martes, 31 de enero de 2012

Yazmina Calcines

Una narradora erótica a quien
escribieron muchas décimas


El concurso nacional Ala Décima, en su convocatoria del 2012, dio a su acostumbrado premio colateral de tema erótico el nombre de Yazmina Calcines, una escritora que, aunque no fue poetis
a, devino —al decir de sus cercanos— “una narradora erótica a quien escribieron muchos poemas en la estrofa de diez versos”, a causa de sus vínculos afectivos con los poetas que un año después de su fallecimiento fundaron el Grupo Ala Décima, quienes fueron testigos del extraordinario amor por la vida de la autora y de su increíble estoicismo en el enfrentamiento a una enfermedad de fatal desenlace. El concurso Ala Décima le rinde así homenaje, en el año en que hubiera cumplido 55 años.

Yazmina Calcines Martínez (La Habana, 1957-1999) se desempeñó durante tres lustros como periodista en publicaciones juveniles. Fue jefa de redacción de la revista Somos jóvenes. En 1992 la Editora Abril publicó su cuaderno de cuentos De ángeles y demonios y el plegable Camila y los muñecos, cuento para niños. En 1996 los médicos le detectaron un cáncer muy invasivo, a resultas del cual le pronosticaron apenas tres meses de vida.

Sin embargo, Yazmina se sobreimpuso al cruel padecimiento durante tres años, que fueron los más fértiles de su vida literaria, paradójicamente en un campo siempre tan alejado de la muerte como es el que privilegia, artísticamente, los placeres del cuerpo. En 1999, en la fase final de la enfermedad que concluyó en su deceso, escribió varios cuentos eróticos para su libro Colores contra Tanatos, que no pudo concluir, y terminó su novela La sedición de Odette. Un tónico de mujer para el amor, hasta el momento inédita.

Para integrar el mencionado volumen en preparación, Colores contra Tanatos, escribió el cuento Negro, y lo envió a la edición del concurso de literatura erótica Farraluque que sería premiada en febrero del 2000, pero su heroica lucha contra el cáncer no fue suficiente para ver el resultado: Yazmina desapareció físicamente en octubre del 1999.

Como su cuento no pudo concursar, el Centro de Arte y Literatura Fayad Jamís, convocante del certamen, en homenaje a la escritora lo publicó en un sencillo folleto, con prólogo, titulado Una flor para Yazmina, de quien fuera su compañero en la vida y las letras, Pedro Péglez González. Ofrecemos a continuación, en este orden, el referido prólogo, el cuento Negro, y una selección de los poemas en décimas que le fueron dedicados por varios autores.



UNA FLOR PARA YAZMINA

Yazmina Calcines no pudo concursar en el Farraluque 2000. Desde su convocatoria había acariciado la idea de escribir un cuento para él, y ese deseo le surgía de su aprecio por el bien ganado prestigio del certamen y del amoroso vínculo cultural que la unió a Alamar en 1999. Andaba conformando su libro Colores contra Tanatos, narraciones en las cuales un mismo personaje —Malva Iris— vivía experiencias eróticas, desde la adolescencia hasta la adultez, con una persona de distinto temperamento cada vez, a quienes la autora identificaba con un color diferente. Había escrito los tres cuentos iniciales, correspondientes a las etapas púberes de Malva Iris, cuando se entusiasmó con el Farraluque. Decidió entonces interrumpir la secuencia cronológica que venía siguiendo y pasar a crear, específicamente para el concurso, la historia final del cuaderno.

Fue así que de su pluma surgió Negro, episodio en que el afán de romper las ataduras restrictivas del placer carnal, al pasar el laberíntico tamiz que a la siquis imponen las costumbres, deviene su contrario, con su recua de pérdidas y desencuentros. A principios de octubre de 1999 ya Negro estaba listo.

Pero Yazmina Calcines no pudo concursar en el Farraluque 2000. A mediados de ese mes, en las grises inmediaciones del día en que iba a casarse en la peña semanal de la biblioteca de Alamar, falleció víctima de una enfermedad contra la cual llevaba años luchando con estoicismo impar. Iba a cumplir, en ese diciembre, 42 años.

Sea esta modesta edición como una flor a su hermosa voluntad de lucha por la vida y por las letras.


Pedro Péglez González




NEGRO

El Incomprendido caminó hacia un reguero de alimañas que le guarnecían el corazón. Siempre la pregunta cautiva —la que lo ayudaría a sentir sobre la piel el cieno endurecido de una angustia, con la cual vindicaba todos sus pretextos—, asomaba a sus resquicios para que él no pudiera desatar los eslabones de una autoestima extraviada, desde la época en que los hombres acostumbran a observar con desgaire la mirada de un niño interior que exige todas las respuestas.

Él no hubiera querido desatenderlo, pero la vida, caprichosa e impredecible, había tomado la decisión por su cuenta y lo proveyó de poco tiempo para deleitarse con sus razones infantiles. Sólo codició sufrirlas, ofrecerles un ropaje de brisa náutica para que la huella de la impiedad hominal le convirtiera la sombra de su pasado en una borrasca. A Anselmo Torres Wong se le diluía, entre la arrogancia y la poquedad, el diluvio de contrastes con que sus ancestros orientales atiborraban sus rigideces, en eterna contienda con la mulatería de la sangre africana que Ochún echó a galopar por la soledad de sus venas.

