martes, 31 de enero de 2012

Yazmina Calcines

Una narradora erótica a quien
escribieron muchas décimas


El concurso nacional Ala Décima, en su convocatoria del 2012, dio a su acostumbrado premio colateral de tema erótico el nombre de Yazmina Calcines, una escritora que, aunque no fue poetis
a, devino —al decir de sus cercanos— “una narradora erótica a quien escribieron muchos poemas en la estrofa de diez versos”, a causa de sus vínculos afectivos con los poetas que un año después de su fallecimiento fundaron el Grupo Ala Décima, quienes fueron testigos del extraordinario amor por la vida de la autora y de su increíble estoicismo en el enfrentamiento a una enfermedad de fatal desenlace. El concurso Ala Décima le rinde así homenaje, en el año en que hubiera cumplido 55 años.

Yazmina Calcines Martínez (La Habana, 1957-1999) se desempeñó durante tres lustros como periodista en publicaciones juveniles. Fue jefa de redacción de la revista Somos jóvenes. En 1992 la Editora Abril publicó su cuaderno de cuentos De ángeles y demonios y el plegable Camila y los muñecos, cuento para niños. En 1996 los médicos le detectaron un cáncer muy invasivo, a resultas del cual le pronosticaron apenas tres meses de vida.

Sin embargo, Yazmina se sobreimpuso al cruel padecimiento durante tres años, que fueron los más fértiles de su vida literaria, paradójicamente en un campo siempre tan alejado de la muerte como es el que privilegia, artísticamente, los placeres del cuerpo. En 1999, en la fase final de la enfermedad que concluyó en su deceso, escribió varios cuentos eróticos para su libro Colores contra Tanatos, que no pudo concluir, y terminó su novela La sedición de Odette. Un tónico de mujer para el amor, hasta el momento inédita.

Para integrar el mencionado volumen en preparación, Colores contra Tanatos, escribió el cuento Negro, y lo envió a la edición del concurso de literatura erótica Farraluque que sería premiada en febrero del 2000, pero su heroica lucha contra el cáncer no fue suficiente para ver el resultado: Yazmina desapareció físicamente en octubre del 1999.

Como su cuento no pudo concursar, el Centro de Arte y Literatura Fayad Jamís, convocante del certamen, en homenaje a la escritora lo publicó en un sencillo folleto, con prólogo, titulado Una flor para Yazmina, de quien fuera su compañero en la vida y las letras, Pedro Péglez González. Ofrecemos a continuación, en este orden, el referido prólogo, el cuento Negro, y una selección de los poemas en décimas que le fueron dedicados por varios autores.



UNA FLOR PARA YAZMINA

Yazmina Calcines no pudo concursar en el Farraluque 2000. Desde su convocatoria había acariciado la idea de escribir un cuento para él, y ese deseo le surgía de su aprecio por el bien ganado prestigio del certamen y del amoroso vínculo cultural que la unió a Alamar en 1999. Andaba conformando su libro Colores contra Tanatos, narraciones en las cuales un mismo personaje —Malva Iris— vivía experiencias eróticas, desde la adolescencia hasta la adultez, con una persona de distinto temperamento cada vez, a quienes la autora identificaba con un color diferente. Había escrito los tres cuentos iniciales, correspondientes a las etapas púberes de Malva Iris, cuando se entusiasmó con el Farraluque. Decidió entonces interrumpir la secuencia cronológica que venía siguiendo y pasar a crear, específicamente para el concurso, la historia final del cuaderno.

Fue así que de su pluma surgió Negro, episodio en que el afán de romper las ataduras restrictivas del placer carnal, al pasar el laberíntico tamiz que a la siquis imponen las costumbres, deviene su contrario, con su recua de pérdidas y desencuentros. A principios de octubre de 1999 ya Negro estaba listo.

Pero Yazmina Calcines no pudo concursar en el Farraluque 2000. A mediados de ese mes, en las grises inmediaciones del día en que iba a casarse en la peña semanal de la biblioteca de Alamar, falleció víctima de una enfermedad contra la cual llevaba años luchando con estoicismo impar. Iba a cumplir, en ese diciembre, 42 años.

Sea esta modesta edición como una flor a su hermosa voluntad de lucha por la vida y por las letras.


Pedro Péglez González




NEGRO

El Incomprendido caminó hacia un reguero de alimañas que le guarnecían el corazón. Siempre la pregunta cautiva —la que lo ayudaría a sentir sobre la piel el cieno endurecido de una angustia, con la cual vindicaba todos sus pretextos—, asomaba a sus resquicios para que él no pudiera desatar los eslabones de una autoestima extraviada, desde la época en que los hombres acostumbran a observar con desgaire la mirada de un niño interior que exige todas las respuestas.

Él no hubiera querido desatenderlo, pero la vida, caprichosa e impredecible, había tomado la decisión por su cuenta y lo proveyó de poco tiempo para deleitarse con sus razones infantiles. Sólo codició sufrirlas, ofrecerles un ropaje de brisa náutica para que la huella de la impiedad hominal le convirtiera la sombra de su pasado en una borrasca. A Anselmo Torres Wong se le diluía, entre la arrogancia y la poquedad, el diluvio de contrastes con que sus ancestros orientales atiborraban sus rigideces, en eterna contienda con la mulatería de la sangre africana que Ochún echó a galopar por la soledad de sus venas.

—¡Y para colmo perdí el derecho al linaje! La sangre que me corre no alcanza para jugar majong ni comprar Ching Wan Hung en el Barrio Chino. Karma jodido este que me hace hombre entre el amor abstinente de mi madre y la mano negra de mi padre perforándome el tímpano con una bofetada.

Mulato, bembón, de nariz aplastada y un rostro regordete en el que predominaba el creyón oblicuo de los ojos trazados como por un dibujo escolar, Anselmo tenía la certeza de que el impío universo lo había tomado de la mano para coserle, sobre la piel, la huella sinuosa de la envidia. No triunfaba —pensaba— porque los otros, perspicaces al explorar en los indefectibles eslabones de su talento e inteligencia, reconocían al catearlo que en la competencia que imponen los sucesos carecía de rival y, siempre en vigilia, dedicaban todo su tiempo a moldear la conjura tangible que lo sustrajera del entorno.

Todo parecía indicar en él fuerza y resolución. Era insolente y la pupila asiática, revestida de una sangrecilla venosa oportunista, transitaba los espacios continentes de la humanidad con el propósito de deslindar los cuerpos inicuos que, a su modo de ver, emanaban suficientes trampas para impedirle la refulgencia.

La introspección materna con la cual se había sentado a la mesa en la oscuridad de su niñez, le había hecho ignorar que el hombre debe aprender a dialogar con el corazón y preguntarle cuál de los desafíos terrenos lo conducirá al amor, y no al sexo expoliador y deductivo en que se convertían sus apegos eróticos. Cada frustración de su voluntad de sentido robustecía —compensatorio recurso que le proporcionaba su siquis— la voluntad de placer que le manipulaba la libido de forma agresiva.

Practicaba el onanismo no como recurso ante la soledad, sino para sentir sobre su mano cómo el imperio de la realización lo convertía en dueño del universo. En ese instante, la eyaculación no era el propósito. Era el triunfo de una autosuficiencia controlada entre glande y prepucio que lo alejaba de las potencias del amor.

Y así fue como en un acto de absoluta negligencia se enamoró de Malva Iris con todos los segundos del asombro.

Tanta soberbia de clítoris presumido le afiebró la morbosidad contenida y comprendió que en ella anidaban los cirios que le compensarían el hambre de vulva redentora negada por las mujeres anteriores. El suplicio del común canal de mentes femíneas que renunciaban a la orgía plácida, por el temor de engramparse en las redes de la magia que fabula lo ignoto, era sustituido en Malva por el impudismo de la sangre y el cotejo de los vasos comunicantes que expoliaban las paredes del acoso vaginal, con que ella dominaba a los hombres en un diluvio de orgasmos incontenibles que exigían la penetración de un falo combativo, para descubrir cómo el útero, al menos el de ella, contenía la parodia del nacimiento del ser y la locura de imbricar el placer del corazón con el deseo de la piel.

El Incomprendido se sintió Iluminado al detectar cómo variaba su conducta ante el sufrimiento. Malva le obsequiaba el placer con mensajes en los que fluían, a través de la transpiración de su elocuencia, una forma de libertad desconocida, y la propuesta, cada vez más urgida de tangibilidad voluptuosa, modificaba el dolor del criticismo en Anselmo: lo último que hubiera sido útil para vadear entre los estertores de la oscuridad con que su mente se dejó manipular por las circunstancias, ocurrió en el hombre: una suerte de dependencia morbosa ante las razones y la vulva de la mujer, le fueron aniquilando la corteza de su autoestima hasta que las huellas de su identidad regresaron a la infancia, con el entusiasmo que se deriva de la esperanza.

Pero la devoción hacia Malva, en la medida en que fue aprehendiendo los códigos, le impuso la ansiedad anticipatoria de recrear el mundo, engañándolo con aires de autenticidad. Se le desencadenó la fobia tras el resurgir de anhelos despóticos con los que había arropado a su personaje favorito: el de la víctima ahíta de poder, arrasadora, que había aprendido a vivir con las ideas que le cercenaban el corazón por el acoso, con planes utilitarios, en los cuales el propósito era vencer los límites de su desolación anterior a cualquier precio.

—Anselmo, ¿dónde está el otro, el que fuiste, el que encontré agazapado tras la auténtica devoción de sus lamentaciones? Ahora es un lamento que manipulas sin emoción, tras una dignidad que te empecinas en mantener lacerada.

—Malva, nunca fui otro, al menos no lo reconozco. Moldeaste una figura sobre la cual intentabas vengar la ausencia de reconocimiento colectivo que aún te consume, a través de una lujuria con la que te complacías la soberbia. ¿Quién puede negarse a gozar? Aprendí que para estar a tu lado, aunque todo lo justifiques con tu verdad filosófica, hay que aprender a ser un gran gozador, y te lo agradezco, porque sé que puedo domeñar los clubes femeninos a mi antojo.

—¿Y nuestra complicidad...? —la mujer buscaba un recurso que le devolviera su amor propio.

—Creo que se disipó el día que metiste a la primera mujer en nuestra cama.

Todos los hombres a los cuales les transgredió el erotismo concluyeron odiándola con la reconvención que trasciende de la flaqueza moral. Inicialmente la amaban porque Malva recreaba los adornos de la concupiscencia de tal suerte que ellos se privaban del interés por saber si debían entregarse a los emplazamientos o hacer frente a ellos. Después, el resquemor acumulado en los trazos de la humedad vaginal con que ella les ungía el cuerpo, les producía una impotente desolación, un fatalismo neurótico ante una mujer que nunca ofrecía el arrobo, sólo inclemencia.

La libertad de asumir una postura cruel ante la desnudez de los hombres, le imponía una suerte de gusto por el sadismo con que les manipulaba la resolución, exigiendo una larga espera eyaculativa, y al instante, la impronta caída del semen maltrecho en los lugares más insospechados.

Anselmo le había aceptado el reto y su vanidad de hembra dominada cayó rendida ante el desafío. No había contado con una nueva fórmula para vapulear a los hombres. Su victoria indubitable había carecido siempre de cuestionamientos. Ella era la sibarítica, la que sometía a una urgencia perversa los ardores, por lo que dedujo que su nuevo hombre se apareaba a ella con idéntica morbosidad, porque era allí, en los jugos primitivos de la especie, donde la identidad de los dos, por razones diferentes, deleitaba con entera autonomía su propio ministerio.

El Incomprendido incorporó a su tedio los ardides de Malva. Retornó con voracidad al vacío existencial con el que modificaba sus formas de anhelar el poder y la libido se le tornó agresiva.

Fue entonces que Malva Iris fundió sus fantasías eróticas en una teoría, tras la que brotaran todas las potencias tangibles con las cuales la vanidad de Anselmo resurgiera sin sufrimientos. Dispuesta a compartir el placer y el dolor en una nueva hornada que le compensara a su hombre la huella pretérita y la transgresión moral de su presente, comenzó a vigorizar su elocuencia en torno a la metafísica del discernimiento.

—Dime, Anselmo, ¿cuánto puede atarte la palabra que define un concepto? Si la idea de la moral fuera otra, si existiera con distintos atributos, ¿no crees que sería mucho más llevadera la existencia? Deduzco que nos dejamos reprimir por el imperativo de los dictámenes, sin detenernos a reflexionar si esa es la zona por la que andan los gérmenes de la felicidad.

Malva sintió sobre su rostro la curiosidad del hombre, dispuesto a echar a andar dentro de un territorio que vibraba en su imaginación, pero del que carecía de respuestas. Se mantuvo en silencio.

—Digamos, ¿cómo evalúas la fidelidad, como un acto corpóreo, en el que te prometes matizar el dolor y el placer ajeno a cualquier forma de embeleso, con el que corras el riesgo de sublimizar los sentimientos, y siembres la eterna duda, y sientas miedo porque rebasas los propósitos iniciales; o la que potencia los ardores de la mente, en una serie de imágenes inconfesas, cuya intención sólo sea soliviantar los excesos del morbo en tu corrida?

—Tema difícil, Malva. Sobre todo porque me expongo a una evaluación de mí mismo que no quiero enfocar. No soy un tipo reflexivo. Quizás intuitivo, lo que me acomoda los deseos y me los justifica. Yo no necesito una aprobación de conciencia para hacer realidad los antojos.

—Quiero traspasar los límites del dos y convencerte de que el tres puede ser un buen refugio para protegernos contra la intemporalidad del aburrimiento. Demasiada coreografía de arrebatos lujuriosos nos convierte en personajes y espectadores a su vez, de una obra que ya representamos de memoria.

—Bueno, supongo que tendremos suficiente responsabilidad para afrontar los resultados. Ignoro hacia dónde iremos a parar como pareja.

—¿Qué te excita más, una mujer o un hombre? —Y ella no reparó en la voz del hombre, inmersa en definir la estrategia tangible del suceso, con una sabrosa angustia que le llenó de saliva la boca—. A mí me seduce la idea de degustar un cuerpo femenino. Sólo imaginar la cadencia del ritmo con que sus dedos acariciarán mi clítoris me produce un arrebato que me baña la vagina de estertores. Nadie como otra para conocer la trascendencia de una libación, porque reconoce ese cuerpo acariciado como propio.

—Nada de hombres. No quiero confusiones —espetó rápidamente El Incomprendido, para que a Malva ni se le ocurriera poner a prueba su condición viril.

Ya a ella la fabulación le había obnubilado el suprasentido. Su capacidad intelectual se redujo a moldear la tarea más difícil: completar el triángulo con un personaje estéticamente aprobado por ambos; que aceptara el acto como un juego más que no deja huellas y que algún compromiso social la obligara a la discreción.

Malva comenzó a disfrutar los brotes de una homosexualidad rescatada desde sus deseos más pretéritos, seducida por la idea de que la transitoriedad de los eventos los reduciría a circunstancias imposibles de eludir, mas carentes de toda preservación en el presente, sin comprender que cuando el hombre elige de entre la amalgama de probabilidades cotidianas éstas se convierten en una realización imperecedera, en la huella.

Pero, convencidos de que la mente aceptaba el riesgo, quedaron varados por la sorpresa y la realidad les hizo destilar una desconfianza semejante a la que sentían por el universo. Ambos comenzaron a fisgonear entre la duda y la palabra prometida, tras los ojos muertos de un amor apagado. Se les agrietaron los canales en la sangre que en algún momento les preservara la comunión, y un resentimiento mutuo los convirtió en seres extraños que iniciaban, en cada amanecer, la insurgencia de rasgar sobre las pieles, desesperados porque el espacio de antaño resurgiera ocupado por un dos ordinario, con el que supieran acariciarse los orgasmos irrepetibles de su individualidad.

El miedo les parió los excesos, en un aborto tortuoso que les sembró el camino en solitario.


Yazmina Calcines




DÉCIMAS INSPIRADAS
EN SU VIDA Y OBRA

Después de reponerse de las dos complejas intervenciones quirúrgicas que se le practicaron en 1996, en el ulterior y largo período de lucha a brazo partido contra el cáncer, Yazmina estrechó sus vínculos con el círculo de escritores decimistas de Alamar, entre los cuales ya se gestaba la creación del Grupo Ala Décima. De ese lapso data el siguiente poema de su compañero en la vida y las letras, Pedro Péglez González (La Habana, 1945), versos en que el autor incorpora el personaje femenino Zabás, centro del ya mencionado libro de cuentos eróticos De ángeles y demonios, y lo hace empleando vocablos propios del argot de la historieta, universo que Yazmina y él habían compartido durante largos años en las publicaciones de la Editora Abril. El poema fue incluido por Péglez en su decimario Los estertores del agua (Editorial Sanlope, Las Tunas, 1998):


BOCETO PARA LA PUESTA EN PAPEL
DE LOS ÁNGELES Y LOS DEMONIOS


CUADRO ÚNICO:
……………………..En la piel
de Zabás saltan violetas

La condenan las veletas
del cielo y ese doncel
que brinda oculto a su miel
con un efluvio……..Quizá
no es ella el demonio
……………………....…….Ya
sobre el ángel pesa el acto
Zabás le propone un pacto
Sonríen
…………..(CONTINUARÁ)


La sugestiva personalidad, lucha por la vida y obra literaria de Yazmina, así como la lectura de
De ángeles y demonios y del poema de Péglez, motivaron a otro de los escritores decimistas del aludido círculo, Modesto Caballero Ramos (Mayarí, Holguín, 1948), a escribir el poema Leyendo Los estertores del agua…, cuya primera estrofa ofrecemos a continuación. Modesto recuerda bien que Yazmina comentó que él había atrapado en esa décima el universo esencial de Zabás. Con posterioridad, el autor incluyó el poema en su decimario Piedra de escándalo, publicado por la Editorial Universitaria de Guatemala e
n el 2008:


LEYENDO LOS ESTERTORES
DEL AGUA
DE PÉGLEZ

A la memoria de mi hermana
Yazmina Calcines


I

Bajo el signo del azar
Zabás sigue escudriñando
en aquello que soñando
no le permite soñar.

Zabás se quiere estrenar
un amor a su manera
pero no hay carne y la cera
no complace a sus antojos.
Zabás se arranca los ojos
y no encuentra quien los quiera.


También de esa comunidad de escritores decimistas muy cercanos a Yazmina y Péglez fue María de las Nieves Morales Cardoso (La Habana, 1969), quien sintetizó en esta décima endecasilábica la
batalla increíble, de la cual fue testigo, entre la voluntad estoica de la escritora y los terribles sufrimientos corporales a que la sometía la dolencia. Años después, María de las Nieves recogió este poema de una sola estrofa en su libro Otra vez la nave de los locos, con el cual mereció el Premio Iberoamericano Cucalambé en su edición del 2002.


RÉQUIEM POR YAZMINA


Una mujer trashuma sus antojos

al filo de otra llaga casi tierna
y su reloj sonríe sin la eterna
mansedumbre del miedo en los cerrojos.

Una mujer escribe con cien ojos
antiguos como barro.
…………………………¿Tras qué aguja
se quita el corazón?
…………………………Alguien estruja

palomas en su vientre gota a gota.

Oh, Dios, ¿qué hacer con tanta nube rota
si la muerte no es más que una burbuja?


El fallecimiento de Yazmina se produjo a fines de octubre de 1999. Tras la violenta aparición de un compromiso respiratorio agudo de la enfermedad, entró en coma el mismo día en que iba a
contraer nupcias con Péglez, y falleció a la madrugada siguiente. A partir de entonces su compañero escribió una secuencia de poemas que, bajo el título Para un retrato de Yazmina incluyó como sección en su poemario (In)vocación por el paria, el cual mereció el Premio Iberoamericano Cucalambé en su primera edición (2000) y fue publicado en el 2001 por la Editorial Sanlope. Los diez poemas que integran la sección Para un retrato de Yazmina pueden verse mediante los siguientes enlaces de nuestro sitio Cuba Ala Décima:

Una mujer
Mensaje no enviado de Miguel para Ana
De Armando a Margarita

Nupcias
Ave Eva mía
Para un retrato de Yazmina (versión web de 2008)
Para un retrato de Yazmina (versión web de 2010)
La calle está desnuda
Breve elegía a solas

Orfeo vagando entre los páramos
Desencuentros en el bosque de Jayadeva (versión web de 2007)
Desencuentros en el bosque de Jayadeva (versión web de 2010)


Otro de los escritores de aquella honda cofradía para la que Yazmina se hizo tan querida, fue
el más joven de ellos, Karel Leyva Ferrer (Santiago de Cuba, 1975). Habiendo leído los cuentos de Yazmina —dados por su propia mano— para su libro en preparación Colores contra Tanatos, y subyugado por las peripecias del personaje Malva Iris, Karel rindió tributo a la autora desaparecida con esta décima, que años después publicó en la selección de sus textos aparecida en la Biblioteca digital de Literatura Universal.


EN MEMORIA

Colores contra Tanatos
Yazmina Calcines


Iris Malva rayo opal
colores contra Tanatos
inexistentes recatos
cuando se acerca el final
Todo al instinto animal
Todo al anciano pastor

Malva Iris cuál amor
fue menos Cuál supo alzarte
hasta ser única Parte

Clama tu reino al albor


Muchos años después, en el 2011, año en que se cumplió una década de la aparición del
poemario (In)vocación por el paria, con su sección Para un retrato de Yazmina, un poeta que no conoció a la autora de Colores contra Tanatos, Alexander Besú Guevara (Niquero, Granma, 1970) —Premio Iberoamericano Cucalambé 2007 con el libro Bitácora de la tristeza, desde el 2010 representante del Grupo Ala Décima en su provincia— dio a conocer su poema Ruta iberoamericana, con una reseña en diez versos de cada uno de los libros ganadores del Premio Iberoamericano Cucalambé. La primera décima del poema, al reseñar (In)vocación por el paria, es además, en consecuencia, un tributo a la escritora que nos dejó su novela inédita La sedición de Odette. Un tónico de mujer para el amor:


Año 2000. Pasa un paria.
(Parece oriundo de Grecia).
Su imagen clásica, recia,
es la arcilla intermediaria
entre su voz milenaria
y su cultura latina.
Un Hades de parafina
se postra reverencioso
ante el lírico sollozo
que inmortalizó a Yazmina.




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