Ediciones Capiro,
frente a la
cámara oculta
Por Ricardo Riverón Rojas
(Dieciocho años como alternativa editorial)
-I-
Hace pocas semanas —el 23 de septiembre— fui convocado, junto a Blas Rodríguez Alemán, a una actividad en el Café Literario de Santa Clara con el objetivo de hablar, ante un público escaso pero sumamente atento, sobre Ediciones Capiro: su nacimiento, su historia, sus alcances, y también —si venía al caso— sus flaquezas. Supongo que la invitación que me cursaron se fundamentaba en la conmemoración del décimo octavo aniversario del día en que, como su principal gestor y primer director, asistí al nacimiento de esa casa editora.
Mi compañero en el podio entonces, Blas Rodríguez Alemán, ofició como director del Centro Provincial del Libro y la Literatura entre 1991 y 2006, años prósperos y lúcidos para Capiro. El prestigio que se deriva de todo el esfuerzo inteligente que Blas le dedicó al naciente proyecto, le asigna autoridad moral como disertante en aquel diálogo sobre lo que él mismo certificó, con el cabeceo aprobatorio de todos, como «el hecho cultural más trascendente de las últimas décadas en la provincia de Villa Clara».
Yo, a decir verdad, aún no me atrevo a darle un pase tan rotundo hacia la Historia al suceso, aunque reconozco que estableció buenas pautas para resanar el vacío cultural derivado del cierre en 1968, tras diez años de actividad, de la que sí constituye sin mucha discrepancia la institución cultural más trascendente del siglo XX en la provincia de Villa Clara: la Editorial de la Universidad Central de Las Villas.
Sobre los éxitos de Ediciones Capiro muchas personas hemos hablado con abundancia de datos y ejemplos, en espacios de todo tipo. Durante mi etapa como director del proyecto (1990-2004) concedí innumerables entrevistas para diversos medios, dicté conferencias, elaboré informes, impartí seminarios, asesoré tesis y hasta redacté (como coautor de Marlene Vázquez Pérez) una ponencia que se debatió en el Congreso Internacional Cultura y Desarrollo del año 2000. Por tales razones, la historia y los impactos promocionales de Capiro les son familiares a la mayoría de los lectores cubanos. Baste saber que hasta el día de hoy ha publicado ya más de trescientos títulos, distribuidos en cifras que sobrepasan bastante el millón de ejemplares, y que a su vera se fomentó y consolidó la cultura literaria en toda su área de influencia, pues involucró en su dinámica a: escritores, editores, críticos, promotores, funcionarios, obreros gráficos, libreros, periodistas, pedagogos, investigadores y lectores. Gracias a la interacción de esos profesionales, unida a la actitud receptiva de un buen número de instituciones, suponemos haber aportado nuestro grano de arena en pos de enriquecer un contexto donde a la literatura le correspondería diseñar —si se comprendiera, de una vez, por todos— una amplia zona de su imaginario reflexivo.
Debo confesar que al inicio de aquella actividad conmemorativa me sentí un tanto incómodo (Blas, al parecer, también), pues consideré poco productivo abrumar al público con el mismo discurso y el machacón lenguaje de los datos que reseñan éxitos y aportes, tan llevado y traído hacia tantos cónclaves.
Solo de pasada, y como con apuro, comentamos sobre los cuatro premios de la crítica recibidos por la editorial en su trayectoria; igual sobre el hecho de que algunas de las más conocidas firmas de la literatura cubana vinieran a publicar en nuestra casa en los duros años noventas, cuando apenas se producían libros, se cerraban proyectos editoriales y el destino de nuestra vida bibliográfica parecía condenado para siempre a las plaquettes. Brevemente también nos referimos a las varias decenas de autores que Capiro salvó del anonimato, a lo largo y pequeño de municipios y poblados de todo el país, especialmente los de la provincia sede. Tampoco insistimos mucho en repetir aquella historia de cuando, en los primeros momentos, nos desvelábamos esperando a que concluyera la tirada del periódico provincial para rescatar los llamados «picos» sobrantes de las bobinas de papel gaceta con el fin de convertirlos en pliegos y, de paso, asignarles un destino más trascendente que el de las envolturas de tabletas de maní o las tripas de agenditas telefónicas.
Todo eso está dicho y redicho en tantas entrevistas, en tantos artículos, en no sé cuántos informes e intervenciones orales que, de repetirlo, usurparíamos los dominios del papagayo.
Finalmente, por un acuerdo tácito que establecimos casi telepáticamente, desde los primeros parlamentos y tras un breve intercambio de señas, tanto Blas como yo derivamos el diálogo de manera natural hacia la evocación de algunos de los más ocurrentes desaguisados y anécdotas que tanto nos divirtieron en la «fiesta innombrable» de fundar, prácticamente a partir de nada, ese «espacio encantado» que aún creemos que es Capiro.
-II-
Ya no sabíamos qué inventar para crearnos «una imagen corporativa» en Capiro. Corría 1993 y en Cuba se hablaba bastante, con docta afectación, de marketing, publicidad, propaganda comercial —de efímera vida en vallas y programas de la TV deportiva—; a todos nos atenazaba la premura con que los prolegómenos del mercado iban estableciendo, con el índice impositivo, los puntos que debíamos modificar en pos de sustituir, con la clásica receta «d-m-d'», la ya vetusta lógica socialista de distribución, cuyo vínculo con la propaganda mercantil, como bien sabemos, equivale a cero en el dominio de los números reales; o cuando menos a la ratificación del carácter maldito de la mercancía en una sociedad que estuvo a un pelo de renunciar completamente al consumo.
Fue como una plaga: de manera explosiva debutaron en el corsé de nuestra economía —y de todo el entramado social— las llamadas corporaciones, firmas, empresas de capital mixto, mentalidad gerencial, empleomanías de uniforme, hasta configurar ese patético espécimen de nuestra cotidianeidad cuyo corto agosto se cebaba en «tocar los verdes», sobre todo en los cuadres finales de las tiendas recaudadoras de divisas, en el reparto de las propinas (quilito pa’ti, quilito pa’mí) y en la indirecta prebenda de las jabitas de aseo personal. Algunos se pusieron blancos como vampiros por el efecto de no exponerse al sol, la prolongada permanencia en aire acondicionado, las mangas largas, las chaquetillas, los lentes progresivos, y la costumbre de viajar en van o microbuses refrigerados (no sé si alguno habrá tomado contacto con Los camellos distantes, de Regino Pedroso); esa gente cambió más de lo debido, y en aquellas primeras escaramuzas marcaron, con insultante «distinción», su pauta diferenciadora.
Hasta hace poco no lo comprendía bien, pero las veces que logramos entablar conversaciones oficiales con aquellos empresarios, animados por la intención de estructurar ideas que involucraran a la editorial en la nueva lógica, al mirarles directamente a los ojos, constatábamos que sus pensamientos, en alas de los ojillos ingrávidos, se perdían en un confín que tal vez no estuviera muy lejano, pero sí muy por encima de nosotros. Mientras aquellos cambios se transmutaban en lógica común —que acabaría por aplanarlo todo nuevamente— y en atención al poco interés que mostraron por nuestras utopías, no nos quedó otra que, derrotados, endilgarles la generosa categoría de «personas de nuevo tipo». No es que estuviéramos despechados; tal vez las uvas estuvieran verdes. Pero un juicio más severo nos hubiera movido a proclamar —como le gustaría a mi amigo y colega Arístides Vega Chapú— que terminaron pareciendo «gente que asiste a su colocación».
Pese a la indiferencia de los gerentes —incluyendo los de las firmas llamadas «culturales»— la joven editorial Capiro insistió en jugar con las cartas del nuevo momento. Que todos éramos víctimas de lo que parecía una mordedura de cola de la serpiente. Por eso nos lanzamos a diversas iniciativas de propaganda gráfica, radial y televisiva en usufructo de un lenguaje por momentos comercial, aunque siempre con el superobjetivo de promover la desfavorecida —y ya desde los ochentas significativa— literatura que se producía en nuestro ámbito. Lo recuerdo y sonrío, lo asumo y lo digo, con orgullo y un sentimiento cercano a la autocompasión: nos acogimos a los signos y símbolos que la nueva semiótica callejera nos imponía, aunque siempre en nuestra mente se pintara de manera diáfana una cosecha cuya única plusvalía vendría a ser el incremento de la cultura literaria.
La palabra de orden, más que mecenazgo, era autofinanciamiento. Quien no lo consiguiera, sencillamente desaparecería; al menos así operó, por un tiempo, nuestra perspectiva económico-social. Menos mal que en el propio 1993, al desarrollarse el V Congreso de la UNEAC, Fidel Castro pronunció su célebre máxima: «La cultura es lo primero que hay que salvar», con lo cual estableció claramente que el Estado no dejaría a los proyectos culturales hundirse en la lógica de la sobrevivencia por cuenta propia. Ese fue el final feliz de nuestra frustrada metamorfosis. Se creó el Fondo Territorial para la Cultura (con presupuesto en divisas) y el apoyo estatal nos confirió, paradójicamente, mayor seguridad que nunca, pese a la debacle económica que enfrentaba el país. Pero mientras tanto…
-III-
Mandamos a pintar a mano unos llaveros (de madera y barnizados) con el logo de Capiro, que nos costaron tanto como si hubieran sido de plata repujados en oro; intentamos diseñar y encargar la confección de uniformes para los trabajadores de las librerías, y hasta concretamos —no sin dificultad— el de la que poco después devendría Ateneo. El tema de los uniformes de las librerías se instituyó problema de honor para nosotros, que lo asumimos de manera patética, y tarde nos percatamos de que, como pago por el pataleo, nos «trajinaban» con el asunto. Acabamos enterándonos cuando a una de las reuniones ordinarias con las administradoras de librerías, tres de las más bromistas se aparecieron uniformadas: con body color malva y short pitusa azul. Lo gracioso es que dos de ellas, Anelys y Aliuska, de la librería «Mario Casañas», de Santo Domingo, eran bellas y jóvenes (todavía lucen bien), mientras la tercera, Mireya Sosa, de la «Alberto Villafaña», de Ranchuelo, tiene más de cincuenta años, es pequeña tipo tapón, y ya su cuerpo exhibe la cuadratura de la quinta rueda. ¡Imagínenla con el atuendo! Enseguida circuló una décima, que alguien hizo pública en un receso:
Un uniforme que luzca,
que no sea saya y blusa,
sino body y short pitusa
—como el de Anelys y Aliuska—
daremos, y si se ofusca
alguien y no está conforme,
busquemos otro deforme
para que no haya querella
porque tal vez a Mireya
no le siente ese uniforme.
Imprimimos un cartel y un plegable que daban grima por el blanco y negro churroso, plano y sin medios tonos; logramos colocarnos en algunos espacios (sobre todo radiales) con mensajes de corte mercantil, hicimos subastas y rifas de libros, y como iniciativa más delirante, con el objetivo de ofertarlo en las numerosas veladas literarias que organizábamos, se nos ocurrió crear «el trago Capiro». Me detengo y lo cuento con detalles, por los matices pintorescos que caracterizan a la anécdota. Para la alquimia del cóctel acudimos a uno de nuestros empelados del almacén de libros: Yude Fraga, en atención a que antes de ser almacenero, como consta en su expediente laboral, había ocupado plaza de barman en una instalación recreativa. Y gracias a sus artes nació el trago (¡albricias!), que repartimos por primera vez en la celebración de la peña nocturna llamada «Un libro bajo las estrellas», muchas veces celebrada de verdad «bajo las estrellas» porque se hacía en el patio de la Casa de la Ciudad y —como estábamos en los albores del Período Especial—una buena parte de las noches magramente asistida por la luz de aquellos astros que tiritan, azules, a lo lejos.
Fue un espectáculo impresionante el de la degustación del trago. Había electricidad y algunos de los asistentes (en su mayoría miembros de un curioso Club de Excursionismo Cultural llamado 9550) concurrieron vestidos de cuello y corbata. Imperaba cierta atmósfera chic, con charlas inteligentes y frecuentes citas de clásicos, como corresponde a una concurrencia tan distinguida. Se hizo el anuncio del trago, que sería ofrecido a modo de exclusividad; se le tributaron aplausos a Yude, llegaron las bandejas con las copas y al poco rato todos exhibíamos, al hablar, una intensa tonalidad azul en la lengua. Pero no cualquier azul, ¡no, qué va!: era un tono intenso, casi azul marino tirando al violeta, tan rechinante que resaltaba en el rostro apenas las personas abrían la boca. Resulta totalmente imposible olvidar aquella lengua cianótica que le vimos a Carlos Alé cuando le ratificaba al Doctor Álvaro López: «Tiene usted razón, lo mejor de Rimbaud es El buque ebrio». Hubo su poco de alarma; hasta llegamos a temer un posible envenenamiento de aquellos excursionistas, intelectuales, periodistas, políticos y funcionarios convocados al ágape.
Recuerdo que la noche concluyó (como todo en Santa Clara) con una décima, de la cual, lamentablemente, solo recuerdo la primera cuarteta: «¿Qué tendrá el trago Capiro / que pone la lengua azul? / ¿Tendrá raíz de abedul / o la cáscara de un güiro?» Al llegar a mi casa hice buchadas y gárgaras con solución antiséptica y bicarbonato, pero el tinte persistió hasta el día siguiente.
Otra situación simpática tuvo como protagonista al doctor Arnaldo Toledo Chuchundegui, irónico profesor de dos generaciones de licenciados en Filología por la Universidad Central de Las Villas; la anécdota data asimismo de los primeros tiempos de la editorial, cuando la afluencia de originales aún era escasa y uno de los señuelos que usamos para que los autores entregaran sus manuscritos a aquel proyecto que parecía no tener futuro, era la afirmación de que pagaríamos los derechos de autor según lo marcado por la ley 14 de 1977.
Toledo, quien siempre ha dicho lo que dice, pero con socarronería y subtexto, se dio a lanzarme al oído como un dardo, en la peña llamada «Poemas de uno y de otros», un octosílabo. No se trataba de una cuarteta, ni siquiera de un pareado, solo un octosílabo, hasta que el diablo puso su mano y un buen día Toledo se fue detrás del posible discurso que aquella expresión le dictaba y agregó un segundo verso. Y así, a un promedio de uno por mes: un tercero, un cuarto… hasta el décimo verso, de manera que en diez meses completó (yo digo que contra su voluntad) una de las espinelas emblemáticas sobre las bondades financieras de la editorial. Se cebaba la estrofa, efectivamente, en la ventaja económica que Capiro significaría para los autores del territorio. Aquel primer verso, que repitió con pituita, decía: «El amigo Riverón». Y el amigo Riverón para arriba, y el amigo Riverón para abajo, hasta que el subconsciente trabajó por él durante diez meses:
El amigo Riverón,
que es amigo verdadero,
te puede prestar dinero
sin ninguna condición.
Mas si es mucha tu ambición
y aspiras a un buen retiro,
a la vuelta de un suspiro
podrás llegar a la meta
si haces cola de poeta
en Ediciones Capiro.
Independientemente de la broma «toledana», hago justicia: Capiro se precia de ser, entre sus homólogas con sede en provincia, la única editorial que, desde el primer libro, pagó sus honorarios a los autores. De algo así no pueden enorgullecerse ni siquiera sus antecesoras en el tiempo: Ediciones Matanzas, Ediciones Vigía y Ediciones Holguín. Claro, nuestros pagos padecían las inconsistencias de la ya insuficiente legislación sobre derechos de autor vigente entonces, con aquellos risibles mínimos de cuatro pesos por cuartilla, en prosa, y cuarenta centavos por verso, en poesía. De tal suerte Rafael Altuna (Delgado de segundo apellido y de condición), autor de Una tarde en el río, primer libro de Capiro, debió conformarse con cobrar ciento sesenta pesos, en virtud de que su original constaba de cuarenta cuartillas, remuneradas con la tarifa mínima, como correspondía a un autor inédito. Recuerde el lector que por entonces una libra de arroz llegó a costar en Cuba treinta y cinco pesos, razón por lo cual podemos concluir que aquel libro de Altuna, escrito a lo largo de una década dada su escasa productividad, le garantizaría poco más de cuatro libras y media de arroz, equivalente al consumo de una semana. Menos mal que el trabajo de pan ganar de Altuna no era la literatura, sino la muñequería de yeso. Aunque debemos reconocer que el eufórico autor debutante, hoy residente en Miami y retirado de la artesanía, no compró arroz, sino que nos invitó a todos a celebrar con una insólita bebida que ofertaban en el Mejunje por aquella época, a la que Williams Calero bautizó acertadamente como «Remolón», pues consistía en una liga del llamado «ron peleón» con jugo de remolacha. La décima, en forma de epitafio, no se hizo esperar:
Entre muñecos de yeso
y hablando mal del gobierno,
hoy mandamos al infierno
a Rafael, sin regreso.
La muerte, de un sólo beso
lo dejó tan triste y frío
que, en su modesto atavío,
de alcohol secó una laguna
y el esqueleto de Altuna
murió «una tarde en el río».
-IV-
Me recuerdo a mí mismo en los primeros días de Capiro, cuando aún los escritores no creían en su posible desarrollo y hasta yo mismo dudaba, aunque me debatía entre el escepticismo inteligente y el entusiasmo romántico, que al final ganó la batalla. No obstante considero que tras la asignación del crédito a mi persona, y al propio Blas, se ocultan otros protagonismos que considero justo reconocer sin más dilación. Rindo, pues, un homenaje que pudiera parecer inusitado en un intelectual de mi trayectoria, casi siempre enfocado a la crítica. En la etapa de gestación, quienes más creyeron en la posibilidad de una editorial en Villa Clara, y en mi posible capacidad para echarla a andar, fueron los funcionarios y políticos, esos que tantas veces hemos tildado de insensibles, o de burócratas. Nunca el diálogo entre ellos y nosotros ha sido un paseo por el Jardín del Edén, pues más bien han prevalecido: cierta acritud, notables diferencias de enfoques y mediana coincidencia en los fines, pero esta vez no ocurrió de esa forma. No sé si eran conscientes de la trascendencia de sus decisiones, tan en el tono de las nuestras, pero asumieron el reto, y en consecuencia los aplaudo, aunque tardíamente: Andrés Chávez Molina, ya fallecido, que entonces era director provincial de Cultura, dio las instrucciones necesarias en los momentos precisos para que nada detuviera la idea; también lo hizo, a su nivel, Roberto Martínez, con cargo similar en el municipio; Humberto Rodríguez, presidente de Asamblea Municipal del Poder Popular, nos alentó y apoyó con entusiasmo en todos los órdenes; Nelys Valdés, desde el Gobierno Provincial, fue justamente proclamada nuestra madrina; pero el espaldarazo mayor lo recibimos de Tomás Vázquez, Alicia Acosta y Gilberto Junco, desde el Partido Provincial, con un apoyo que no fue únicamente teórico o moral, y mucho menos moroso. Sin la decisión que tomaron, a inicios de 1990, de que la imprenta del Partido nos prestara inmediatamente servicio de impresión y el periódico nos entregara los picos de las bobinas, ni «una tarde en el río» nos hubiera correspondido, por muy románticos que fuéramos. Todos los que vinieron detrás de ellos en cargos similares, mantuvieron y hasta incrementaron el apoyo, pero entonces ya la editorial tenía resultados que mostrarles. Los mayores riesgos los corrieron quienes secundaron la idea cuando los sueños eran nuestra única carta de triunfo.
-V-
Aquella plácida tarde en el Café Literario concluyó con aplausos, fotos y un delicioso café capuchino que nos obsequiaron los anfitriones. Vivimos preciosos instantes para la evocación, el fervor conmemorativo, el recuento de las pequeñas y grandes fechas, el humor, las deliciosas pesadillas y los más lúcidos momentos.
Terminé, como siempre, emocionado. Por eso, antes de retirarme del local, fui al baño a lavarme la cara e, instintivamente, repetí frente al espejo: nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Pero… ¡Horror, mi lengua estaba negra! Al salir del baño pregunté por los ingredientes del café e Irán Cabrera, actual director de la editorial, me aclaró: «Es que para este aniversario creamos el Capuchino Capiro».
Santa Clara, 3 de octubre de 2008
Tomado de Cubaliteraria