domingo, 29 de marzo de 2020

…Pero el genio era Juan


Recordando al creador de Elpidio Valdés



Quiero escribir, pero me sale espuma… versó en algún momento el inmenso peruano César Vallejo. Y así mismo me ha tenido en todos los días recientes este dolor tan hondo. Perder físicamente a ese creador de excepción que es Juan Padrón es sin duda motivo de congoja para todos los cubanos. Y me atrevo a decir más: Para todos los que conocieron su obra, independientemente de su ubicación en términos geográficos.

Pero convengamos en que la angustia ha de ser más irrefrenable para los que con él compartieron sueños y empeños en aquellos años en que “éramos tan jóvenes”. Sin embargo, con todo y el corazón estrujado a no dar más, hay que escribir. Escribir las palabras que no podrá leer el hermano que ha partido hacia la eternidad que ya tenía ganada, aunque sea para hablar desenvueltamente, como si estuviéramos todos ahora mismo sentados en la azotea del Consejo Nacional de la Organización de Pioneros tomándonos un café y surgiendo a cada tramo del diálogo la consabida frase de “¿te acuerdas de…?”, para que sobrevenga luego, una vez más y para siempre, la juvenil risotada.

Éramos un grupo de creadores veinteañeros, nucleado espontáneamente, con Juan como líder espontáneo —liderazgo que ni él mismo se creía y ninguno osaba hacérselo saber— que se movía en los años 70 entre los predios del semanario Pionero y los del equipo de Propaganda Nacional de la organización pioneril, locales ambos enclavados en el Vedado capitalino con unas quince cuadras de distancia entre sí.

Éramos una decena de imberbes empeñados, cada uno con su proyecto propio —en muchos casos todavía informe— y sus propios sueños, con grados diversos de desarrollo en la profesión, a quienes unía una misma pasión: la de “hacer cosas para niños” desde la historieta, y a todos nos fascinaba el reluciente Elpidio Valdés creado por Juan por esos años y que ya había saltado del universo de los cuadros y los globos hasta la todavía incipiente cinematografía cubana de los dibujos animados. Eran ya varias las aventuras del carismático mambí que Juan había publicado en las páginas de Pionero y en otras publicaciones historietísticas de la época, y varios los cortos de animación de Elpidio que su autor había logrado producir con el Icaic. Pero Juan soñaba con un largometraje, sueño que compartía frecuentemente —como todos los suyos— con los integrantes de aquel grupo.

En aquel piquete veinteañero recuerdo —toda enumeración es riesgosa—, entre otros, a Alexis Cánovas, Ernesto Padrón —hermano de Juan—, Cecilio Avilés, Orestes Suárez, Emilio Fernández y Jorge Oliver, que funcionaba, también espontáneamente, como una suerte de coordinador para los empeños colectivos solicitados pòr Juan, como aquellas jornadas en que nos íbamos al campamento de Tarará —poco después convertida en Ciudad de los Pioneros José Martí—, a compartir con los muchachos de pañoleta ideas para guiones de nuevas aventuras y terminábamos todos tirados por el piso haciéndoles dibujos que nos pedían, ante la mirada atónita de los maestros y guías de pioneros que hubieran preferido organizar para los compañeros visitantes unas pulcras y disciplinadas filas de sus discípulos. De ese modo todos terminábamos dibujando a Elpidio Valdés, por encargo de esos “locos bajitos” que se nos encimaban con cariño de hijos a padres o hermanos un poquito mayores, Y Juan, el líder natural, también como todos regado por el piso y dibujando, se reía, se reía.

Teníamos, eso sí, en el Departamento Artístico del semanario, el magisterio cercano y fraterno de quienes nos aventajaban algo en edad y mucho en experiencia: Roberto Alfonso, Luis Lorenzo, Ubaldo Ceballos, el profesor mayor, Virgilio Martínez, y el director de la publicación, Ricardo García Pampín.

Una noche, temprano aún, recibí en Pionero una llamada de Oliver desde el Consejo Nacional de la Organización de Pioneros: “Oye, Pedrito, echa pacá, que vamos a tener con Juan una reunión de hablar mierda”. Todos sabíamos que así gustaba identificar El Bizco —como cariñosamente llamábamos a Oliver, aunque no tenía ni asomo de esa anomalía— a los encuentros que prometían ser particularmente creativos.

Y recorrí presto, con el desenvuelto paso de los jóvenes, las quince cuadras que me separaban de aquella azotea tertuliana de tantas veces. Allí Juan compartió con nosotros el guion completico de lo que sería el primer largometraje de Elpidio Valdés, el primer largometraje de dibujos animados en la cinematografía cubana.


Era increíble: Tenía la película entera en la cabeza, pero insistía como siempre en que le diéramos nuestros pareceres y hasta nuestras posibles variaciones a lo que tenía en mente. En un momento se detuvo para explicar que tenía un punto sin resolver: Hacía falta que alguna circunstancia retuviera a Elpidio en el poblado de Jutía Dulce en el momento en que su padre, su tío y los demás patriotas confabulados estaban listos para alzarse en la manigua, adelantándose al plan previsto, con motivo de la información que les había llegado de que las autoridades españolas estaban sobre aviso.

Hubo solo segundos de silencio en el grupo, hasta que alguien —no puedo precisar quién— sugirió que el intrépido mambí se encontrara con Mediacara y que este lo retuviera, idea que Juan redondeó: ¡Que Mediacara lo rete a una controversia!... Péglez puede escribir las décimas.

Así se decidió el posterior nacimiento de ese pequeñísimo aporte al largometraje Elpidio Valdés (1979), de Juan Padrón, contrapunto decimístico que muchos años después recogió el escritor tunero Carlos Esquivel, en su ensayo La décima en el cine: “Elpidio Valdés” y otros filmes cubanos:

MEDIACARA:
Pero miren quién va ahí,
ese pillo manigüero,
que esconde tras el sombrero
su cara de “yo no fui”.
Se va apurado de aquí
como una frágil chiquilla,
con frío en la rabadilla,
sin aire fiero ni saña,
porque los guardias de España
le hacen temblar las rodillas.

ELPIDIO:
No me tiemblan las rodillas
como no tiembla mi gente
que no hay gente más valiente
que mi gente en esta villa.
Si están sanas tus costillas,
y no quieres verlas rotas,
trágate tus palabrotas,
sucias de fango extranjero,
pues tu lengua, pendenciero,
lame a los panchos las botas.

MEDIACARA:
Mejor será si te callas,
hijo de aura y de mono,
que cuando me envalentono
mi revólver nunca falla.

ELPIDIO:
Tampoco mi brazo falla
cuando yo empuño el machete.

MEDIA CARA:
Te digo que me respetes.

ELPIDIO:
No respeto a una alimaña
que vende su patria a España.
¡Saca, cobarde, zoquete!

Otro grupo de jóvenes creadores, también por aquellos años, se nucleaban alrededor de la revista literaria El caimán barbudo, desde luego con otro perfil en sus empeños y con otras proyecciones estéticas. Uno de sus integrantes, el brillante poeta Luis Rogelio Nogueras (Wichy), tengo entendido que dijo alguna vez, justipreciando las características de su fascinante cofradía, que entre ellos —cito de memoria, con el riesgo que ello implica— había algunos hombres de talento, pero que el genio era El Flaco. Se refería al ya sorprendente poeta y trovador Silvio Rodríguez.

Me atrevo ahora a parafrasear a Wichy, recordando a aquel fraterno conciliábulo que se movía entre el semanario Pionero y la azotea del Consejo Nacional de los Pioneros: Entre nosotros había algunos hombres de talento… Pero el genio era Juan.


Versión original en Trabajadores:


 La fraternidad de aquellos años fue imperecedera. En 1998, en ocasión del homenaje que se le rendiría a Juan en el V Encuentro Iberoamericano de Historietistas, efectuado en La Habana, se nos pidió a cada cual una ilustración para la exposición que acompañaría el festejo. Esta fue la mía, donde mi personaje principal, el Mago Ahmed, acompañaba a Elpidio en la manigua redentora.


OTRAS VISIONES DEL TEMA:






EN NUESTROS ARCHIVOS:








No hay comentarios: