Canta otro tiempo en el río…
Tomado de Cubaliteraria
En lo primero que pensamos
cuando se habla de Raúl
Ferrer es en la orgánica simbiosis poeta-maestro-luchador social, sin que
ninguno de esos tres vértices rebase al otro en preferencias o realizaciones.
Bien conocida es su historia
como pedagogo de singular método, su devoción por el acto primigenio de la
enseñanza, ese que pone al maestro frente al alumno para que le enseñe, no solo
los contenidos académicos, sino también una manera de vivir de frente a los
ideales de justicia e igualdad que se identifican con el impulso revolucionario
que siempre lo guió. Su más conocida composición Romance de la niña mala deja constancia de que, para el tipo de
maestro que era Raúl
Ferrer, importaba tanto el cultivo de los sentimientos como el del
intelecto. Su Dorita, a la que se negó a considerar “mala”, es portadora de una
sensibilidad notable a través de la cual logra la empatía con el maestro, que
termina tomándola como patrón poético para exponer en versos su tesis
pedagógica.
Y es que en Raúl
Ferrer se corporiza un modelo del intelectual de izquierda que tuvo su
génesis en aquellos poetas que en el siglo XIX hicieron coincidir, con ejemplar
coherencia, vida, obra y pensamiento en un proyecto único de patria. Esa
tradición, enriquecida en el siglo siguiente por ideales socialistas hacía
compatibles en alto grado las tres vocaciones mencionadas en el párrafo
anterior. Con el declive del ideario socialista que se evidenció con fuerza
hacia el segundo lustro de los años ochenta y tuvo su desenlace catastrófico a
inicios de los noventa, se fueron distanciando cada vez más, en las dinámicas
cotidianas entonces llamadas postmodernas –aunque sin dejar de ser
complementarias– las figuras del poeta y el luchador social. Y no es que
considere obligatorio el maridaje de esas dos actitudes, solo llamo la atención
sobre el fenómeno en sí porque igual me parece una aberración cuando tal
indiferencia se instituye como condición casi obligatoria para considerar a una
poética trascendente.
Raúl
Ferrer fue, como apunté antes, fiel a aquella tradición que tuvo en José
Martí su más alta expresión, y siempre puso el hombro donde entendió que le
prestaba un mejor servicio al engrandecimiento de la patria. Al respecto
resulta oportuno recordar la forma en que lo evoca la doctora Graziella
Pogolotti en un artículo de Juventud
Rebelde:
"Frecuentó desde antes
del triunfo de la Revolución los medios intelectuales y políticos capitalinos,
pero nunca tuvo a menos presentarse como lo que era ante todo y por encima de
todo, un maestro de primaria en una escuela rural de Yaguajay. Sin abjurar
nunca de su condición sustantiva, comunista de siempre, no fue sectario."1
Es cierto que el ambiente
poético cubano se enrareció notablemente en los años setenta del pasado siglo,
como consecuencia de los desafueros con que el poder revolucionario se desmarcó
de los intelectuales, derivación del sonado caso Padilla. Aquellas rupturas
marcaron una atmósfera de interdicción que a su vez generó una reacción
extremadamente aguda –como dolorosas fueron las laceraciones– en los
intelectuales, de manera que, según mi apresurada predicción tardaremos aún
algunas décadas en presenciar el regreso el péndulo hacia posiciones de mayor
compromiso desde el texto escrito. Y si aclaro esto último es porque los
compromisos, desde otras esferas vitales, han mantenido a la mayoría de la
intelectualidad del lado de la doctrina revolucionaria y antimperialista, de la
cual nunca se distanció, ni siquiera en los momentos de mayores desencuentros.
Pero para Raúl
Ferrer, cuyo centenario celebramos el pasado día 4 de mayo, esas
disyuntivas nunca existieron; siempre dejó claro que su poesía estaría al
servicio de un humanismo fomentado al amparo de las luchas provenientes de la
tradición patriótica, donde antecedentes tan notables como el de Martí y
Villena, para citar solo dos, le aportaban la fuerza inspiradora. Señalo no obstante
que, de la misma manera que ocurrió con Manuel Navarro Luna y Jesús Orta Ruiz
–de quienes lo separan por nacimiento, en un sentido y otro, varios años–
además de aquellas composiciones donde el enunciado patriótico se hace más
denotativo, algunos de sus poemas de mayor arranque lírico o filosófico hoy
podríamos considerarlos dentro de los imprescindibles a la hora de atesorar las
mejores composiciones de la más exigente antología nacional, junto a Heredia,
Milanés, La Avellaneda, Plácido, Martí, Boti, Guillén, Villena, Tallet, Fayad,
Retamar, Escardó, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar y tantos otros.
Pensemos, por ejemplo, en
los inmejorables sonetos de Una parte
consciente del crepúsculo de Orta Ruiz, o en Doña Martina, de Navarro Luna, y seguro no pondremos en duda las
altísimas calidades que los marcan. A esa misma altura –para seguir ateniéndome
a una sola composición emblemática– situaría yo las Décimas del tiempo tiempo, de Raúl Ferrer, donde no solo nos regala reflexiones de hondísimo
calado, sino que también derrocha ingenio poético y asume retos pocas veces
enfrentados por los poetas. Veamos si no una de sus décimas:
En el tiempo va el
embrión
que de tiempo se sostiene,
pero el tiempo también tiene
su tiempo de prescripción.
Pone el tiempo en su sazón
lo que el tiempo pudrirá;
por el tiempo que se va
canta otro tiempo en el río,
pero si derrocho el mío
mi tiempo no volverá.
que de tiempo se sostiene,
pero el tiempo también tiene
su tiempo de prescripción.
Pone el tiempo en su sazón
lo que el tiempo pudrirá;
por el tiempo que se va
canta otro tiempo en el río,
pero si derrocho el mío
mi tiempo no volverá.
La repetición de la palabra
“tiempo” se da sin que se sienta como reiteración, pues si leemos atentamente,
cada vez que se utiliza, su contenido varía. Reto mayor acudir a ella en nueve
ocasiones dentro del estrecho marco de diez versos y que cada vez connote un
sentido distinto.
Algo característico en su
poética es que por lo general se concentró en las estrofas tradicionales, y
gracias a la pericia con que lo hizo consiguió en varias ocasiones una singular
eufonía, donde la recurrencia de los sonidos nunca conspiró contra la fluidez
del discurso. El poema Parada en
Guaracabulla puede constituir el mejor ejemplo en ese sentido:
¡Qué dulce debe de ser
vivir aquí en Guaracabulla!
¡Junto al guajiro que a los trenes viene
con esa ingenua transparencia suya!
Las lomas azuladas en la tarde,
noche que con los astros se encocuya,
mansa quietud del pueblecito aislado.
¡Sueño sin bulla!
vivir aquí en Guaracabulla!
¡Junto al guajiro que a los trenes viene
con esa ingenua transparencia suya!
Las lomas azuladas en la tarde,
noche que con los astros se encocuya,
mansa quietud del pueblecito aislado.
¡Sueño sin bulla!
Todo en su poesía remite a
la historia, a las luchas emancipadoras, tanto provenientes de la historia como
del momento en que vivía, y el mismo poema antes citado serviría de ejemplo,
pues tras la delectación en el paisaje el poeta acaba enrolado en una protesta
que lo lleva a terminar detenido por la rural.
Muchas de las críticas que
hoy se le plantean al Partido Socialista Popular, por su apoyo a Batista en
determinado momento, más otras inconsecuencias al seguir a pie juntillas los
dictados de Moscú y la Internacional Socialista, resbalan sobre la figura de Raúl Ferrer y no lo tocan, pues su ideario político se
materializa en tres esferas donde su ejecutoria fue impecable: la poesía, la
pedagogía y la lucha hombro con hombro con las masas, desde esa horizontalidad
popular que lo definía como parte de la clase proletaria y que tan bien definió
Bladimir Zamora, en el artículo “Madera esencial de educador”, como
“franciscanía de comunista de fila”.2
Hace más de tres décadas que
la poesía cubana discurre mayoritariamente hacia senderos donde predomina lo
existencial, lo ontológico, lo cuestionador, la mirada irónica al enunciado
político, y quizás por eso mismo la poesía de Raúl Ferrer la entendemos como el testimonio, acaso espontáneo
pero nunca impreciso, de alguien que en una época donde en las luchas sociales
se materializaba lo más avanzado del pensamiento intelectual, supo ver en la
fuerza de la poesía una herramienta mediante la cual podía alistar su espíritu,
sin traicionarlo, para participar en aquellos combates. Poetas como Raúl Ferrer aún tienen mucho que decir a quienes amamos la
belleza y la justicia. Esperemos a que se apacigüen las aguas de una
literariedad exacerbada y en buena medida excluyente, y asistiremos, seguro
estoy, a un renacer de esas figuras legendarias que, sin descensos formales,
lograron expresar, con su poesía, los ideales donde cobraba sentido un proyecto
de nación.
NOTAS:
1Graziella Pogolotti: “Un recuerdo para Raúl Ferrer”,
en Juventud Rebelde, edición
digital, 7 de noviembre de 2012.
2Bladimir Zamora Céspedes, en La Jiribilla, Año
IV, semana 2-8 de julio de 2005.
Versión original mediante el
siguiente link: Raúl
Ferrer en el tiempo.
DEL CONCURSO QUE LLEVA SU
NOMBRE:
De Raúl Ferrer, quien fuera además coordinador de la Campaña Nacional de Alfabetización en 1961 —y
a quien rindió tributo recientemente el XV concurso nacional Ala Décima—,
hemos publicado antes los poemas Guayabera,
Décimas
del tiempo tiempo y Mi
querido Frankestén, así como el comentario
“Martí, pasión y verdad: la décima de Raúl Ferrer”, por Waldo González López
(2008); el tributo
del grupo decimista espirituano Toda luz
y toda mía en diciembre del 2011, por el Día del Educador; y los homenajes
que le rindieron la Tertulia del Sur y el Grupo Ala Décima en mayo
del 2012 y en mayo
del 2013. También el simpático poema Guajira
fiel, dedicado a su hermano de luchas
y poesía, Jesús
Orta Ruiz, el Indio Naborí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario