escritas
en el prólogo
por otro
¿inocente?
Prólogo de Jesús David Curbelo al libro Palabras en la arena, de José Manuel Espino, obra ganadora en décima en el Premio Fundación de Santa Clara 2010
A finales de la década del ochenta, algunos poetas cubanos comenzamos a buscar, por separado e intuitivamente primero, con un poco más de premeditación después de ciertos conciliábulos, temas y formas que permitieran “revitalizar” la décima y ponerla en consonancia con el sentido y el sonido de los tiempos que corrían. A veces se cree que fue una reacción estrictamente generacional, que solo involucra a los que entonces éramos tan jóvenes (Alexis Díaz Pimienta, David Mitrani, José Luis Mederos, Heriberto Hernández, Frank Abel Dopico, Ronel González, José Luis Serrano, José Manuel Espino, Carlos Esquivel), y se olvida que autores de promociones anteriores (Renael González, Ricardo Riverón, Roberto Manzano, Pedro Péglez) igual hicieron aportaciones notables a una tendencia que se consolidó hacia mediados de los noventa y, a mi juicio, ya para los primeros años del presente siglo comenzó a dar síntomas de un agotamiento retórico que anuncia la necesidad de un nuevo salto.
En otras partes he hablado, y escrito, acerca de mi idea de que la poesía cubana posterior a 1959 puede ser leída como un conjunto de revivals de la poesía hispanoamericana desde mediados del XIX hasta casi exactamente un siglo después. O sea, un devenir que, al calor de lo posmoderno (y conste que aquí admito múltiples lecturas, incluso aquella que suscribe la no existencia de la posmodernidad en América Latina), posibilitó la coexistencia en nuestro panorama poético de corrientes tan diversas como el nuevo romanticismo, el neomodernismo, el neoposmodernismo y la neovanguardia. Como suele suceder en la realidad, por más que los manuales de historia de la literatura y ciertos críticos acomodaticios se empeñen en negarlo, estas corrientes no solo coexistieron, sino que se complementaron, y nos permiten estudiar la movilidad conceptual y formal de los autores con mayor facilidad que los demasiado socorridos enfoques generacionales, llenos de ambigüedades y tendientes a convertirse en compartimientos estancos (generación del 50, generación del Caimán Barbudo con sus dos promociones, generación del 80, generación del 90, generación del 2000); o que los también innúmeros puntos de vista estilísticos polarizados en conversacionalismo y tropologización.
Por desgracia, mucha crítica literaria cubana —escrita y oral—, ha satanizado, cuando no disminuido gracias a un tendencioso silencio, el papel que las inquisiciones hechas en y con la décima ha desempeñado en los movimientos de la poesía nacional durante los últimos veinticinco años. Del mismo modo, cierta crítica —y lo digo así porque no encuentro otro nombre— ha insistido en demostrar, a través de pobres reseñas y liberales antologías sobre todo, el peso cuantitativo de la décima, sin parar mientes en las calidades, víctimas de una estrategia que termina por dar la razón a los radicales del primer grupo, aquellos que ven en el cultivo de la espinela y sus variantes un comportamiento propio de poetas de provincia, saturados por sus lecturas de la poco experimental poesía escrita en lengua española y prisioneros de sus habilidades para la versificación, que coartan el sentido del riesgo y los conminan a repetir hasta la caricatura un conjunto de tics que ni asombran ni conmueven.
Por supuesto, tanto los detractores a ultranza como los defensores ciegos de entusiasmo por la estrofa olvidan que la forma es, en última instancia, una opción del contenido y que un poeta puede acertar o descalabrarse lo mismo con un conjunto de sonetos o décimas que con poemas en prosa, en versos libres, en versículos o con textos pictográficos y visuales. Al parecer, todo vale cuando se trata de inquirir en el devenir del ser y en el espíritu de una época, ya sean las iluminaciones de Rimbaud o los ensalmos musicales de Verlaine; ya sean los espacios en blanco de Mallarmé o las dizains de Valéry (una suerte de décimas francesas, cultivadas antes por Marot, Scève, Malherbe, Hugo); ya sean los montajes simultáneos y narrativos de Apollinaire y Cendrars, las escuetas visiones de Reverdy, las imágenes oníricas de Eluard y René Char o los cantos fundacionales de Saint-John Perse.
Y ese sería el derrotero para identificar, en la poesía cubana reciente, las décimas de las pésimas: advertir cuán lejos llegan en la captación y reflejo de las angustias del individuo ante Dios, el paso del tiempo, la muerte, la guerra, el amor, la construcción o asunción de sus identidades posibles, y discernir la funcionalidad estética de sus metáforas, el uso de los diversos niveles del lenguaje y la pertinencia del diálogo tradición-ruptura sostenido con la forma. Es decir, emitir auténticos juicios de valor sobre la profundidad emocional e intelectiva de los textos y justipreciar cómo sirve la estrofa para vaciar en ella las inquietudes espirituales de los autores y cuánta belleza hay en el resultado final. Y si algún crítico opina, además, acerca de cómo operan los poemas que leemos en su interacción con el resto del panorama, en cómo se inscriben en una corriente, o se mueven de una a otra según las necesidades personales de expresión, todavía mejor, porque nos propondría una lectura dialéctica lo mismo dentro de la obra personal del poeta que dentro de ese animal medio sinuoso e inapresable que se llama poesía cubana contemporánea.
Esa lectura es la que me gustaría hacer, de algún modo, con este poemario de José Manuel Espino. Y recalco lo de algún modo, porque estoy constreñido con el número de páginas y poner a dialogar Palabras en la arena con otros libros de Espino y con una perspectiva de conjunto de la lírica cubana actual (como he hecho con Carlos Esquivel o Roberto Manzano, por ejemplo), me llevaría muchas más cuartillas de las previamente pactadas con la editorial, amén de que me obligaría a repetir múltiples observaciones ya apuntadas en aquellos prólogos a cuya consulta remito para solventar hipotéticas dudas y aclaraciones: Toque de queda (Editorial Sanlope, 2006) y Canto a la sabana (Ediciones Unión, 2007), respectivamente.
En ambos explico las principales características temáticas y formales de cada una de las corrientes anotadas párrafos atrás; trato de analizar cómo y por qué surgieron y qué aportaron al discurso lírico cubano de la segunda mitad del siglo XX. Aquí resumiré a continuación aquellas dos sobre las cuales considero que se mueve este poemario de José Manuel Espino: el neomodernismo y la neovanguardia. Me ahorro las observaciones filosóficas, sociológicas, histórico-políticas y estéticas que pueden consultarse en los textos citados y doy paso a las estrictamente literarias en su sentido más estrecho.
El neomodernismo acusa un rechazo hacia la excesiva politización o socialización evidente de la poesía, prioriza lo tropológico en detrimento de lo conversacional-coloquial y anhela la reinserción en nuestro discurso lírico de cumbres como Darío, Martí y Casal (y a través suyo de toda la tradición franco-española y anglófona), a la vez que propone relecturas de “nuevas” tradiciones (italiana, alemana, escandinava) que puedan contribuir en la apertura de la poesía en idioma español a orientaciones y procedimientos que le han sido más bien ajenos. En lo formal, se distingue por el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos y de toda una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad consustanciales a la poesía medida y rimada. Fue en esta corriente donde mejor fortuna corrió, desde luego, la renovación ensayada a partir de la décima, en algunos libros de Roberto Manzano, Ronel González, Francis Sánchez, Carlos Esquivel y el propio José Manuel Espino, entre otros, que despojaron a la estrofa de los cabestros temáticos coyunturales (lo patriótico, lo social, lo rural-paisajístico, lo amoroso, lo satírico) y demostraron que servía para abordar cualquier asunto humano o divino.
La neovanguardia, por su parte, descuella por las contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música, etc.); por las violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); por el empleo de la intertextualidad, el coqueteo con el kitsch, la parodia, los diversos imaginarios populares, el onirismo, o la deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; y, también, por la lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; por la resistencia a dejarse arrastrar en el alud de la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc. A primera vista, pudiera pensarse que bajo estos presupuestos la poesía escrita en décimas tiene poco que hacer. Mas no es así. Lo demuestran las indagaciones presentes en Roberto Manzano, Pedro Péglez o Carlos Esquivel, cuyas décimas pluritemáticas y casi siempre deudoras del simultaneísmo compositivo heredado de Apollinaire y Pound, se mueven, encima, hacia la ruptura de los cánones tradicionales del octosílabo (hurgan en la prosa, en el eneasílabo, en el endecasílabo, en el alejandrino, en la polimetría) y de la rima (prueban con la asonante, con la arromanzada, con el verso blanco, con el monorrimo), en aras de la más absoluta “libertad”.
