Recordando al creador de Elpidio Valdés
Quiero
escribir, pero me sale espuma… versó en algún momento el inmenso peruano César Vallejo. Y así mismo
me ha tenido en todos los días recientes este dolor tan hondo. Perder
físicamente a ese creador de excepción que es Juan
Padrón es sin duda motivo de congoja para todos los cubanos. Y me atrevo a
decir más: Para todos los que conocieron su obra, independientemente de su ubicación
en términos geográficos.
Pero convengamos en que la angustia ha de ser más irrefrenable para los
que con él compartieron sueños y empeños en aquellos años en que “éramos tan
jóvenes”. Sin embargo, con todo y el corazón estrujado a no dar más, hay que
escribir. Escribir las palabras que no podrá leer el hermano que ha partido
hacia la eternidad que ya tenía ganada, aunque sea para hablar desenvueltamente,
como si estuviéramos todos ahora mismo sentados en la azotea del Consejo
Nacional de la Organización
de Pioneros tomándonos un café y surgiendo a cada tramo del diálogo la
consabida frase de “¿te acuerdas de…?”, para que sobrevenga luego, una vez más
y para siempre, la juvenil risotada.
Éramos un grupo de creadores veinteañeros, nucleado espontáneamente, con
Juan como líder espontáneo —liderazgo que ni él mismo se creía y ninguno osaba
hacérselo saber— que se movía en los años 70 entre los predios del semanario Pionero y los
del equipo de Propaganda Nacional de la organización pioneril, locales ambos
enclavados en el Vedado capitalino con unas quince cuadras de distancia entre
sí.
Éramos una
decena de imberbes empeñados, cada uno con su proyecto propio —en muchos casos
todavía informe— y sus propios sueños, con grados diversos de desarrollo en la
profesión, a quienes unía una misma pasión: la de “hacer cosas para niños”
desde la historieta, y a todos nos fascinaba el reluciente Elpidio Valdés creado por
Juan por esos años y que ya había saltado del universo de los cuadros y los
globos hasta la todavía incipiente cinematografía cubana de los dibujos
animados. Eran ya varias las aventuras del carismático mambí que Juan había
publicado en las páginas de Pionero y en otras publicaciones historietísticas
de la época, y varios los cortos de animación de Elpidio que su autor había
logrado producir con el Icaic. Pero Juan soñaba con un largometraje, sueño que
compartía frecuentemente —como todos los suyos— con los integrantes de aquel
grupo.
En aquel
piquete veinteañero recuerdo —toda enumeración es riesgosa—, entre otros, a Alexis
Cánovas, Ernesto Padrón —hermano de Juan—, Cecilio Avilés, Orestes Suárez, Emilio
Fernández y Jorge Oliver,
que funcionaba, también espontáneamente, como una suerte de coordinador para
los empeños colectivos solicitados pòr Juan, como aquellas jornadas en que nos
íbamos al campamento de Tarará —poco después convertida en Ciudad de los Pioneros José Martí—, a compartir con los
muchachos de pañoleta ideas para guiones de nuevas aventuras y terminábamos
todos tirados por el piso haciéndoles dibujos que nos pedían, ante la mirada
atónita de los maestros y guías de pioneros que hubieran preferido organizar
para los compañeros visitantes unas pulcras y disciplinadas filas de sus
discípulos. De ese modo todos terminábamos dibujando a Elpidio Valdés,
por encargo de esos “locos bajitos” que se nos encimaban con cariño de hijos a
padres o hermanos un poquito mayores, Y Juan, el líder natural, también como
todos regado por el piso y dibujando, se reía, se reía.
Teníamos, eso
sí, en el Departamento Artístico del semanario, el magisterio cercano y
fraterno de quienes nos aventajaban algo en edad y mucho en experiencia:
Roberto Alfonso, Luis Lorenzo, Ubaldo Ceballos, el profesor mayor, Virgilio
Martínez, y el director de la publicación, Ricardo García Pampín.
Una noche,
temprano aún, recibí en Pionero una llamada de Oliver desde el Consejo Nacional
de la Organización de Pioneros: “Oye, Pedrito, echa pacá, que vamos a tener con Juan una reunión de hablar mierda”.
Todos sabíamos que así gustaba identificar El Bizco —como cariñosamente
llamábamos a Oliver, aunque no tenía ni asomo de esa anomalía— a los encuentros
que prometían ser particularmente creativos.
Y recorrí
presto, con el desenvuelto paso de los jóvenes, las quince cuadras que me
separaban de aquella azotea tertuliana de tantas veces. Allí Juan compartió con
nosotros el guion completico de lo que sería el primer largometraje de Elpidio
Valdés, el primer largometraje de dibujos animados en la cinematografía cubana.
Era increíble:
Tenía la película entera en la cabeza, pero insistía como siempre en que le
diéramos nuestros pareceres y hasta nuestras posibles variaciones a lo que
tenía en mente. En un momento se detuvo para explicar que tenía un punto sin
resolver: Hacía falta que alguna circunstancia retuviera a Elpidio en el
poblado de Jutía Dulce en el momento en que su padre, su tío y los demás
patriotas confabulados estaban listos para alzarse en la manigua, adelantándose
al plan previsto, con motivo de la información que les había llegado de que las
autoridades españolas estaban sobre aviso.
Hubo solo
segundos de silencio en el grupo, hasta que alguien —no puedo precisar quién—
sugirió que el intrépido mambí se encontrara con Mediacara y que este lo
retuviera, idea que Juan redondeó: ¡Que Mediacara lo rete a una
controversia!... Péglez puede escribir las décimas.
Así se
decidió el posterior nacimiento de ese pequeñísimo aporte al largometraje Elpidio
Valdés (1979), de Juan Padrón, contrapunto decimístico que muchos años
después recogió el escritor tunero Carlos Esquivel, en su ensayo La
décima en el cine: “Elpidio Valdés” y otros filmes cubanos:
MEDIACARA:
Pero miren
quién va ahí,
ese pillo
manigüero,
que esconde
tras el sombrero
su cara de
“yo no fui”.
Se va apurado
de aquí
como una
frágil chiquilla,
con frío en
la rabadilla,
sin aire
fiero ni saña,
porque los
guardias de España
le hacen
temblar las rodillas.
ELPIDIO:
como no
tiembla mi gente
que no hay
gente más valiente
que mi gente
en esta villa.
Si están
sanas tus costillas,
y no quieres
verlas rotas,
trágate tus
palabrotas,
sucias de
fango extranjero,
pues tu
lengua, pendenciero,
lame a los
panchos las botas.
MEDIACARA:
Mejor será si
te callas,
hijo de aura
y de mono,
que cuando me
envalentono
mi revólver
nunca falla.
ELPIDIO:
Tampoco mi
brazo falla
cuando yo
empuño el machete.
MEDIA CARA:
Te digo que
me respetes.
ELPIDIO:
No respeto a
una alimaña
que vende su
patria a España.
¡Saca,
cobarde, zoquete!
Otro grupo de
jóvenes creadores, también por aquellos años, se nucleaban alrededor de la
revista literaria El
caimán barbudo, desde luego con otro perfil en sus empeños y con otras
proyecciones estéticas. Uno de sus integrantes, el brillante poeta Luis Rogelio Nogueras (Wichy), tengo entendido que dijo
alguna vez, justipreciando las características de su fascinante cofradía, que
entre ellos —cito de memoria, con el riesgo que ello implica— había algunos
hombres de talento, pero que el genio era El Flaco. Se refería al ya
sorprendente poeta y trovador Silvio
Rodríguez.
Me atrevo
ahora a parafrasear a Wichy, recordando a aquel fraterno conciliábulo que se
movía entre el semanario Pionero y la azotea del Consejo Nacional de los
Pioneros: Entre nosotros había algunos hombres de talento… Pero el genio era Juan.
Versión
original en Trabajadores:
La
fraternidad de aquellos años fue imperecedera. En 1998, en ocasión del homenaje
que se le rendiría a Juan en el V Encuentro Iberoamericano de Historietistas,
efectuado en La Habana, se nos pidió a cada cual una ilustración para la
exposición que acompañaría el festejo. Esta fue la mía, donde mi personaje
principal, el Mago Ahmed, acompañaba a Elpidio en la manigua redentora.
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