El Naborí
que conocí
Por Héctor Arturo
Ponencia mencionada
en el Primer evento
científico Jesús Orta Ruiz
Nací en un solar o cuartería de la opulenta y ricachona barriada habanera de El Vedado, el 2 de septiembre de 1946, y si llegué a la décima y a la poesía toda fue gracias a mi tío Adalberto Giral, también oriundo de esta zona, pero que era un excelente repentista, muy estudioso y culto, con formación totalmente autodidacta, pues si acaso alcanzó un tercero o cuarto grado en la escuelita primaria Eloy Alfaro.
Se presentó en algunos programas radiales, y en varias ocasiones le fue otorgado el Premio de Príncipe del Punto Cubano, y cuando aquella época, lamentablemente desaparecida de los bandos rojo, azul, lila, verde, naranja y otros colores del arcoiris, él integraba el bando azul.
Mi tío, sin embargo, no tuvo la suerte de otros improvisadores y terminó entonando sus décimas a bordo de las patanas y en los almacenes del puerto de La Habana, donde la situación imperante lo obligó a desempeñarse como estibador.
Yo era su primer sobrino y recuerdo que siempre andaba conmigo para arriba y para abajo, y lo mismo me llevaba al parque que al zoológico, al estadio del Cerro a ver lanzar a Conrado Marrero, o a alguna canturía en los más diversos lugares, casi siempre en El Vedado, porque créanme o no, El Vedado llegó a ser una fuerte plaza de la décima campesina, en las décadas del 40 al 60 del pasado siglo.
Había guateques en 15 entre 22 y 24, que se hacían domingo tras domingo, desde bien temprano en la mañana hasta casi el amanecer del lunes, gracias a la dedicación de Alfonso Santos “El Vate Cubano”, un magnífico laudista y versificador del montón, pero con una tremenda voz de tenor, con la cual a veces opacaba a sus rivales.
Allí acudían José Marichal, Alejandro Aguilar, Pedro Guerra, Antonio Camino, Fortún del Sol, Orlando Laguardia, Gustavo Tacoronte, los hermanos Díaz Carrillo, algunos otros cuyos nombres no recuerdo, y de vez en vez, un señor alto, trigueño, de pelo muy negro y gestos nobles, que siempre vestía impecables guayaberas blancas y cantaba con una tonada lenta, suave, armoniosa y agradable al oído.
Cuando hacía su entrada, al filo de las 10 de esas mañanas de domingo, era como si hubiera llegado Papá Dios en persona. Todos aquellos poetas, mayores que él en edad, hacían silencio, las cuerdas dejaban de sonar y se apresuraban en estrechar su mano o abrazarlo.
Las esposas de los repentistas y otras mujeres que colmaban aquel pasillo, también lo saludaban con la admiración de quien ha hecho algo sublime.
Era Jesús Orta Ruiz “El Indio Naborí”.
Mi tío Adalberto me decía: “eso es lo más grande que ha dado Cuba en poesía”. Y yo siempre creí al pie de la letra todo lo que mi tío me decía.
No se equivocó mi tío Adalberto.
Siempre entre mis tantos defectos he tenido que reconocer que suelo ser demasiado absoluto en mis planteamientos, y ahora después de viejo no voy a proponerme cambiar y me llevarán así al crematorio, si es que acaso no me mandan a ir a pie.
Para mí Naborí es no solo el mejor poeta que ha nacido en Cuba, sino que lo sitúo entre los 10 mejores de Iberoamérica, porque las traducciones de otros idiomas jamás me han gustado.
Es también uno de los hombres más grandes que he conocido en mi ya larga existencia, en todos los aspectos y facetas de la vida.
Estos guateques o canturías del solar de El Vate Cubano eran algo familiar. Cristina, Lutgarda o Clara preparaban algo de almuerzo y freían chicharrones y mariquitas para picar, mientras que Pepe Jordán, Mario Santos, Rafael, El Niño, mi Viejo Hilario y otros se encargaban de pasar de mano en mano las botellas de ron o las de cerveza.
Sin embargo, no recuerdo, y me he roto mil veces la cabeza en busca de todas aquellas imágenes que atesoro en la memoria, haber visto a Naborí bebiendo un trago.
No digo que no lo hiciera. Simplemente insisto en que jamás lo vi con un vaso de ron o de cerveza en las manos, como sí hacían los demás, incluso los varios religiosos, miembros de sectas protestantes casi todos.
Uno de ellos, cuyo nombre callo por ética, al parecer tenía prohibida la ingestión de bebidas alcohólicas, y se escondía en el inodoro colectivo para “calentar la garganta”, como me dijo en una ocasión en la cual lo sorprendí no con la masa, sino con el vaso lleno entre las manos.
Mientras cantaba cualquiera de las parejas que allí se formaban, sobre cualquier asunto, casi siempre controversias libres, algunos conversaban de otros temas y las mujeres continuaban con sus trajines culinarios.
Pero cuando tocaba el turno a Naborí, el silencio unánime se apoderaba del lugar. No importa si cantaba con este o con aquel. Yo creo que hasta las cuerdas del laúd, la guitarra y el tres callaban para escucharlo.
Otros guateques o canturías, más sofisticados, se celebraban en la valla de gallos que estaba ubicada en la calle 14 entre 19 y 21, también en El Vedado. ¡Sí! en El Vedado había, al menos que yo sepa, una valla de gallos completamente legal, porque jamás vi a la policía arrestar a ninguno de aquellos hombres, que primero disfrutaban de los picotazos y espuelazos, y después de las décimas improvisadas, hasta las 7 o las 8 de la noche, generalmente los sábados.
Mi tío Adalberto me llevaba a otros lugares, generalmente para ver y escuchar a Naborí.
Tenía yo siete años de edad en enero de 1953.
Naborí cantaba con Angelito Valiente en la Sociedad de los Yesistas, un enorme salón cercano al Teatro de la CTC.
Allí no cabía nadie más, y también el silencio era absoluto.
Alguien se acercó al escenario y entregó un papelito a Naborí mientras Valiente cantaba una décima. Al tocarle su respuesta, dijo a los presentes que le habían informado que acababa de fallecer Rubén Batista Rubio, baleado días antes por la policía batistiana, y expresó, más o menos: “es el primer mártir del estudiantado universitario, víctima de la represión… Le voy a dedicar una décima”.
Y sin más, improvisó 10 versos que después alguien imprimió y se conservan hasta hoy:
Siempre que la iniquidad
se impone y subyuga vidas,
por esas grandes heridas
respira la Libertad.
Sepa, pues, la terquedad
mortífera del fusil,
que en la línea estudiantil
el Ideal es un tren:
¡uno baja; suben cien,
bajan cien y suben mil…!
Los policías que estaban en ambos laterales y al fondo de aquel salón, de inmediato subieron al escenario y arrestaron a Naborí.
Lo condujeron a la Quinta Estación, que radicaba en la calle Belascoaín y Desagüe, y cuyo jefe era nada más y nada menos que el sanguinario Esteban Ventura Novo.
Todos los asistentes a aquel concierto salieron rápidamente, en compacta manifestación, creo que de más de mil personas, y frente a dicho antro de crímenes y torturas comenzaron a gritar consignas, entre las cuales se repetía insistentemente: “¡Liberen a Naborí!”
Menos de una hora estuvo tras las rejas, pues la presión popular fue demasiada para aquellos esbirros, que se vieron obligados a liberarlo.
Dos años después, exactamente el domingo 26 de agosto de 1955, mi tío Adalberto me dijo que nos íbamos para Campo Armada, a ver la controversia entre Angelito Valiente y El Indio Naborí.
