Ternura por
lo recóndito
No resulta
fácil comentar el poemario Conversación
con las piedras después del puntualizador prólogo del avezado profesor
y poeta Roberto
Manzano. “Nunca se había extraído tanta esencia a las piedras. Nunca
estuvieron tan llenas de carga humana”, dice con resumidor acierto, en ese
introito, el también acucioso investigador.
El volumen,
del poeta, periodista e historiador Luis
Hernández Serrano (La Habana, 1943) mereció, por las apuntadas virtudes y
otras muchas, el Premio
Francisco Riverón Hernández en su edición del 2014, siempre ateniéndonos al
año que Ediciones
Montecallado asevera en la portada de los libros laureados en esta liza
literaria.
Y se me ocurre
que vale tal vez la pena —en realidad la alegría— enrumbar estas líneas, que
hace tiempo me debía, a tratar de dar luz al aparente misterio del singular
tratamiento presente en estas páginas, a partir de intentar un mayor
conocimiento del autor.
Luis es, ante
todo, un creador que emprende sus proyectos a partir de enamorarse de las
pesquisas más insólitas, con la mira siempre puesta en las dianas más ocultas,
inadvertidas por el mirador común. Es un sino que vertebra toda su fecunda
carrera —acaso por lo mismo un tanto inadvertida— igualmente en el periodismo,
en la poesía y en sus búsquedas históricas.
Luis observa
donde otros solamente miramos. Por eso puede decirnos, desde la primera estrofa
del cuaderno:
solas, humildes,
sin luces,
junto a las
tumbas sin cruces
de hombres
que desaparecen.
Las piedras
calladas crecen
en la tierra
carcomida,
como
maldición sin brida
que busca un
cuerpo sin alma.
Las piedras
viven en calma
su muerte.
¡Mueren sin vida!
No se crea,
sin embargo, que aquí el sujeto lírico se echa al hombro el manto olímpico del
Parnaso para ascender a un tono filosofal de escrutadores ribetes trasnochados.
El suyo es un sujeto lírico de ternuras hacia lo recóndito, que parece
matizarse en todo su trayecto con aquel pedido del grande Naborí:
hay que amar: amarlo todo, / desde el insecto a la estrella.
Luis no
aplica aquí una lupa a las piedras: se sienta entre ellas, con la compasión que
le viene de la poesía, a intentar con ellas un diálogo que le permita conocer
mejor sus restas y sus sumas, en un afán de acercamiento que nos recuerda “lo
mejor de lo humano” que pedía Guevara,
y también cierta canción a “las cosas que son feas”, legada para la memoria de
siempre por Teresita
Fernández.
Por esos
rumbos lo sorprendemos, hacia el mediodía del libro, en esta conmovedora
interacción con las porciones pétreas, a las que no desmaya en indagar con una
humildísima —y humanísima por tanto— vocación de tolerancia y comprensión del
mundo:
de seguir,
piedra, tu ruta.
Te sé la sed
de la gruta
y el alba en
tus ilusiones.
Yo te sé las
emociones
que la sombra
te provoca
y el tacto
con que te toca
hoy la dócil
soledad,
yo te sé tu
potestad
y por qué
calla tu boca.
El fin
último, la meta estética, el saldo espiritualizador de todo este empeño, puede
alcanzar sin duda el lector de estos versos. Siempre y cuando —no olvidarlo—
asuma su llamado a transitar los senderos con la misma mirada de bondad con que
Luis se ha detenido aquí a acariciar a las piedras.
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