miércoles, 22 de julio de 2009

El ensamblaje de las heridas

Prólogo para el libro Cicatrices de sal,
Premio Iberoamericano Cucalambé 2009
,
de
Irelia Pérez Morales

Al centro, Irelia recibe el premio. A la izquierda, Antonio Borrego. A la derecha, Ramón Batista y Leticia Tamayo, director y especialista, respectivamente, de la Casa Iberoamericana de la Décima El Cucalambé.



Por R
oberto Manzano

Irelia Pérez, en Cicatrices de sal, nos ofrece una ruda estética: la del tatuaje. A punta de alfiler, de cuchillo, con las uñas, destilando perfume o sal. Pero con la autenticidad en las manos, con los dedos crispados de autenticidad. A veces no se trenza, de modo inconsútil, una herida con otra; pero el arranque y la conjunción van saliendo de las nueces del artista honrado, el que escribe con energía y lealtad.

Claro, es arte lo que consumimos, y con la oculta música de la décima, que es estrofa apolínea, si las hay, así que lo dionisíaco de la mutilación incorpórea se recibe bajo un dominio, e incluso hasta bajo una irregular elegancia, que produce una aceptación gustosa en nuestro ánimo. Pero para el que sabe ver, y tiene ojos que no descansan, hay una brotazón violenta, que nace directamente de la vida que malvivimos.

Si hay mucho dolor en estos versos, como lo hay, también se exhibe una imaginación abundante, en todos los planos, el de los temas, el de lo compositivo, el del lenguaje. En esto radica su triunfo mayor: es bueno saber que podemos adueñarnos de las formas, pues ellas organizan al contenido. Como quien dice: si las manejamos a ellas, los manejamos a ellos. Son operatorias de la psiquis, que se cumplen en el arte como en ningún otro reino, y es una de las utilidades invisibles de la poesía.

¿Puede ser sometido el caos a sistema? Por supuesto: el arte existe. El arte es una de las maneras de poderse parar con cierta dignidad en el caos. Pero para ello hay que ser un enlazador bien entrenado, con suficiente capacidad de bordadura entre lo disímil. El hecho mismo de tratar de empotrar el caos en una décima —que es armonía pitagórica, inherencia de un orden— implica ya la hazaña: lo que corrobora aquel presupuesto lezamiano de que la poesía ama lo imposible.

Cuando las décimas, en cierta época de su evolución entre nosotros, daban por sentada la armonía de la realidad todo quedaba bruñido y fluyente: en el pulimento de la décima entraba, a través de una oracionalidad que se solapaba con las distancias métricas, la pulida realidad que se incorporaba. Hasta el ensortijamiento de lo barroco quedaba bien solapado con el recipiente, y se ensortijaba dentro de sus bordes de cristal. Pero la décima cubana de hace unos años ya, quiere que la estrofa —que desconoce la incertidumbre por su naturaleza formal— sea un caos conciso y bien resuelto, vale decir, acomode al caos su horma renacentista. Y pienso que se está logrando, que se ha logrado, pero que se están corriendo ya grandes riesgos.

Esta actitud marcha aceleradamente ya hacia una retórica, y llegará un día en que una décima de antes, revisitada creadoramente, resultará enormemente subversiva. Porque hasta ahora no hemos descubierto otra manera de renovar que la de personalizar algún estado anterior del curso que se desea desautomatizar. No es el caso de estas décimas de Irelia Pérez, que aún cristalizan esas sumas que los nuevos poetas en décimas han incorporado a nuestro quehacer lírico. Y lo hacen con mucho rigor y espontaneidad. Como este libro, más que documento puramente estético, es expediente humano, se comunica con hondura y ganancia.

El libro está cruzado de epígrafes, ellos entran y salen por los textos fosforesciendo semánticamente, a la vez que dinamizan compositivamente. Se encuentran en el borde mismo de lo adecuado artísticamente, pero no son mero ornato, gusto ingenuo por el paratexto. Constituyen otro recurso para el diálogo, de tanta presencia en la estructura artística de este libro, que tiene osamenta dramática. Son intercambios rápidos con otros, que escoltan la conversación interior de los versos. Es un juego de montajes, que atraviesa todos los planos, y que es positivo, porque está sujeto a leyes de economía y síntesis.

No pueden faltar, entonces, los juegos de escenas. Y no faltan. Las composiciones siempre tienen un trasfondo espacial, a veces son cuadrantes del planeta, regiones del horizonte: Grecia, Indoamérica, Italia, el mar… De ahí a la señalética presente en algún texto, no había más que dar un paso, y la autora lo da, siempre corriendo riesgos estéticos, pero salvándose por la síntesis y la autenticidad. Incluso, la aguja que cose el libro —que se comporta como un sistema: una habitación civilizada— es el ancla, que en la emblemática de la literatura y el libro es lo que permanece, la identidad. Recuerde el lector aquel famoso exlibris que tenía un delfín —lo que escapa fluyendo— y un ancla —lo que se queda, lo inmóvil.

Irelia inscribe un tatuaje en que el ancla tiene un raro protagonismo en medio de un juego prevaleciente de líquidos. Y todo en una atmósfera posmoderna de grotescos, de violencias visuales, pero todo sujeto al pulimento de la síntesis, al agradable cierre de lo que se exhala. Es indudable que muestra pericia en los contrastes, que son, en muchos momentos de realización de lo artístico, toda la técnica posible. Lo que torna unitivo lo disperso, es la voz que habla y la voluntad de composición del libro, que lo constituye en sistema.

Aunque en arte no se puede olvidar ni un solo segundo la forma, porque es el reino de las representaciones, Irelia Pérez se encuentra trabajando en cada página con cicatrices, y en muchas ocasiones sobre ellas danza la sal, lo que genera una entrada profunda en la sensibilidad humana. Este libro vale como un acierto de la sensibilidad, y el hecho de que esté en décimas torna la visualidad más rápida, y más proclive a la sanación de las incisiones que produce el caos.



Roberto Manzano
El Canal, julio de 2009.

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