Después supe que era la segunda, pues antes habían competido en el Teatro del Casino Español de San Antonio de los Baños, el miércoles 15 de junio de ese mismo año.
Todo fue promovido por emisoras radiales, dada la calidad poética de ambos repentistas.
A la competencia de San Antonio no asistí. Pero sí tuve el privilegio, con nueve años de edad aún sin cumplir, de estar junto a mi tío Adalberto entre las más de 12 mil personas que allí nos dimos cita, sin contar a los policías, soldados y guardias rurales.
Como mi tío me había dicho que íbamos para Campo Armada, yo me imaginaba algo así como un bohío, una arboleda, unas palmas reales y una que otra vaca o cerdito, como en los dibujos que hacíamos en la escuela sobre la campiña cubana.
Ya muchas veces mi tío me había llevado al Gran Estadio de La Habana, en El Cerro, y al llegar a aquella instalación deportiva y ver a tanto público congregado, exclamé asombrado:
“Tío, tú me dijiste que veníamos a ver a Naborí y a Valiente y no a un juego de pelota…”
Me explicó que se había escogido ese lugar porque se sabía que iba a asistir mucho público.
Nos sentamos y comenzaron las improvisaciones con temas impuestos por un Jurado: el campesino y la esperanza.
Antes habían cantado en San Antonio al amor, la libertad y la muerte.
Por suerte para todos, la taquígrafa María de los Refugios Segón, esposa de uno de los integrantes del Jurado, copió y trascribió todas aquellas décimas: 10 por cada poeta en cada tema asignado, y hoy pueden leerse en el libro “Décimas para la Historia, la controversia del siglo en verso improvisado”, editado por el estudioso canario Maximiano Trapero, pues inexplicablemente en Cuba, donde tantísimos libros se publican, jamás nadie se ha dignado a imprimir esta verdadera obra de arte, a no ser la que apareció en aquellos días en tres páginas de la revista Panorama.
El mismo amigo Trapero logró, además, hacer una edición en disco, con esas antológicas décimas entonadas por los también excelentes poetas Jesusito Rodríguez y Omar Mirabal.
Basten recordar dos de aquellas décimas, improvisadas por Naborí, quien estaba entonces al cumplir 33 años de edad y había acabado de perder a su primogénito Noel.
¡Oh, machetero, ciclón
que tumba y se tumba él!
Tumbas la caña de miel
y ella te tumba el pulmón.
Te viertes en profusión
de sudor por cada poro…
Caña, caña es tu tesoro,
pero hay una mano extraña
que te roba sangre y caña
para transfusiones de oro.
Y sobre la esperanza:
La esperanza es un pichón
-sangre de tecla y campana-
donde palpita un mañana
de teclas y de canción.
Un día, desde el jergón
del nido, algo se levanta,
y de una dulce garganta
surge un trino enamorado:
es un sueño que ha emplumado,
vuela, se detiene y canta…
El Jurado, que en la cita de San Antonio de los Baños había decretado un empate, en Campo Armada entregó el trofeo de ganador absoluto al Indio Naborí, aunque reconoció la calidad de Angelito Valiente.
Razón tiene Trapero al afirmar, también rotundamente, como si fuera yo, que jamás una controversia campesina, en ningún lugar del Planeta, ni antes ni después de aquella de Campo Armada, reunió a tanta cantidad de espectadores: más de 12 mil en una ciudad que no llegaba aún al millón de habitantes.
Después, es cierto, en las Tribunas Abiertas contra el secuestro del niño Elián González, se reunieron muchísimas más personas que también disfrutaban de las improvisaciones de los poetas, muchas de ellas magníficas, pero no iban solo a ver y oír a los repentistas, sino a todos los demás que hablaban o actuaban.
Y en San Antonio y Campo Armada fue solo eso: décima improvisada por Angelito Valiente y El Indio Naborí.
Después seguí asistiendo mañana tras mañana a la emisora CMQ, para ver y escuchar, en vivo, el programa campesino Los Cantores Ariguanabo, que escribía y dirigía Naborí.
Al terminar cada espacio, me acercaba al escenario, y Naborí, amable y paternalmente, me obsequiaba el libreto.
Llegó el 1º de Enero de 1959, y escuché a Naborí por todas las emisoras de radio y televisión declamando su Marcha Triunfal del Ejército Rebelde. A ningún otro poeta cubano se le ocurrió aquello, sino a Naborí, militante comunista desde sus primeros años juveniles y revolucionario desde la misma cuna humilde en la finca Los Zapotes, en San Miguel del Padrón.
Y ello no era de extrañar. Quien haya leído la obra poética de Naborí se habrá percatado que hasta en su poesía más intimista hay destellos de épica social, como cuando aconseja a su amada Eloína, tras la muerte de su niño Noel:
Los niños no han nacido para morirse niños,
nacen para crecer y enarbolar banderas;
hay que poblar al mundo de parques y piñatas,
de bosques y alamedas…
Antes, en 1952, había cantado al Viejo Caracas, su amado padre:
Poeta con la agonía
de no atrapar la expresión,
de ti, de tu corazón,
me vino la Poesía.
Sentiste una melodía
honda, que no tradujiste,
y yo, el heredero triste
de tu inefable sentir,
sigo empeñado en decir
el canto que no dijiste.
Pasaron los años.
Comencé a ejercer el periodismo en junio de 1961, un par de meses después de haber combatido en Playa Larga y Playa Girón, y por suerte para mí, supe un día que Naborí estaba viviendo en El Vedado.
Ya él había tocado el cielo con sus manos, al escribir lo mejor de todo lo que se ha escrito sobre estos combates épicos: La elegía de los zapaticos blancos, que no solo se limita a relatar todo lo ocurrido a aquella humilde niñita cenaguera, sino que denuncia el crimen atroz yanqui, de la más bella forma: con un romance que nada tiene que envidiar a los mejores de España.
Sin pensarlo dos veces toqué a su puerta y me recibió con toda la caballerosidad que emanaba siempre de su corazón.
Cuando traté de presentarme, me interrumpió y con sorpresa y orgullo para mí, me dijo:
“Yo sé que tú eres aquel niñito que iba a verme a los guateques y canturías con tu tío Adalberto, y después a CMQ. Ahora estás mayor, pero tu cara es la misma, y me agrada muchísimo que seas miliciano”.
Le pedí que me ayudara con mis sueños de ser poeta. Le conté que a los seis años de edad escribí mi primera décima a mi madre. Me pidió que se la dijera, y después le extendí algunas otras décimas que llevaba en una libreta de colegio.
Modesta y pausadamente, me exhortó a seguir adelante, a que hiciera lo que él hizo antes: leer y estudiar mucho, y con inmensa satisfacción para mí me despidió con una frase, que a veces me creo que es verdad: “tú eres ya un poeta”.
Me casé y con mucha más suerte aún, mi esposa residía en la calle 11 entre 6 y 8, en El Vedado, frente por frente a Naborí. Ya mientras noviábamos, muchas veces cruzábamos la calle para conversar, ella con la buena y maternal Eloína, y yo con el magistral y paternal Naborí.
Al ingresar en la revista Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, como Jefe de Redacción, tuve otro privilegio enorme: trabajar muchos años junto a José Forné Farreres, un catalán comunista, abnegado e invencible, que tras perder su brazo derecho en un campo de concentración nazi tras su participación en la Guerra Civil Española, aprendió a escribir con la mano izquierda y era todo un ensayista, periodista y estudioso de la poesía hispanoamericana, especialmente de la cubana.
Muchas veces coincidimos Forné y yo en el salón donde Naborí trabajaba en su hogar. Allí, junto a Manuel Navarro Luna, redactaban el libreto semanal del programa radial que los tres hacían, domingo tras domingo, en vivo, dedicado a la Literatura y otros temas de interés.