Por esas rutas camina, sin duda, Palabras en la arena, que guarda del neomodernismo la preferencia por lo existencial antes que por lo socio-político y cierta densidad simbólica (Dios, estrella, árbol, pájaro, mar, lluvia, etc.), que junto a cierta aristocracia vocabularia y al atentado no radical contra la música del poema anclan una zona del libro en esa corriente. Pero el resto es pura neovanguardia. Desde el propio título, cuya primera lectura, antes de la clásica referencia a Baquero, me llevó a pensar en la arena de los coliseos, en el sentido agonístico que hace de la literatura una perpetua lucha entre movimientos, tendencias, grupos, autores, quienes apenas poseen un arma de combate, y esta es engañosa, indómita, traicionera en su predisposición a la polisemia, a la connotación: el lenguaje. Luego, la referencia a Baquero, a su insoslayable “Palabras escritas en la arena por un inocente” (realzada con los epígrafes que abren y cierran el volumen y con el poema inicial), refuerza la idea: la poesía resulta un diálogo inacabable, polémico, revisionista, con otros autores, otras disciplinas, otras realidades, otros mundos, y esa controversia, para colmo, tiene algo de palimpsesto, pues de pronto el mar (de la historia, de la política, de la intolerancia, de la desidia, y otros) barre la arena y hay que comenzar de nuevo a escribir y rescribir contra la incertidumbre del tiempo y del azar.
Es lo que intenta Espino en este cuaderno que asume la actitud neovanguardista de proponer continuas relecturas condicionadas por la interrelación de la ficción con la historia, la teoría y la crítica literarias, como apuntan las anotaciones intertextuales con varios “dioses” de la poesía contemporánea cubana y, claro, del propio autor: Gastón Baquero (en los textos “Palabras en la arena” y “Coartadas de un inocente”), Raúl Hernández Novás (“Conversación con el Nictálope”), Fina García Marruz (al menos en el rejuego con el título “Las oscuras visitaciones”), Jorge Luis Borges (“Palos de ciego”) y Arthur Rimbaud (“Bitácora del hereje”, con vocales del trópico e iluminaciones). Incluso, un texto cuyas fuentes y referencias son menos rastreables (“Reescrituras en el Jardín de los amantes”), apunta desde el nombre hacia la revisitación y el pastiche tan del gusto posmoderno de la neovanguardia.
Hay, en esa dirección, una sección que me gustaría destacar: “Las oscuras visitaciones”. Aquí Espino se adentra en un ejercicio de alteridad basado en el empleo de las máscaras, de la plurivocidad, del dialogismo, en fin, que le otorga la multiplicidad de sujetos líricos que hablan de temas tan diferentes como Dios y la trascendencia o la imposibilidad de la posesión absoluta del amante; o de la prudencia del silencio en circunstancias políticas convulsas o la belleza del crimen. Y lo hace escudado en disímiles sujetos líricos provenientes del universo literario (autores como Safo, sor Juana, Kafka, Sade, Cavafis, todos malditos, subversivos, gustosos de ir a contracorriente; o personajes como Narciso, Alicia, Ana Karenina, Electra Garrigó, de algún modo marcados también por el fatum de la desobediencia), o provenientes del universo histórico-publicitario (discutibles heroínas como
Por último, quisiera llamar la atención sobre las búsquedas que violan la arquitectura del poema, desde las dos más radicales (la distribución espacial de “Graffiti” o el simulacro de versículos en “Palos de ciego”) hasta la constante propuesta de ordenar las décimas en pareados, en dísticos que mantienen la rima pero crean la impresión de que no estamos frente a una estrofa de diez versos. Y, claro, el empleo de variaciones rimadas que ya mencioné antes (la asonante, la arromanzada, la monorrima) y que atentan contra el esquema tradicional de la espinela y su a veces monótona musicalidad. Recursos ambos tendientes a romper los rezagos neomodernistas del poemario en aras de inscribirlo totalmente en la neovanguardia.
Y aquí me detengo. Dejo a los lectores la amena tarea de establecer otras variables de comunicación con Palabras en la arena, ya sea a nivel temático o formal, de esas que siempre estarán presentes gracias a la antedicha polisemia de la poesía. Y, obviamente, agradezco al autor haberme pedido estas líneas donde me obliga a reflexionar sobre asuntos que me obseden, con los cuales sin falta quedo convencido de la importancia de la duda metódica, pues al final me siento mejor perturbando a los receptores con mis perplejidades, invitándolos a hacernos viejas y nuevas preguntas, para no olvidar nunca que la crítica literaria es, ante todo, un ejercicio de indagación, de modestia, de incertidumbre.
Jesús David Curbelo
La Habana, marzo y 2011
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