Sobre la Peña de Ad Líbitum
Por
Pedro
Péglez González
Fotos: cortesía del dúo
Fotos: cortesía del dúo
La recurrente frase de Saint-Exupéry
no debe quedar en la retórica. No puede, so pena de lesa espiritualidad.
Viniendo el aserto de autor de bellas letras, bien vale hacerle
justicia, ante todo, en el quehacer cultural.
En ese ámbito, somos testigos cotidianos —aunque a veces no nos
percatemos de ello en toda su magnitud— de acciones que validan en la práctica
esa verdad de que no se ve bien sino con el corazón. Yo lo he visto, yo, con permiso del Maestro.
Son muchas las peñas artístico-literarias con larga data de admirable
persistencia a lo largo del país, por encima de innúmeras dificultades de
diverso signo. La
del dúo Ad Líbitum es, a no dudarlo, un paradigma de esa vocación por la
defensa de lo esencial invisible para los ojos y de servicio a la elevación
espiritual de la población.
La pareja, unida en el arte y en la vida, está integrada por María
de las Nieves Morales —poetisa y narradora oral escénica— y Leonel
Pérez Pérez —trovador, poeta y también narrador— y debutó como binomio
dramático-musical en julio de 1998, justo en el quinto aniversario de
otro espacio, la peña semanal de la biblioteca
Tina Modotti, de Alamar.
Poco después fundaron su propio sitio de encuentro con el público, que
en una primera etapa pareciera tener inclinación itinerante: tuvieron sedes
sucesivamente en el Museo Alejandro de Humboldt, el Museo del Papel (La Habana
Vieja), el Centro Cultural Habana (Centro Habana) y la Casa de Cultura Mirta
Aguirre (Playa). En febrero del 2012 plantaron su bandera en el patio del Centro
Iberoamericano de la Décima —calle A entre 25 y 27, Vedado—, donde acaban de
festejar su tercer aniversario.
La hoja de servicios artísticos de María y Leonel requeriría otro
trabajo periodístico: como dúo incluye giras en Cuba y otros países —tienen dos
misiones culturales en Venezuela—, una producción
discográfica atendible y lauros individuales como escritores, tanto
nacionales como más
allá de nuestras fronteras. Ella, por ejemplo, atesora once galardones
internacionales, y sin embargo es muy poco conocida en Cuba como autora
literaria.
Pero lo que me interesa ahora destacar es esa como capacidad de
bondadosos flautistas
de Hamelin para conducir a los demás siempre hacia lo noble. Dos creadores
con suficiente talento, nivel estético y repertorio para llenar el programa con
su propuesta de trova, poesía y narración oral escénica, y no obstante lo
comparten siempre con otras voces: escritores de versos y de cuentos, trovadores
y artistas de la escena.
Menos mal que en este caso, y en otros, los oficios institucionales han
obrado a favor: el Instituto Cubano de la Música ha tenido el acierto de
auspiciar espacios tales.
A su paso con su peña por distintos municipios, María y Leonel
han
cosechado amigos que aún los siguen como contertulios de cita en cita, y
además, a cada una, asisten nuevos. El resultado es de nutrido y cariñoso
público en cada encuentro, el primer sábado de cada mes, a la hora en que
mataron a Lola, y que “no se suspende llueva, truene o caigan raíles de punta”,
como dice Leonel.
Algunos que lo saben, pero nunca han ido, les han preguntado —acaso
porque no saben ver con el corazón—: “¿Pero ustedes qué dan allí? ¿Dan ron o
cerveza? ¿Reparten merienda?” Y ellos se esfuerzan por esbozar una sonrisa
compasiva por respuesta.
No es para menos. Porque compasión merecen quienes sean capaces de
repetir hasta el cansancio la consabida frase de Antoine
en El pequeño príncipe,
y no sepan aquilatar el quehacer de quienes la convierten en aporte a la vida
de la gente. Y no sepan —mucho menos— respaldar ese aporte como se debe.
Sobre todo en estos tiempos de pérdidas de valores, por cuyo rescate se
viene insistiendo sin desmayo, con la convicción, también martiana —“mucha
tienda, poca alma”— de que “lo esencial es invisible para los ojos”.
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