—¡Y para colmo perdí el derecho al linaje! La sangre que me corre no alcanza para jugar majong ni comprar Ching Wan Hung en el Barrio Chino. Karma jodido este que me hace hombre entre el amor abstinente de mi madre y la mano negra de mi padre perforándome el tímpano con una bofetada.

Mulato, bembón, de nariz aplastada y un rostro regordete en el que predominaba el creyón oblicuo de los ojos trazados como por un dibujo escolar, Anselmo tenía la certeza de que el impío universo lo había tomado de la mano para coserle, sobre la piel, la huella sinuosa de la envidia. No triunfaba —pensaba— porque los otros, perspicaces al explorar en los indefectibles eslabones de su talento e inteligencia, reconocían al catearlo que en la competencia que imponen los sucesos carecía de rival y, siempre en vigilia, dedicaban todo su tiempo a moldear la conjura tangible que lo sustrajera del entorno.

Todo parecía indicar en él fuerza y resolución. Era insolente y la pupila asiática, revestida de una sangrecilla venosa oportunista, transitaba los espacios continentes de la humanidad con el propósito de deslindar los cuerpos inicuos que, a su modo de ver, emanaban suficientes trampas para impedirle la refulgencia.

La introspección materna con la cual se había sentado a la mesa en la oscuridad de su niñez, le había hecho ignorar que el hombre debe aprender a dialogar con el corazón y preguntarle cuál de los desafíos terrenos lo conducirá al amor, y no al sexo expoliador y deductivo en que se convertían sus apegos eróticos. Cada frustración de su voluntad de sentido robustecía —compensatorio recurso que le proporcionaba su siquis— la voluntad de placer que le manipulaba la libido de forma agresiva.

Practicaba el onanismo no como recurso ante la soledad, sino para sentir sobre su mano cómo el imperio de la realización lo convertía en dueño del universo. En ese instante, la eyaculación no era el propósito. Era el triunfo de una autosuficiencia controlada entre glande y prepucio que lo alejaba de las potencias del amor.

Y así fue como en un acto de absoluta negligencia se enamoró de Malva Iris con todos los segundos del asombro.

Tanta soberbia de clítoris presumido le afiebró la morbosidad contenida y comprendió que en ella anidaban los cirios que le compensarían el hambre de vulva redentora negada por las mujeres anteriores. El suplicio del común canal de mentes femíneas que renunciaban a la orgía plácida, por el temor de engramparse en las redes de la magia que fabula lo ignoto, era sustituido en Malva por el impudismo de la sangre y el cotejo de los vasos comunicantes que expoliaban las paredes del acoso vaginal, con que ella dominaba a los hombres en un diluvio de orgasmos incontenibles que exigían la penetración de un falo combativo, para descubrir cómo el útero, al menos el de ella, contenía la parodia del nacimiento del ser y la locura de imbricar el placer del corazón con el deseo de la piel.

El Incomprendido se sintió Iluminado al detectar cómo variaba su conducta ante el sufrimiento. Malva le obsequiaba el placer con mensajes en los que fluían, a través de la transpiración de su elocuencia, una forma de libertad desconocida, y la propuesta, cada vez más urgida de tangibilidad voluptuosa, modificaba el dolor del criticismo en Anselmo: lo último que hubiera sido útil para vadear entre los estertores de la oscuridad con que su mente se dejó manipular por las circunstancias, ocurrió en el hombre: una suerte de dependencia morbosa ante las razones y la vulva de la mujer, le fueron aniquilando la corteza de su autoestima hasta que las huellas de su identidad regresaron a la infancia, con el entusiasmo que se deriva de la esperanza.

Pero la devoción hacia Malva, en la medida en que fue aprehendiendo los códigos, le impuso la ansiedad anticipatoria de recrear el mundo, engañándolo con aires de autenticidad. Se le desencadenó la fobia tras el resurgir de anhelos despóticos con los que había arropado a su personaje favorito: el de la víctima ahíta de poder, arrasadora, que había aprendido a vivir con las ideas que le cercenaban el corazón por el acoso, con planes utilitarios, en los cuales el propósito era vencer los límites de su desolación anterior a cualquier precio.

—Anselmo, ¿dónde está el otro, el que fuiste, el que encontré agazapado tras la auténtica devoción de sus lamentaciones? Ahora es un lamento que manipulas sin emoción, tras una dignidad que te empecinas en mantener lacerada.

—Malva, nunca fui otro, al menos no lo reconozco. Moldeaste una figura sobre la cual intentabas vengar la ausencia de reconocimiento colectivo que aún te consume, a través de una lujuria con la que te complacías la soberbia. ¿Quién puede negarse a gozar? Aprendí que para estar a tu lado, aunque todo lo justifiques con tu verdad filosófica, hay que aprender a ser un gran gozador, y te lo agradezco, porque sé que puedo domeñar los clubes femeninos a mi antojo.

—¿Y nuestra complicidad...? —la mujer buscaba un recurso que le devolviera su amor propio.

—Creo que se disipó el día que metiste a la primera mujer en nuestra cama.

Todos los hombres a los cuales les transgredió el erotismo concluyeron odiándola con la reconvención que trasciende de la flaqueza moral. Inicialmente la amaban porque Malva recreaba los adornos de la concupiscencia de tal suerte que ellos se privaban del interés por saber si debían entregarse a los emplazamientos o hacer frente a ellos. Después, el resquemor acumulado en los trazos de la humedad vaginal con que ella les ungía el cuerpo, les producía una impotente desolación, un fatalismo neurótico ante una mujer que nunca ofrecía el arrobo, sólo inclemencia.

La libertad de asumir una postura cruel ante la desnudez de los hombres, le imponía una suerte de gusto por el sadismo con que les manipulaba la resolución, exigiendo una larga espera eyaculativa, y al instante, la impronta caída del semen maltrecho en los lugares más insospechados.

Anselmo le había aceptado el reto y su vanidad de hembra dominada cayó rendida ante el desafío. No había contado con una nueva fórmula para vapulear a los hombres. Su victoria indubitable había carecido siempre de cuestionamientos. Ella era la sibarítica, la que sometía a una urgencia perversa los ardores, por lo que dedujo que su nuevo hombre se apareaba a ella con idéntica morbosidad, porque era allí, en los jugos primitivos de la especie, donde la identidad de los dos, por razones diferentes, deleitaba con entera autonomía su propio ministerio.

El Incomprendido incorporó a su tedio los ardides de Malva. Retornó con voracidad al vacío existencial con el que modificaba sus formas de anhelar el poder y la libido se le tornó agresiva.

Fue entonces que Malva Iris fundió sus fantasías eróticas en una teoría, tras la que brotaran todas las potencias tangibles con las cuales la vanidad de Anselmo resurgiera sin sufrimientos. Dispuesta a compartir el placer y el dolor en una nueva hornada que le compensara a su hombre la huella pretérita y la transgresión moral de su presente, comenzó a vigorizar su elocuencia en torno a la metafísica del discernimiento.

—Dime, Anselmo, ¿cuánto puede atarte la palabra que define un concepto? Si la idea de la moral fuera otra, si existiera con distintos atributos, ¿no crees que sería mucho más llevadera la existencia? Deduzco que nos dejamos reprimir por el imperativo de los dictámenes, sin detenernos a reflexionar si esa es la zona por la que andan los gérmenes de la felicidad.

Malva sintió sobre su rostro la curiosidad del hombre, dispuesto a echar a andar dentro de un territorio que vibraba en su imaginación, pero del que carecía de respuestas. Se mantuvo en silencio.

—Digamos, ¿cómo evalúas la fidelidad, como un acto corpóreo, en el que te prometes matizar el dolor y el placer ajeno a cualquier forma de embeleso, con el que corras el riesgo de sublimizar los sentimientos, y siembres la eterna duda, y sientas miedo porque rebasas los propósitos iniciales; o la que potencia los ardores de la mente, en una serie de imágenes inconfesas, cuya intención sólo sea soliviantar los excesos del morbo en tu corrida?

—Tema difícil, Malva. Sobre todo porque me expongo a una evaluación de mí mismo que no quiero enfocar. No soy un tipo reflexivo. Quizás intuitivo, lo que me acomoda los deseos y me los justifica. Yo no necesito una aprobación de conciencia para hacer realidad los antojos.

—Quiero traspasar los límites del dos y convencerte de que el tres puede ser un buen refugio para protegernos contra la intemporalidad del aburrimiento. Demasiada coreografía de arrebatos lujuriosos nos convierte en personajes y espectadores a su vez, de una obra que ya representamos de memoria.

—Bueno, supongo que tendremos suficiente responsabilidad para afrontar los resultados. Ignoro hacia dónde iremos a parar como pareja.

—¿Qué te excita más, una mujer o un hombre? —Y ella no reparó en la voz del hombre, inmersa en definir la estrategia tangible del suceso, con una sabrosa angustia que le llenó de saliva la boca—. A mí me seduce la idea de degustar un cuerpo femenino. Sólo imaginar la cadencia del ritmo con que sus dedos acariciarán mi clítoris me produce un arrebato que me baña la vagina de estertores. Nadie como otra para conocer la trascendencia de una libación, porque reconoce ese cuerpo acariciado como propio.

—Nada de hombres. No quiero confusiones —espetó rápidamente El Incomprendido, para que a Malva ni se le ocurriera poner a prueba su condición viril.

Ya a ella la fabulación le había obnubilado el suprasentido. Su capacidad intelectual se redujo a moldear la tarea más difícil: completar el triángulo con un personaje estéticamente aprobado por ambos; que aceptara el acto como un juego más que no deja huellas y que algún compromiso social la obligara a la discreción.

Malva comenzó a disfrutar los brotes de una homosexualidad rescatada desde sus deseos más pretéritos, seducida por la idea de que la transitoriedad de los eventos los reduciría a circunstancias imposibles de eludir, mas carentes de toda preservación en el presente, sin comprender que cuando el hombre elige de entre la amalgama de probabilidades cotidianas éstas se convierten en una realización imperecedera, en la huella.

Pero, convencidos de que la mente aceptaba el riesgo, quedaron varados por la sorpresa y la realidad les hizo destilar una desconfianza semejante a la que sentían por el universo. Ambos comenzaron a fisgonear entre la duda y la palabra prometida, tras los ojos muertos de un amor apagado. Se les agrietaron los canales en la sangre que en algún momento les preservara la comunión, y un resentimiento mutuo los convirtió en seres extraños que iniciaban, en cada amanecer, la insurgencia de rasgar sobre las pieles, desesperados porque el espacio de antaño resurgiera ocupado por un dos ordinario, con el que supieran acariciarse los orgasmos irrepetibles de su individualidad.

El miedo les parió los excesos, en un aborto tortuoso que les sembró el camino en solitario.


Yazmina Calcines




DÉCIMAS INSPIRADAS
EN SU VIDA Y OBRA

Después de reponerse de las dos complejas intervenciones quirúrgicas que se le practicaron en 1996, en el ulterior y largo período de lucha a brazo partido contra el cáncer, Yazmina estrechó sus vínculos con el círculo de escritores decimistas de Alamar, entre los cuales ya se gestaba la creación del Grupo Ala Décima. De ese lapso data el siguiente poema de su compañero en la vida y las letras, Pedro Péglez González (La Habana, 1945), versos en que el autor incorpora el personaje femenino Zabás, centro del ya mencionado libro de cuentos eróticos De ángeles y demonios, y lo hace empleando vocablos propios del argot de la historieta, universo que Yazmina y él habían compartido durante largos años en las publicaciones de la Editora Abril. El poema fue incluido por Péglez en su decimario Los estertores del agua (Editorial Sanlope, Las Tunas, 1998):


BOCETO PARA LA PUESTA EN PAPEL
DE LOS ÁNGELES Y LOS DEMONIOS


CUADRO ÚNICO:
……………………..En la piel
de Zabás saltan violetas

La condenan las veletas
del cielo y ese doncel
que brinda oculto a su miel
con un efluvio……..Quizá
no es ella el demonio
……………………....…….Ya
sobre el ángel pesa el acto
Zabás le propone un pacto
Sonríen
…………..(CONTINUARÁ)


La sugestiva personalidad, lucha por la vida y obra literaria de Yazmina, así como la lectura de
De ángeles y demonios y del poema de Péglez, motivaron a otro de los escritores decimistas del aludido círculo, Modesto Caballero Ramos (Mayarí, Holguín, 1948), a escribir el poema Leyendo Los estertores del agua…, cuya primera estrofa ofrecemos a continuación. Modesto recuerda bien que Yazmina comentó que él había atrapado en esa décima el universo esencial de Zabás. Con posterioridad, el autor incluyó el poema en su decimario Piedra de escándalo, publicado por la Editorial Universitaria de Guatemala e
n el 2008:


LEYENDO LOS ESTERTORES
DEL AGUA
DE PÉGLEZ

A la memoria de mi hermana
Yazmina Calcines


I

Bajo el signo del azar
Zabás sigue escudriñando
en aquello que soñando
no le permite soñar.

Zabás se quiere estrenar
un amor a su manera
pero no hay carne y la cera
no complace a sus antojos.
Zabás se arranca los ojos
y no encuentra quien los quiera.


También de esa comunidad de escritores decimistas muy cercanos a Yazmina y Péglez fue María de las Nieves Morales Cardoso (La Habana, 1969), quien sintetizó en esta décima endecasilábica la
batalla increíble, de la cual fue testigo, entre la voluntad estoica de la escritora y los terribles sufrimientos corporales a que la sometía la dolencia. Años después, María de las Nieves recogió este poema de una sola estrofa en su libro Otra vez la nave de los locos, con el cual mereció el Premio Iberoamericano Cucalambé en su edición del 2002.


RÉQUIEM POR YAZMINA


Una mujer trashuma sus antojos

al filo de otra llaga casi tierna
y su reloj sonríe sin la eterna
mansedumbre del miedo en los cerrojos.

Una mujer escribe con cien ojos
antiguos como barro.
…………………………¿Tras qué aguja
se quita el corazón?
…………………………Alguien estruja

palomas en su vientre gota a gota.

Oh, Dios, ¿qué hacer con tanta nube rota
si la muerte no es más que una burbuja?


El fallecimiento de Yazmina se produjo a fines de octubre de 1999. Tras la violenta aparición de un compromiso respiratorio agudo de la enfermedad, entró en coma el mismo día en que iba a
contraer nupcias con Péglez, y falleció a la madrugada siguiente. A partir de entonces su compañero escribió una secuencia de poemas que, bajo el título Para un retrato de Yazmina incluyó como sección en su poemario (In)vocación por el paria, el cual mereció el Premio Iberoamericano Cucalambé en su primera edición (2000) y fue publicado en el 2001 por la Editorial Sanlope. Los diez poemas que integran la sección Para un retrato de Yazmina pueden verse mediante los siguientes enlaces de nuestro sitio Cuba Ala Décima:

Una mujer
Mensaje no enviado de Miguel para Ana
De Armando a Margarita

Nupcias
Ave Eva mía
Para un retrato de Yazmina (versión web de 2008)
Para un retrato de Yazmina (versión web de 2010)
La calle está desnuda
Breve elegía a solas

Orfeo vagando entre los páramos
Desencuentros en el bosque de Jayadeva (versión web de 2007)
Desencuentros en el bosque de Jayadeva (versión web de 2010)


Otro de los escritores de aquella honda cofradía para la que Yazmina se hizo tan querida, fue
el más joven de ellos, Karel Leyva Ferrer (Santiago de Cuba, 1975). Habiendo leído los cuentos de Yazmina —dados por su propia mano— para su libro en preparación Colores contra Tanatos, y subyugado por las peripecias del personaje Malva Iris, Karel rindió tributo a la autora desaparecida con esta décima, que años después publicó en la selección de sus textos aparecida en la Biblioteca digital de Literatura Universal.


EN MEMORIA

Colores contra Tanatos
Yazmina Calcines


Iris Malva rayo opal
colores contra Tanatos
inexistentes recatos
cuando se acerca el final
Todo al instinto animal
Todo al anciano pastor

Malva Iris cuál amor
fue menos Cuál supo alzarte
hasta ser única Parte

Clama tu reino al albor


Muchos años después, en el 2011, año en que se cumplió una década de la aparición del
poemario (In)vocación por el paria, con su sección Para un retrato de Yazmina, un poeta que no conoció a la autora de Colores contra Tanatos, Alexander Besú Guevara (Niquero, Granma, 1970) —Premio Iberoamericano Cucalambé 2007 con el libro Bitácora de la tristeza, desde el 2010 representante del Grupo Ala Décima en su provincia— dio a conocer su poema Ruta iberoamericana, con una reseña en diez versos de cada uno de los libros ganadores del Premio Iberoamericano Cucalambé. La primera décima del poema, al reseñar (In)vocación por el paria, es además, en consecuencia, un tributo a la escritora que nos dejó su novela inédita La sedición de Odette. Un tónico de mujer para el amor:


Año 2000. Pasa un paria.
(Parece oriundo de Grecia).
Su imagen clásica, recia,
es la arcilla intermediaria
entre su voz milenaria
y su cultura latina.
Un Hades de parafina
se postra reverencioso
ante el lírico sollozo
que inmortalizó a Yazmina.




domingo, 22 de enero de 2012

De Holguín


José Luis Serrano:
"La situación
está bajo control"

Este poeta no simpatiza con los oráculos que dictaminan la precariedad de la poesía cubana actual. Para él, no hay de qué alarmarse.


Por Héctor Carballo Hechavarría
Tomado de Juventud Rebelde


HOLGUÍN.— Ejerce una «extravagante» ocupación que, para tratarse de un poeta, algunos la consideran más emparentada con la muerte que con la existencia misma: funcionario para la investigación de accidentes laborales mortales, en uno de los departamentos de la Oficina Nacional de Inspección del Trabajo (ONIT) radicada en la Ciudad de los Parques.

Sin embargo, para el propio José Luis Serrano Serrano (Estancia Lejos, San Felipe de Uñas, Holguín, 1971), uno de los más prolíficos y laureados decimistas holguineros en los últimos tiempos, para hacer poesía es imprescindible poseer antes un «oficio real», del cual nutrirse de la realidad, pues esta «solo en apariencia, transcurre desligada de la creación literaria».

Serrano es uno de esos «raros» seres con quienes, al conversar sobre las cuestiones más terrenales, tal pareciera que lo estuviésemos leyendo. Todos los últimos miércoles de cada mes pudimos encontrarle puntualmente a las seis de la tarde en la sede holguinera de la UNEAC, a donde convoca su peña literaria Palma Sola.

—¿Cuánto le aporta tu oficio a tu creación artística?

—Mi trabajo no se encuentra para nada reñido con la literatura. Todo lo contrario. Mi relación profesional con la muerte me ha proporcionado un cúmulo de certidumbres en torno a la fragilidad del ser humano. Sabes que antes de dar un paso debes «identificar y evaluar» determinados riesgos. Aprendes que hay que asumir algunos peligros, siempre que así lo justifique un adecuado «análisis de costos y beneficios». Elementos a tener muy en cuenta en materia de creación artística.

Mi tarea es elucidar las fallas. No busco a un culpable. Eso le toca a «otro departamento». Me interesan las causas. Por eso estoy obligado a ser terriblemente aristotélico. Las causalidades, las fenomenologías, son mi comida. Cotidianamente tengo que enfrentarme a situaciones muy objetivas. Esto, paradójicamente, me coloca en una posición privilegiada a la hora de captar lo poético.

—¿Será tu poesía, además, algún tipo de «ingeniería literaria», porque quien la crea, además, es un ingeniero electroenergético?

—Ciertamente he dedicado 20 años, la mitad de mi vida, a experimentar dentro de las leyes de la «mecánica clásica». El soneto y la décima han sido mis corceles de batalla durante dos décadas. Muy pocos enigmas me faltan por develar al respecto. Octosílabos y endecasílabos son parte de mi sistema linfático. Es un hecho que en sonetos y décimas se ha escrito y escribe buena parte de nuestra mejor poesía. Basta con echar una ojeada a los libros premiados en el tristemente extinto Premio Iberoamericano Cucalambé. Personalmente, me he propuesto borrar las fronteras entre verso libre y escritura silábica. Dicho sea de paso, muchos de quienes creen escribir en verso libre en realidad practican una métrica defectuosa. Nada que ver con el verso libre. A Carlos Augusto Alfonso le va muy bien con sus endecasílabos y alejandrinos, pero hay quienes, huyendo de los metros y las rimas, caen de cabeza en el sonsonete polimétrico o la cantinela afásica.

—¿Cuánto hay ahora mismo de la AHS en ti, o viceversa?

—Desde diciembre de 2006 pertenezco a la dirección nacional de la AHS (Asociación Hermanos Saíz), una circunstancia que me ha permitido conocer muy de cerca cómo se gestan y desarrollan las políticas culturales en nuestro país. He participado de dicho proceso, lo cual te hace percibir los fenómenos culturales desde una perspectiva diferente, mucho más abarcadora, enriquecida por el conocimiento cabal de nuestras posibilidades y limitaciones. Concuerdo en que, como organización, nos corresponde salvaguardar las conquistas espirituales de la nación. Es en este terreno donde debemos concentrar nuestros mayores esfuerzos.

—¿Qué nuevos retos te impone ser el presidente de la filial holguinera de la Fundación Nicolás Guillén, desde agosto de 2010?

—Acepté por dos motivos. Uno: Nicolás es un poeta digno de reverencia. Dos: Su obra, por variadas razones, ha dejado de inquietar a los jóvenes artistas cubanos. Nuestro principal desafío está en «redireccionar» el modo en que se percibe a Guillén. Tenemos que establecer nuevos «hipervínculos» con su obra. Es cierto que algunas zonas de su creación se encuentran seriamente dañadas por el devenir. Hay, esto debemos admitirlo, un Guillén efímero y un Guillén esencial, pero no podemos permitir que aproximaciones turísticas, folclorizantes, nos ofrezcan «visitas dirigidas y de sano esparcimiento por la guilleneana comarca». Es nuestra responsabilidad impedir que el desgano y la mediocridad medien el acceso de los jóvenes al fecundo territorio que constituye la obra de Nicolás Guillén dentro de la literatura cubana y universal.

—¿Cómo valoras la salud de la actual creación poética en Cuba?

—No simpatizo con los oráculos que dictaminan la precariedad de la poesía cubana actual. Como en cualquier otra época y lugar, producimos buena y mala literatura. El hecho de que esta última haya alcanzado cierta preponderancia no debe alarmarnos. Hemos atravesado un período de relativa bonanza editorial y esto tiene sus «daños colaterales». Estéticas endebles parecen doblegar a otras mucho más arriesgadas y trascendentes. Libros olvidables triunfan. Autores menores son llamados a representarnos en eventos mayores. Pero, repito, no hay de qué alarmarse. La situación se encuentra bajo control. El tiempo, el implacable, dirá la última palabra.


Versión original de la entrevista, mediante este enlace, en Juventud Rebelde
.



domingo, 8 de enero de 2012


Palabras
escritas
en el prólogo
por otro
¿inocente?


Prólogo de Jesús David Curbelo al libro Palabras en la arena, de
José Manuel Espino, obra ganadora en décima en el Premio Fundación de Santa Clara 2010



A finales
de la década del ochenta, algunos poetas cubanos comenzamos a buscar, por separado e intuitivamente primero, con un poco más de premeditación después de ciertos conciliábulos, temas y formas que permitieran “revitalizar” la décima y ponerla en consonancia con el sentido y el sonido de los tiempos que corrían. A veces se cree que fue una reacción estrictamente generacional, que solo involucra a los que entonces éramos tan jóvenes (Alexis Díaz Pimienta, David Mitrani, José Luis Mederos, Heriberto Hernández, Frank Abel Dopico, Ronel González, José Luis Serrano, José Manuel Espino, Carlos Esquivel), y se olvida que autores de promociones anteriores (Renael González, Ricardo Riverón, Roberto Manzano, Pedro Péglez) igual hicieron aportaciones notables a una tendencia que se consolidó hacia mediados de los noventa y, a mi juicio, ya para los primeros años del presente siglo comenzó a dar síntomas de un agotamiento retórico que anuncia la necesidad de un nuevo salto.

En otras partes he hablado, y escrito, acerca de mi idea de que la poesía cubana posterior a 1959 puede ser leída como un conjunto de revivals de la poesía hispanoamericana desde mediados del XIX hasta casi exactamente un siglo después. O sea, un devenir que, al calor de lo posmoderno (y conste que aquí admito múltiples lecturas, incluso aquella que suscribe la no existencia de la posmodernidad en América Latina), posibilitó la coexistencia en nuestro panorama poético de corrientes tan diversas como el nuevo romanticismo, el neomodernismo, el neoposmodernismo y la neovanguardia. Como suele suceder en la realidad, por más que los manuales de historia de la literatura y ciertos críticos acomodaticios se empeñen en negarlo, estas corrientes no solo coexistieron, sino que se complementaron, y nos permiten estudiar la movilidad conceptual y formal de los autores con mayor facilidad que los demasiado socorridos enfoques generacionales, llenos de ambigüedades y tendientes a convertirse en compartimientos estancos (generación del 50, generación del Caimán Barbudo con sus dos promociones, generación del 80, generación del 90, generación del 2000); o que los también innúmeros puntos de vista estilísticos polarizados en conversacionalismo y tropologización.

Por desgracia, mucha crítica literaria cubana —escrita y oral—, ha satanizado, cuando no disminuido gracias a un tendencioso silencio, el papel que las inquisiciones hechas en y con la décima ha desempeñado en los movimientos de la poesía nacional durante los últimos veinticinco años. Del mismo modo, cierta crítica —y lo digo así porque no encuentro otro nombre— ha insistido en demostrar, a través de pobres reseñas y liberales antologías sobre todo, el peso cuantitativo de la décima, sin parar mientes en las calidades, víctimas de una estrategia que termina por dar la razón a los radicales del primer grupo, aquellos que ven en el cultivo de la espinela y sus variantes un comportamiento propio de poetas de provincia, saturados por sus lecturas de la poco experimental poesía escrita en lengua española y prisioneros de sus habilidades para la versificación, que coartan el sentido del riesgo y los conminan a repetir hasta la caricatura un conjunto de tics que ni asombran ni conmueven.

Por supuesto, tanto los detractores a ultranza como los defensores ciegos de entusiasmo por la estrofa olvidan que la forma es, en última instancia, una opción del contenido y que un poeta puede acertar o descalabrarse lo mismo con un conjunto de sonetos o décimas que con poemas en prosa, en versos libres, en versículos o con textos pictográficos y visuales. Al parecer, todo vale cuando se trata de inquirir en el devenir del ser y en el espíritu de una época, ya sean las iluminaciones de Rimbaud o los ensalmos musicales de Verlaine; ya sean los espacios en blanco de Mallarmé o las dizains de Valéry (una suerte de décimas francesas, cultivadas antes por Marot, Scève, Malherbe, Hugo); ya sean los montajes simultáneos y narrativos de Apollinaire y Cendrars, las escuetas visiones de Reverdy, las imágenes oníricas de Eluard y René Char o los cantos fundacionales de Saint-John Perse.

Y ese sería el derrotero para identificar, en la poesía cubana reciente, las décimas de las pésimas: advertir cuán lejos llegan en la captación y reflejo de las angustias del individuo ante Dios, el paso del tiempo, la muerte, la guerra, el amor, la construcción o asunción de sus identidades posibles, y discernir la funcionalidad estética de sus metáforas, el uso de los diversos niveles del lenguaje y la pertinencia del diálogo tradición-ruptura sostenido con la forma. Es decir, emitir auténticos juicios de valor sobre la profundidad emocional e intelectiva de los textos y justipreciar cómo sirve la estrofa para vaciar en ella las inquietudes espirituales de los autores y cuánta belleza hay en el resultado final. Y si algún crítico opina, además, acerca de cómo operan los poemas que leemos en su interacción con el resto del panorama, en cómo se inscriben en una corriente, o se mueven de una a otra según las necesidades personales de expresión, todavía mejor, porque nos propondría una lectura dialéctica lo mismo dentro de la obra personal del poeta que dentro de ese animal medio sinuoso e inapresable que se llama poesía cubana contemporánea.

Esa lectura es la que me gustaría hacer, de algún modo, con este poemario de José Manuel Espino. Y recalco lo de algún modo, porque estoy constreñido con el número de páginas y poner a dialogar Palabras en la arena con otros libros de Espino y con una perspectiva de conjunto de la lírica cubana actual (como he hecho con Carlos Esquivel o Roberto Manzano, por ejemplo), me llevaría muchas más cuartillas de las previamente pactadas con la editorial, amén de que me obligaría a repetir múltiples observaciones ya apuntadas en aquellos prólogos a cuya consulta remito para solventar hipotéticas dudas y aclaraciones: Toque de queda (Editorial Sanlope, 2006) y Canto a la sabana (Ediciones Unión, 2007), respectivamente.

En ambos explico las principales características temáticas y formales de cada una de las corrientes anotadas párrafos atrás; trato de analizar cómo y por qué surgieron y qué aportaron al discurso lírico cubano de la segunda mitad del siglo XX. Aquí resumiré a continuación aquellas dos sobre las cuales considero que se mueve este poemario de José Manuel Espino: el neomodernismo y la neovanguardia. Me ahorro las observaciones filosóficas, sociológicas, histórico-políticas y estéticas que pueden consultarse en los textos citados y doy paso a las estrictamente literarias en su sentido más estrecho.

El neomodernismo acusa un rechazo hacia la excesiva politización o socialización evidente de la poesía, prioriza lo tropológico en detrimento de lo conversacional-coloquial y anhela la reinserción en nuestro discurso lírico de cumbres como Darío, Martí y Casal (y a través suyo de toda la tradición franco-española y anglófona), a la vez que propone relecturas de “nuevas” tradiciones (italiana, alemana, escandinava) que puedan contribuir en la apertura de la poesía en idioma español a orientaciones y procedimientos que le han sido más bien ajenos. En lo formal, se distingue por el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos y de toda una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad consustanciales a la poesía medida y rimada. Fue en esta corriente donde mejor fortuna corrió, desde luego, la renovación ensayada a partir de la décima, en algunos libros de Roberto Manzano, Ronel González, Francis Sánchez, Carlos Esquivel y el propio José Manuel Espino, entre otros, que despojaron a la estrofa de los cabestros temáticos coyunturales (lo patriótico, lo social, lo rural-paisajístico, lo amoroso, lo satírico) y demostraron que servía para abordar cualquier asunto humano o divino.

La neovanguardia, por su parte, descuella por las contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música, etc.); por las violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); por el empleo de la intertextualidad, el coqueteo con el kitsch, la parodia, los diversos imaginarios populares, el onirismo, o la deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; y, también, por la lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; por la resistencia a dejarse arrastrar en el alud de la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc. A primera vista, pudiera pensarse que bajo estos presupuestos la poesía escrita en décimas tiene poco que hacer. Mas no es así. Lo demuestran las indagaciones presentes en Roberto Manzano, Pedro Péglez o Carlos Esquivel, cuyas décimas pluritemáticas y casi siempre deudoras del simultaneísmo compositivo heredado de Apollinaire y Pound, se mueven, encima, hacia la ruptura de los cánones tradicionales del octosílabo (hurgan en la prosa, en el eneasílabo, en el endecasílabo, en el alejandrino, en la polimetría) y de la rima (prueban con la asonante, con la arromanzada, con el verso blanco, con el monorrimo), en aras de la más absoluta “libertad”.

Por esas rutas camina, sin duda, Palabras en la arena, que guarda del neomodernismo la preferencia por lo existencial antes que por lo socio-político y cierta densidad simbólica (Dios, estrella, árbol, pájaro, mar, lluvia, etc.), que junto a cierta aristocracia vocabularia y al atentado no radical contra la música del poema anclan una zona del libro en esa corriente. Pero el resto es pura neovanguardia. Desde el propio título, cuya primera lectura, antes de la clásica referencia a Baquero, me llevó a pensar en la arena de los coliseos, en el sentido agonístico que hace de la literatura una perpetua lucha entre movimientos, tendencias, grupos, autores, quienes apenas poseen un arma de combate, y esta es engañosa, indómita, traicionera en su predisposición a la polisemia, a la connotación: el lenguaje. Luego, la referencia a Baquero, a su insoslayable “Palabras escritas en la arena por un inocente” (realzada con los epígrafes que abren y cierran el volumen y con el poema inicial), refuerza la idea: la poesía resulta un diálogo inacabable, polémico, revisionista, con otros autores, otras disciplinas, otras realidades, otros mundos, y esa controversia, para colmo, tiene algo de palimpsesto, pues de pronto el mar (de la historia, de la política, de la intolerancia, de la desidia, y otros) barre la arena y hay que comenzar de nuevo a escribir y rescribir contra la incertidumbre del tiempo y del azar.

Es lo que intenta Espino en este cuaderno que asume la actitud neovanguardista de proponer continuas relecturas condicionadas por la interrelación de la ficción con la historia, la teoría y la crítica literarias, como apuntan las anotaciones intertextuales con varios “dioses” de la poesía contemporánea cubana y, claro, del propio autor: Gastón Baquero (en los textos “Palabras en la arena” y “Coartadas de un inocente”), Raúl Hernández Novás (“Conversación con el Nictálope”), Fina García Marruz (al menos en el rejuego con el título “Las oscuras visitaciones”), Jorge Luis Borges (“Palos de ciego”) y Arthur Rimbaud (“Bitácora del hereje”, con vocales del trópico e iluminaciones). Incluso, un texto cuyas fuentes y referencias son menos rastreables (“Reescrituras en el Jardín de los amantes”), apunta desde el nombre hacia la revisitación y el pastiche tan del gusto posmoderno de la neovanguardia.

Hay, en esa dirección, una sección que me gustaría destacar: “Las oscuras visitaciones”. Aquí Espino se adentra en un ejercicio de alteridad basado en el empleo de las máscaras, de la plurivocidad, del dialogismo, en fin, que le otorga la multiplicidad de sujetos líricos que hablan de temas tan diferentes como Dios y la trascendencia o la imposibilidad de la posesión absoluta del amante; o de la prudencia del silencio en circunstancias políticas convulsas o la belleza del crimen. Y lo hace escudado en disímiles sujetos líricos provenientes del universo literario (autores como Safo, sor Juana, Kafka, Sade, Cavafis, todos malditos, subversivos, gustosos de ir a contracorriente; o personajes como Narciso, Alicia, Ana Karenina, Electra Garrigó, de algún modo marcados también por el fatum de la desobediencia), o provenientes del universo histórico-publicitario (discutibles heroínas como la Malinche o Lady Godiva, leyendas urbanas como Jack el Destripador o Yarini, estrellas del espectáculo y el deporte como Betty Davis, Tina Turner o Nadia Comaneci), que realzan la voluntad integradora de lo clásico y lo moderno, de lo culto y lo popular, otra de las directrices definitorias de la neovanguardia.

Por último, quisiera llamar la atención sobre las búsquedas que violan la arquitectura del poema, desde las dos más radicales (la distribución espacial de “Graffiti” o el simulacro de versículos en “Palos de ciego”) hasta la constante propuesta de ordenar las décimas en pareados, en dísticos que mantienen la rima pero crean la impresión de que no estamos frente a una estrofa de diez versos. Y, claro, el empleo de variaciones rimadas que ya mencioné antes (la asonante, la arromanzada, la monorrima) y que atentan contra el esquema tradicional de la espinela y su a veces monótona musicalidad. Recursos ambos tendientes a romper los rezagos neomodernistas del poemario en aras de inscribirlo totalmente en la neovanguardia.

Y aquí me detengo. Dejo a los lectores la amena tarea de establecer otras variables de comunicación con Palabras en la arena, ya sea a nivel temático o formal, de esas que siempre estarán presentes gracias a la antedicha polisemia de la poesía. Y, obviamente, agradezco al autor haberme pedido estas líneas donde me obliga a reflexionar sobre asuntos que me obseden, con los cuales sin falta quedo convencido de la importancia de la duda metódica, pues al final me siento mejor perturbando a los receptores con mis perplejidades, invitándolos a hacernos viejas y nuevas preguntas, para no olvidar nunca que la crítica literaria es, ante todo, un ejercicio de indagación, de modestia, de incertidumbre.


Jesús David Curbelo
La Habana, marzo y 2011