sufrir la mala suerte del mango. Por cierto, que antes ya mencioné a otro poeta “frutal”: Pepe Olivares; pero la palabra olivares —que significa campos de aceitunas— escapa a cualquier clasificación, en tanto incluye todas las vocales: recordemos que en la prehistoria de nuestro idioma, la U se escribía como V.

En cualquier caso, resulta admirable el hecho de que con solo una combinación de vocales, o cambiando una palabra por su sinónimo, uno pueda ir del espíritu a la tentación. Esto, sin embargo, no podemos lograrlo con el mango. En su expresión frutal, la palabra no tiene sinónimos; por demás, su árbol carga con la fatalidad de las palabras compuestas: “árbol del mango”. No es como el ciruelo, no es como el flamboyán; no hay un árbol que por ejemplo se llame manguero: para más desgracia, manguero significa regador, quien chorrea agua con la manguera.

Algo peor le sucede al aguacate, fruta a la que resulta mucho más arduo escribirle una elegía. Y esto pasa no solo porque en la palabra molesta un tanto su ráfaga de “aes”, sino también porque algo de industria emana de su condición. Los que nos criamos en el campo sabemos que, sin padecer angustias morales, uno podía robar un níspero de cualquier finca; en cambio, no había igual miramiento cuando lo hurtado era un pepino. El níspero es un fruto silvestre —lo mismo que el alma, tiene origen en la creación divina—; pero el pepino es un fruto del trabajo, —y por tanto se logra con intervención del cuerpo. Es por eso que, aunque ambas palabras contengan las mismas vocales, tal vez podamos escribir una oda al níspero, pero jamás al pepino.

En fin, imaginemos, y con el perdón sea dicho, que los apellidos de Alberto Edel y Roberto, no fuesen Morales y Manzano respectivamente, sino Mango. ¿Quién sabe si serían otras personas? Puede que no fueran poetas, o quizá lo fueran con seudónimo: ya sabemos, por ejemplo, que no es lo mismo llamarse Samuel Langhorne Clemens, que Mark Twain; o Lucila Godoy Alcayaga, que Gabriela Mistral. Por cierto, que El juego de la memoria (o Bajo el árbol del mango), no fue firmado por el autor con su nombre real, sino bajo el seudónimo de Albem Fuentes.

El tema es arduo, y, veamos, con apenas introducir en este texto la palabra mango, lo que venía resultando circunspecto, de pronto ha girado un tanto hacia lo cómico. Es lo que sucede cuando hacemos un brusco tránsito del alma al cuerpo: por ejemplo, si al despedir un duelo, y estando todos los dolientes frente al féretro, de pronto decimos: “El finado era virtuoso y rollizo”. O sea, que la palabra mango no parece pertenecer a los asuntos del alma: ya vimos cómo no concuerda con los suspiros de Madame Bobary y Ana Karénina; sino más bien a los asuntos del cuerpo: tanto José K. como don Quijote parecen sufrir dolor, pero no pena.

Mediante estos tránsitos del alma al cuerpo, funcionaba la dialéctica teatral de Jerzy Grotowski: primero sobreviene la apoteosis, y después el escarnio. Pero Grotowski procuraba evitar cualquier representación que dirigiese la mirada hacia lo caricaturesco o maniqueo. La gran tarea era conseguir un presente ausente; la elevación del actor a la categoría de chamán, de modo que con el tratamiento, digamos homeopático —donde las experiencias personales son las que intentan explicar el arquetipo colectivo— se consiga convertir en concreta la sustancia abstracta de los mitos, privándola así de su esencia suprahumana.

Desde luego, el asunto es más complejo de lo que a primera vista parece. Poéticamente hablando, y volviendo al aguacate y al pepino, por obra y gracia de ciertos arquetipos colectivos, a ambas palabras les emana de su significado algo de gula, uno de los siete pecados capitales. Expliquemos esto por el reverso. Digamos que se puede escribir un poema erótico usando como recurso la mesa; en ella podría haber pan y vino —la carne y la sangre de Cristo—; pero si le incluimos pepinos y aguacates, con esta súbita referencia al cuerpo, en vez de amor puede que estemos expresando lujuria: otro de los pecados capitales.

De modo que los mitos y los arquetipos juegan también un importante papel en la magnitud de la palabra. Así, a la mesa erótica quizá podríamos agregarle faisanes y perdices —comida de reyes—; aderezarla con hojitas de laurel —el árbol de los vencedores—; y, desde luego, con pimienta y clavo de olor— especias que remiten a los misterios de Marco Polo y Scherezada… Pero aquí no pierdo oportunidad de mostrar asombro: vean ustedes cómo —a pesar de Madame Bovary, o Ana Karenina— y sin que se pierda un ápice de espiritualidad, a esa mesa se le pudiera agregar la dulzura del mango. O sea, que si bien el mango es fruta del cuerpo, parece que gracias a su condición de aperitivo —piscolabis hubiera dicho Lezama— nunca resultó manchada por el pecado original.

Y entonces ¿de dónde provine el prejuicio contra la palabra? ¿Acaso el mango no es también fruta silvestre, de las que siempre fue posible robar? Parece que solo de un sonido que recuerda al tambor. Pero ¿son acaso los acordes de violín o flautas como el de la palabra lapislázuli, o miosotis, o ciruelo, los que deben dominar la estructura melódica de la décima? ¿No es el mango familia de otros sonidos como sóngoro cosongo, negro bembón, o tanto tren, trascendentes en la poesía social cubana? ¿Y por casualidad la décima no se ampara en ese mismo origen humilde? ¿Y no es también base importante del son cubano? En fin, demasiadas preguntas que requerirían un ensayo aparte. Pero al final parece que la décima cubana sigue presa de una tradición oral que, sin embargo, no las consigue todas con sus propias raíces.

En cualquier caso, dura será todavía la tarea de hacer que la décima se convierta en chamán, para librarse totalmente de la carga que suponen los mitos, y no seguir olvidando esencias vitales sobre todo cuando estas esencias vitales se friccionan con algunas esencias “divinas”. Esto es lo que nos propone Alberto Edel Morales con El juego… Más que divertimento iconoclasta, procurar que el hombre sea por fin el enviado de sí mismo: mito y salvador de sí mismo. Y tanto como hizo Adolfo Martí Fuentes con su Alrededor del punto, también un intento de desarmar la décima para volver a componerla, pero ahora alisándole ciertas “jorobas psíquicas”: entre ellas su retórica musical, entendida como joroba también la de aquellos (…) héroes de tantas flautas que/ escuchas sonar, incautas, / después de los años ceros…

Las arduas cacofonías que tanto inquietaron a Flaubert solo son supersticiones visuales, dijo Borges quizá como un reproche a Madame Bovary, y por lo pronto ya me estoy quedando con este mango grotowskiano que nos propone Alberto Edel Morales. Un mango que también se me antoja tolstoiano, a pesar de Ana Karénina, porque en lo universal recuerda a mi aldea:


Estaba leyendo a Brecht
bajo el mango florecido
como el manzano parido
junto al convento de Echt.

Y Elisa Bachofen-Echt
(a quien Gustav Klimt pintaba)
en su retrato miraba
de sombras un gran abismo:
Esos años del fascismo
donde Edith Stein rezaba.



Versión original, mediante el siguiente enlace, en Cubaliteraria.


No hay comentarios: