jueves, 25 de abril de 2019

Sobre el libro Conversación con las piedras


Ternura por lo recóndito
 

No resulta fácil comentar el poemario Conversación con las piedras después del puntualizador prólogo del avezado profesor y poeta Roberto Manzano. “Nunca se había extraído tanta esencia a las piedras. Nunca estuvieron tan llenas de carga humana”, dice con resumidor acierto, en ese introito, el también acucioso investigador.

El volumen, del poeta, periodista e historiador Luis Hernández Serrano (La Habana, 1943) mereció, por las apuntadas virtudes y otras muchas, el Premio Francisco Riverón Hernández en su edición del 2014, siempre ateniéndonos al año que Ediciones Montecallado asevera en la portada de los libros laureados en esta liza literaria.

Y se me ocurre que vale tal vez la pena —en realidad la alegría— enrumbar estas líneas, que hace tiempo me debía, a tratar de dar luz al aparente misterio del singular tratamiento presente en estas páginas, a partir de intentar un mayor conocimiento del autor.

Luis es, ante todo, un creador que emprende sus proyectos a partir de enamorarse de las pesquisas más insólitas, con la mira siempre puesta en las dianas más ocultas, inadvertidas por el mirador común. Es un sino que vertebra toda su fecunda carrera —acaso por lo mismo un tanto inadvertida— igualmente en el periodismo, en la poesía y en sus búsquedas históricas.

Luis observa donde otros solamente miramos. Por eso puede decirnos, desde la primera estrofa del cuaderno:

Las piedras siempre perecen
solas, humildes, sin luces,
junto a las tumbas sin cruces
de hombres que desaparecen.
Las piedras calladas crecen
en la tierra carcomida,
como maldición sin brida
que busca un cuerpo sin alma.
Las piedras viven en calma
su muerte. ¡Mueren sin vida!

No se crea, sin embargo, que aquí el sujeto lírico se echa al hombro el manto olímpico del Parnaso para ascender a un tono filosofal de escrutadores ribetes trasnochados. El suyo es un sujeto lírico de ternuras hacia lo recóndito, que parece matizarse en todo su trayecto con aquel pedido del grande Naborí: hay que amar: amarlo todo, / desde el insecto a la estrella.

Luis no aplica aquí una lupa a las piedras: se sienta entre ellas, con la compasión que le viene de la poesía, a intentar con ellas un diálogo que le permita conocer mejor sus restas y sus sumas, en un afán de acercamiento que nos recuerda “lo mejor de lo humano” que pedía Guevara, y también cierta canción a “las cosas que son feas”, legada para la memoria de siempre por Teresita Fernández.

Por esos rumbos lo sorprendemos, hacia el mediodía del libro, en esta conmovedora interacción con las porciones pétreas, a las que no desmaya en indagar con una humildísima —y humanísima por tanto— vocación de tolerancia y comprensión del mundo:

Te sé ya tus intenciones
de seguir, piedra, tu ruta.
Te sé la sed de la gruta
y el alba en tus ilusiones.
Yo te sé las emociones
que la sombra te provoca
y el tacto con que te toca
hoy la dócil soledad,
yo te sé tu potestad
y por qué calla tu boca.

El fin último, la meta estética, el saldo espiritualizador de todo este empeño, puede alcanzar sin duda el lector de estos versos. Siempre y cuando —no olvidarlo— asuma su llamado a transitar los senderos con la misma mirada de bondad con que Luis se ha detenido aquí a acariciar a las piedras.










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