Muchas veces lo acompañé al periódico Hoy, donde diariamente sacaba la sección Al son de la Historia, escrita en versos, sobre un tema pasado o actual.
Recuerdo una noche en la cual Blas Roca lo llamó y le encomendó una tarea que yo califiqué después de heroica: Naborí debía escribir unas décimas dedicadas al sobrecumplimiento productivo de la Empresa Avícola, en lo relacionado con carne de aves y huevos.
Nos dirigimos hacia un pequeño local, al final de la Redacción, en el cual él solía escribir sus entregas diarias. Allí le comenté, en cubano puro: “Naborí, qué clase de embarque te ha dado Blas con eso de escribirle décimas a las gallinas y a los huevos…”
Colocó las cuartillas y los papeles de carbón en la máquina de escribir y solo me respondió: “acuérdate que todo en la vida tiene su poesía, lo que hay es que saberla encontrar y sacarla para todos…”
Y escribió sus cuatro décimas en menos de 20 minutos. Me voy a limitar a los últimos cuatro versos:
Además del exquisito
sabor al menú criollo,
del sol del arroz con pollo
y el clavel del huevo frito…
En 1969, a insistencia de mis compañeros de trabajo, recopilé algunos poemas míos y escribí otros, y los envié al primer concurso 26 de Julio, convocado por las FAR.
El Jurado de Poesía estaba integrado por Forné, Roberto Branly y Luis Marré.
Me desentendí de aquello, porque ni entonces, ni ahora, y creo que jamás, me han interesado ni interesarán los concursos literarios.
Un buen día, Naborí tocó a mi puerta y me dio un abrazo enorme, como pocos abrazos he recibido en mi vida.
Su tono de voz, siempre bajo, fue mucho más bajo esta vez, casi clandestino. Me dijo: “no comentes con nadie, pero me acaban de informar que ganaste el Premio de Poesía en el Concurso 26 de Julio, que iban a declarar desierto hasta que se recibió tu libro Pido la palabra, y quiero ser el primero en felicitarte”.
En la Casa Central de las FAR fue el acto de premiación. El Jefe de la Dirección Política me entregó el Diploma, y en medio de los aplausos de mis compañeros, me dirigí a donde estaba sentado Naborí, lo abracé, le dije mil gracias y le pedí que me lo firmara, para que tuviera mucho más valor para mí.
Me mude para el Nuevo Vedado, pero siempre continué visitando a Naborí, enseñándole mis poemas y décimas y recibiendo sus inmerecidos elogios, que eran más por el cariño que me tenía que por mi calidad poética.
Yo también tuve que dejar de cantar punto guajiro por dos causas: me faltaba el aire, posiblemente debido al cigarro, y la primera, que siempre he sido una de las personas más desafinadas del mundo, aunque inexplicablemente soy autor musical, con algunos temas grabados y difundidos por radio y TV.
Por esa razón, admiré mucho más a Naborí aquel septiembre, cuando en ocasión de su cumpleaños 60, y tras más de 20 años sin cantar, aceptó el reto que le impusieron sus “concubanos” de San Miguel del Padrón, y subió al escenario del cine Continental, también repleto de pueblo, ya sin esbirros amenazantes, para entonar la que sería su última controversia, en esa ocasión con Pablo León, el bien llamado León de los Poetas.
Yo, que sabía de su padecimiento cardíaco, debo confesar que me asusté, porque en esos casos las emociones pueden ser fatales, y el esfuerzo de hacer algo en lo que se ha perdido la práctica podría afectarlo aún más.
Pero el Maestro sentó Cátedra, y desde su primera décima se adueñó de todo, principalmente del alma de los presentes:
Casi al final de mi acción
debo volver al principio,
en tierras del municipio
de San Miguel del Padrón.
Aquí donde la ilusión
de mi juventud viví,
el recuerdo viene a mí,
-filtrado rayo de Luna-
y me conmueve la cuna
humilde donde nací…
Ya para despedirse, y sin que nadie se lo pidiera, de lo más hondo le salió a Naborí el deber de cantarle a sus compañeros de San Miguel, caídos en la lucha contra la tiranía batistiana.
Y no lo hizo con simples décimas, género más difícil de toda la poesía, sino que tomó como glosa o pie forzado dos versos:
Pongo en su tumba las flores
que el pueblo ha puesto en mis manos…
En muchas ocasiones he expresado, también de forma absoluta y tajante, que las décimas improvisadas por Naborí son mil veces mejores que el mejor de los poemas escritos, revisados y vueltos a revisar, en largos meses o años, por cualquier poeta de los que he conocido.
Ahí están como ejemplos algunas que pudieron ser grabadas, como esta controversia, o las dos con Angelito Valiente de 1955, y otras muchas que han pasado de boca en boca, y de generación en generación.
Siempre digo que es difícil encontrar a alguien que sepa de memoria algún verso de Nicolás Guillén, Fernández Retamar, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Dulce María Loynaz, Fayad Jamís o José Lezama Lima, por solo mencionar a algunos.
Pero de lo que sí estoy completamente seguro es de que la inmensa mayoría de los 11 millones de cubanos podemos recitar ahora mismo algo de José Martí o de Naborí, porque ambos escribieron y cantaron para el pueblo y penetraron en la conciencia de las masas como nadie en la poesía.
Seguí siempre junto a Naborí hasta su fallecimiento.
Nunca sabré por qué no hubo un guateque en sus funerales, en homenaje al que más lo merecía.
Durante el recorrido hacia el cementerio de Colón, miles de personas se agolpaban a ambos lados de las aceras, en respetuoso silencio, para despedir a su Poeta.
Otros miles acudieron hasta el panteón de las FAR, donde yace en el nicho número 29, desde el fatídico 30 de diciembre del 2005.
Allá, en la funeraria de Calzada y K, donde no cabía nadie más, escribí un soneto y una décima:
¿Quién dijo que el poeta se ha marchado
y abandonó en el mástil su bandera?
Yo sé bien que el panteón es la trinchera
desde donde combate este soldado.
¿Quién dijo que el laúd ha silenciado
sus cuerdas campesinas? Solo espera
que el bardo cante el verso a la manera
de un Espinel martiano y renovado.
¿Quién dijo que era ciego? Yo lo quiero
con la visión tan clara como Homero
para cantar la hazaña de espartanos
en décimas de fuego y sangre ardiente
que entonamos millones de cubanos
con nuestro Naborí, siempre presente.
La décima está de luto,
el verso cubano llora
y en el guateque se implora
por un silencio absoluto.
La muerte, en solo un minuto
dejó su huella macabra;
pero que la tumba se abra
para que junto a Martí
vuelva a cantar Naborí
la fuerza de su palabra.
Lo cierto es que Naborí efectivamente nació en San Miguel del Padrón, pero la mayor parte de su vida transcurrió en la barriada habanera de El Vedado, donde tuve el privilegio de conocerlo, que fue conocer a un hombre de carne y hueso, humano como lo mejor de lo humano, tierno, audaz, valiente, decidido, estudioso, capaz de ayudar a los demás, combativo, dirigente sindical, ensayista, periodista, poeta de primera línea, crítico literario, profundamente culto, convencidamente martiano, consecuentemente comunista y eternamente fidelista.
De Héctor Arturo, colaborador de nuestro sitio Cuba Ala Décima, hemos publicado antes su Glosa irregular por Naborí, su poema Con Miguel Hernández y el Indio Naborí, su texto Porque aún vive Naborí en San Miguel del Padrón y Ante la muerte de Tomy, en tributo al destacado humorista gráfico fallecido el pasado año.
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