Apostillas
sobre cultura
popular (I, II y III)
Por Roberto Manzano
De su sección “Vertebraciones”,
en Cubaliteraria.
1
Ya se sabe que el propio término de cultura está sujeto aún a definición precisa. Como las disciplinas científicas más diversas, expresiones de un ángulo del total mirar humano, se encuentran hoy buscando su mayor organicidad y su más justa integración, el concepto de cultura, que por naturaleza posee esa anchura y calado que se quiere para todo el saber, ha resultado enormemente privilegiado en los últimos tiempos, y tendrá de seguro cada vez más abundante presencia en los estudios sobre el hombre. Cultura es una palabra globalizante, que ata plurales fenómenos en torno a la acción suprabiológica del hombre, y la ciencia, cuya estrategia discursiva básica es la univocidad, o la intención mantenida de alcanzarla aunque le sea a veces imposible, padece con inquietud esta misma extensión. Por ello, se presenta hoy con mayor frecuencia que antes la reflexión sobre la búsqueda de una unidad distintiva, de una invariante lo más contrastada posible, que la indique con habilidad y la parcele con justeza. Tarea harto difícil, aunque no inalcanzable, pues cualquier reducción del concepto, al menor desliz aprehensivo, lo homologa a otros que tienen carta de ciudadanía en disciplinas afines. Y en ciencia superponer dos conceptos es la prueba de que uno de ellos es gratuito, pues refiere un área de realidad que ya el pensar tiene cubierta. Sin embargo, el concepto de cultura se levanta de toda reducción y sobrevive manipulaciones diversas. Porque todos los hombres de buena voluntad y de diáfana inteligencia han comprendido —el siglo transcurrido se encargó de reafirmarlo con brutales lecciones— que el porvenir humano pasa en su integridad por lo que este concepto abarca de un modo u otro. Se está minando hoy día por poderosas fuerzas económicas la cultura más alta del hombre, que es la que configura sus metas. Se están desmantelando los propósitos más elevados a todo vapor, y encajando las propelas profundas del hombre en un légamo sombrío.
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Pueblo es concepto de análoga suerte, y su empleo está sujeto a los contornos que le establece el hablante. La folclorística, la etnología, la sociología, la culturología, la política lo manejan desde ángulos diversos, cargándolo con matizaciones profundas. Hasta las tendencias ideológicas más fragmentadas, presentes de algún modo en las diferentes disciplinas mencionadas, y de modo saturador en la política, crean variaciones designantes aun dentro del campo visual más homogéneo. En cada área científica hay siempre un sinnúmero de categorías que resultan más ceñidas y prometedoras, y el concepto pueblo fluye hacia las márgenes, ambivalente y cómodo, con una deprimida univocidad y una pobre articulación categorial. Prefiere, al menor ademán, escapar de la cátedra y ascender a la tribuna, pues resulta siempre criatura numerosa, desheredada y vindicadora que toda fuerza de proyección pública ha de consultar, organizar, controlar, satisfacer o impeler. Así, el concepto disfruta de una gran variabilidad histórica, de una fuerte proclividad a la manipulación del poder que se busca o detenta, o de ser desdeñado o sacralizado por actitudes absolutamente irreconciliables. Tironeado de este modo, preterido por el análisis científico minucioso, pueblo es concepto que ha de ser trabajado aún con sumo detenimiento y alzado hacia una generalización mayor que sepa conservar su increíble sustantividad proteica.
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Cultura popular es unidad que liga dos conceptos anchos que persiguen aún, como hemos visto, una invariancia más nítida; pero que posee, sin embargo, como sus dos ideas matrices, operatividad alta donde no se precisa adelgazamiento mayor para la utilización justa y fecunda. Es posible, por ello, un manejo de esa unidad parecido al euclidiano de punto, que proveyó todo un sistema deductivo sin delinearse apriorísticamente, o detenerse en la extracción, aunque sea veloz, de algunos rasgos opositivos que den cuenta de su impulso designante profundo. Cultura popular es la acumulación tecnológica del hacer, el sentir y el saber de aquellos que no gozan de la disponibilidad que se reserva el poder para producir suprabiológicamente. El poder que trabaja con autenticidad y rigor para el pueblo diseña, ejecuta y resguarda los accesos posibles, por lo que crea una expansión y elevación de su cultura; pero siempre sobreviven, por lo menos en las sociedades conocidas hasta ahora, aun en medio de la utopía más cumplida, y por las razones sociológicas más disímiles, bolsones de cultura que producen desposesionados, más allá de los propósitos que se propugnen y los mecanismos concretos que se desplieguen. Aquí entendemos por tecnología un modo operacional, un sistema de dispositivos especiales, ya sean físicos o psíquicos, que se crea y acumula para cumplir abundantes funciones. Como la cultura se encuentra medularmente escindida, pues ella es el hombre mismo, y el hombre lo está hoy más que nunca de un modo dramático, hay siempre una actitud de cultura, que no tiene que ser la oficial o la dominante, pero que puede subyacer en ellas, que sostiene y remarca la escisión de modo consciente o inconsciente, y hay, asimismo, otra que brega heroicamente por suprimirla proponiendo más anchuroso acceso a las posibilidades para desplegar la extensión humana. En esta dualidad subyacente, como un manto freático, dentro del dinámico conjunto de la cultura, hay siempre una mismidad y una otredad que dialogan a través de múltiples canales, con harta frecuencia una en detrimento de la otra, de donde se derivan en los agentes y participantes los conceptos intuitivos de la alta y la baja cultura. Según este mensaje subliminal de la cultura que prepondera en determinados tiempo y espacio, hay un sector que no debía poder, pero puede; que no posee la disponibilidad ni el encargo de plasmar el hacer, el sentir y el saber, y que elabora desde una supuesta primitividad tecnológica actualizándose de manera inmediata y contraviniendo con cierta regularidad los más sacros cánones de los que, según la dominante social, deben saber plasmar. Toda esa producción, objetiva o subjetiva, constituye la cultura popular. El arte popular, cuerda multicolor trenzada entre muchos, no es más que la prístina y vigorosa salida imaginal de tal torrente creador.
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La cultura popular es hija de la desigualdad. Energía de las grandes masas trabajadoras, ella se define como un enfrentamiento y un reto a otra cultura que no es la suya, pero que se apropia vorazmente y de manera peculiar. Aunque la cultura popular obedece, como toda cultura, a la misma existencia del hombre en cuanto criatura universal, y a su necesidad y deseo vivos de objetivar su conciencia, ese hombre, hacedor de esa cultura, actúa en situaciones de raigal marginación. Cuando las condiciones sociales cambian y se proyectan hacia la búsqueda de la igualdad, la cultura popular tarda en objetivar provechosamente los cambios, pues ella posee, y de un modo firme, una línea de tradiciones que conservar. Y cuando esa búsqueda de la igualdad sufre, por imperativas coyunturas, el menor extravío, retroceso o fluctuación, la cultura popular, como una curva homóloga, deja de avanzar con ritmo análogo hacia la cultura aspirada retrotrayéndose en cierto modo a sus estados inmediatos anteriores, aunque ya haya incorporado visceralmente vigorosas rupturas. La cultura popular posee una aguda sensibilidad a los más débiles sismos psicosociales. Una importante razón, entre otras muchas de igual calado, consiste en el que el pueblo, el conglomerado de personas que este concepto ha abarcado en todos los tiempos, es heterogéneo y no posee el orden, la sistematicidad y la centralización férreas que son características de otras estructuras socioeconómicas.
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Todo lo que el pueblo produce, y que pasa a engrosar de modo concreto la cultura popular, no es irrecusablemente un bien. En esa producción hay elementos que han de ser extirpados con urgencia para avanzar con éxito hacia una genuina cultura humana. La fetichización del pueblo puede provocar grandes desaciertos. Sólo una actitud crítica frente a la cultura popular gobernada por un hondo discrimen racional que garantice las conquistas empíricas e imaginativas, será auténticamente productiva para las grandes metas de la especie. Pero esta actitud crítica ha de ser educada de modo sensible y coherente para discernir con sabiduría y establecer las diagnosis y las proyecciones adecuadas, de manera que cualquier intervención sea legítimamente fecunda, ecológica y ética. Las intervenciones en la cultura popular, en sus múltiples variantes y propósitos, deben estar sujetas a un profundo conocimiento teórico de tal despliegue, y allí donde este saber no existe es ineludible el largo y responsable examen. Los hombres que trabajan con la cultura popular han de reunir muchas virtudes, entre las cuales deben estar, bien imbricadas y de un modo acabado, las capacidades del artista y del sociólogo.
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A través del arte popular la gran masa de hombres y mujeres situada al margen ilumina su preterida existencia. Adheridos muscularmente a las sustancias que la inteligencia extrae y mejora, dominan sus cualidades representativas, sus enormes potencialidades para la satisfacción de la belleza. En su trato continuado con lo directo han adquirido la sabiduría de las estructuras, de los tonos, de los matices, de las texturas, de los equilibrios, de las amalgamas. Plantas, animales y fenómenos naturales han establecido con ellos pactos profundos, inestimables consorcios. De la brizna a la estrella, del capullo a la espada, del recipiente al canto, del pañuelo al saludo, de la tela al mueble brincan sus fantasías como rebaños ubicuos. Todo lo han visto, y lo han alumbrado con un color, una nota, una línea, una sílaba, una mezcla, un realce. Hijos del sudor, saben cómo modificar lo que palpita alrededor de las manos y los ojos para que despliegue con éxito el rumbo interior que dictan las circunstancias y los sueños. Vienen de lejos, y en gran número, y ejercen una larga memoria. Han levantado cuanto existe, y cuajado las visiones de lo que podría existir. A partir de la sagaz escuela del impulso natural y de lo que acumula el trato inmediato con la desnuda realidad han erigido un obelisco invisible en honor del dominio material del símbolo.
Ese homenaje permanente es el arte popular, que invade sin reposo la rosa equidistante del viento. En cualquier parte aviva esencias, cristaliza formas, sujeta imposibles. El turbión de lo real se aúna y compulsa bajo su imán mejorador. Sus dedos febriles acicalan todo: lo que preserva y trasmuta líquidos, comprime y expande gases, provoca y regula fuegos, sostiene y parcela sólidos. Su soplo brilla en el aro de la bordadora, y canta en la voz del viajero solitario. Vivaz como un duende ribetea, pule, inscribe, perfila, traza, factura. Avanza sediento de espacios vistosos, de objetos proporcionados, de atmósferas coloridas, de sentidos entusiastas. Fluye en el metal, la piedra, el vidrio, el hueso, la madera, el barro, el humo, la voz, el polvo. De concebir y tratar utensilios memoriza los vínculos de los huesos y el vapor, los plomos y la sangre, los tendones y el espacio, los golpes y distancias. Está habituado a aglutinar segmentos y funciones, señales y energías. Inventaría el mundo, equidistando y matizando. Palpa, y adivina un ser. Mira, y calcula pesos y propósitos. ¿Dónde no tocan las manos del arte popular? ¿Qué no miran sus ojos? En la intemperie extiende el hilo, y recoge el ovillo en el palacio. Su aprendizaje se instala en la propia vida. Goza del privilegio de poseer academia en todas partes. Es un indocumentado que no debía saber ni poder, pero sabe y puede. No sabe, y es saber. No puede, y es poder. La existencia sobre la que se asienta es elemental y árida, pobre e inestable, luchadora y esperanzada. Está tejida con la alegría más estentórea y el más brutal desamparo. Pero él es quintaesencia del germen, del dolor, de la alegría, de la carencia, del triunfo, de la maravilla, de la esperanza. Es una anónima ignorancia de los modos que posee una increíble sabiduría de las fuentes. Es una sensibilidad de la orilla que siente dentro de la médula misma del caudal. Es un golpe repetido y olvidado de lo cardíaco nutriendo la mirada luminosa del mundo.
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En los análisis culturales se olvida con frecuencia al ser concreto e inalienable que realiza el arte. Es tan prodigioso lo construido por las manos del artista que el consumo queda encandilado por el producto, y el estudio prioriza el consenso. Le inquieta la copla, pero no el coplero; atiende al ánfora, y desdeña al artesano. Cuando la belleza no se ha distinguido de lo ancilar, el artífice desaparece con frecuencia de los ojos de aquel que escruta y admira. Es el caso del artista popular, de cuya mentalidad conocemos poco. Del escaso saber que existe sobre la psicología de la creación, le corresponde la porción menor. Pero sin artista no hay arte. Él lo conserva incandescente en los rincones más inhóspitos, en los espacios más devorados por el desprecio. Gracias a su presencia el arte irradia su atracción benéfica, sobrevive las penurias y el desamparo, arremete quijotescamente contra las resistencias más atroces. Él garantiza su liquidez prodigiosa, su capacidad de amoldarse a los límites y seguir generando transparencia. Con su propio aliento lo sostiene. A partir de épicas renuncias, lo propaga en el milagro que surge de sus dedos, de su voz, de sus ojos, de su corazón, de su frente. Bajo su permanente impulso los minerales, los árboles, los animales, las conductas, los sueños van entrando transfigurados en impalpable cornucopia. Los instrumentos se arriman silenciosos desde sus propias manos. Pierde la vista con las agujas, se cuece en los hornos, se envenena con los pigmentos, suelda su cerviz a las mesas, gasta su garganta contra el aire, rompe sus huesos en los malos giros, deja sus tobillos en los caminos, su sangre entra en las materias, sus voces y sus gestos en una memoria que anilla el olvido. Y todo esto es un añadido a la saga cotidiana, a la lidia por la sobrevivencia, pues rara vez puede consagrarse limpiamente a lo que ama. Cuando puede hacerlo, su medio y su virtud técnica le pueden granjear dos actitudes: la admiración respetuosa de sus convivientes, o la sorna y repulsa por encontrarse faltando a deberes que la comunidad estatuye como sacros. Sufre, con enorme frecuencia, en unas manifestaciones más que en otras, su vocación arrasadora. Se necesita carácter para llevar las vocaciones a buen destino.
Todo artista popular es, a la larga, un aficionado. Su profesionalismo, si existe, no es condición natural sino triunfo personal sobre el medio. Su relación con lo diario le inspira quejas frecuentes, que anota magistralmente en sus canciones, en sus cuentos, en sus chistes, en sus oraciones, en sus ruegos. A sus espaldas no hay instituciones de promoción y fomento. En las raíces de su desempeño no hay escuelas ni academias. Se erige solo, o con el venero de la tradición de su círculo vital o el empuje práctico de los mayores que han atravesado ciclos semejantes. Es siempre una vocación interrumpida, un itinerario que acaso dejó alta cosecha, pero que realmente no pudo completarse. Genera una simpatía adicional, pues sus admiradores calculan los obstáculos vencidos, las cotas que no fueron alcanzadas. Se aprecian de un solo golpe la mutilación y el milagro. Su luz y su gracia naturales tienen que duplicarse en la misma medida que aumenta su reconocimiento y despliegue, porque han de cumplir más tareas de las que correspondería en un espíritu cultivado. Es, por ello, el argumento encarnado de los que sugieren que el talento es como un conducto comprimido en un punto. El chorro se esfuerza por pasar, y pasa a una presión mayor. El artista extrae de la compresión a que lo ha sometido la vida sus distancias más dignas y hermosas.
Las imágenes de los cultivadores de cada manifestación concreta que se han ido configurando históricamente actúan con una gran fuerza modelante sobre los nuevos artistas. La comunidad, en sus bromas, en sus esperanzas, en sus críticas, en sus elogios, inculca y reclama la modelación. Cada artista posee, sin embargo, la opción de elaborar su propia imagen, aunque nunca se dejará de ejercer presión sobre su conducta. Y puede, si encuentra dignos sucesores, modificar la imagen tradicional en algún ángulo. Los artistas que realizan la internación profunda de sus roles mantendrán viva la tradición, que tiende a ejercer sus estereotipos. Así, hay imágenes para los poetas, los músicos, los pintores, los ceramistas, los tejedores, las bordadoras, los narradores, los bailadores, los cantantes, los acróbatas, los payasos, los malabaristas, los que elaboran muebles y cometas, juguetes y yugos, monturas y baldosas cuando estas actividades alcanzan escaño artístico. Unas más delineadas que otras, pero siempre caracterizadas por algún matiz. La comunidad gusta establecer taxonomías. Le resulta un procedimiento cognoscitivo cómodo. En muchas ocasiones sus dioses, santos y seres prodigiosos no son más que una caracterología imaginal de temperamentos o actividades. Los artistas populares son personas públicas del espacio donde viven y un destacamento especial de su imaginario más íntimo. Todo cuanto sucede alrededor de ellos tiene un profundo interés para la colectividad.
Es ella quien legitima a sus artistas. Los observa detenidamente, los somete a pruebas ergonómicas según juegos y ceremoniales colectivos, atiende y consume sus productos, evalúa sus imágenes conductuales, los promueve en los intercambios con otras. Pueden crearse estereotipos que estorben el consumo adecuado de un determinado artista, a causa de la manifestación que desea introducir o las variantes que incorpora en manifestaciones que ya gozan de circulación canónica. O que, aunque lo desee, no sepa desplegar los lazos pertinentes. O que se encuentre alienado respecto a su entorno y sus tendencias proyectivas se compulsen hacia otros espacios. O que existan dificultades en la convivencia gremial. La ausencia o presencia de legitimación implica un estudio detenido no sólo del artista sino también de su comunidad, de sus intereses materiales y su sistema de valores así como de los orígenes históricos y étnicos. Pero cuando la legitimación existe opera de un modo poderoso, y puede llegar a ascender hasta lo legendario o lo sacro. La comunidad expresa en el artista toda su energía mancomunada, anticipa valores a su producción si aún se encuentra activo, modela el porvenir de la actividad a través de la imagen impuesta por su vida y su obra. Un arte específico y un artista singular se funden entonces en una sólida circularidad, que se amplía con el paso de la comunidad en el tiempo.
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Es evidente que el artista popular y el culto se distinguen, más allá de la fragilidad de las etiquetas. Se mueven en manifestaciones humanas iguales, pero adquieren módulos específicos de desenvolverlos, y los ejercen en espacios diferentes. Intercambian procedimientos, temas, actitudes, estilos en la medida de sus respectivas posibilidades. El culto suma y perfila la experiencia de muchas colectividades humanas, y sintetiza los progresos instrumentales, los comportamientos ejecutivos frente a la realidad. Inventaría de modo global los métodos de plasmación, y juzga según la impronta de los estilos y de las épocas. Las instituciones, los públicos, la crítica y la investigación se encuentran vigilantes ante su producción y contribuyen a generarle un consumo altamente especializado. Las firmas brillan en todo su esplendor, prestigiadas en los más refinados centros de legitimación. Se trabaja para el presente, pero se tiene garantizada la perennidad a través de los soportes más sofisticados. Áreas específicas se consagran a la recepción, distribución, reproducción y conservación de la información artística. Personal consagrado y entrenado juzga valores, prepara consumidores, extrae mensajes y explica estructuras. Puede que se proyecte desde un sector social determinado, pero su inserción social y su lenguaje imaginativo procuran rebasar siempre los límites. Puede venir de lo local, pero marcha a integrarse a lo universal. En lo universal ha aprendido sus sistemas de expresión, y hacia lo universal se encamina con sus depuradas cristalizaciones. Complejas teorías sustentan cada incorporación productiva, y el artista exhibe por lo general una profunda internación de los roles que las sociedades dominantes han impuesto. Todos estos mecanismos definen qué es un creador y cómo son los productos que los caracterizan.
El artista popular muestra escasa vocación para este juego, aunque se esfuerce en integrarse de algún modo. Él sabe que hoy día es ésa la atmósfera predominante, y la que signa la época en su totalidad, más allá de una posible sincronía de diversas atmósferas, que siempre existe. A la primera ocasión la cabra marcha a oxigenarse a la loma. O se atiene a las posibilidades y recursos, y asimila ciertos presupuestos tecnológicos y axiológicos, pero conserva su imagen entrañada, lo que le garantiza una fuerte identidad comunicante con su medio y con otros sectores que se anillan con gusto al diseño de sus formas y mensajes. Incluso absolutamente sumado emana una actitud que no es la mediatriz conductual, o traslada lentamente su sistema radicular hasta generar abundante follaje adaptativo. Si se censa en otras huestes queda generalmente en posición de infante, y ha de librar grandes batallas corriendo entre raudos corceles, pues posee escasa tempranía en esos códigos generales activos. Sosteniendo sus líneas propias, enriqueciéndolas con las nuevas proyecciones, aprovechando la capacidad expansiva que genera la nueva atmósfera, puede ofrecer desarrollo real a su talento y a su origen. Azarosa será la legitimación, pues tampoco la alcanzan todos los otros. Coyunturas extraartísticas, razones de sectores gremiales, corrientes en boga que permean la atmósfera, pueden auspiciarle una legitimación rápida. La fama no es marca de talento. Pero el artista popular sólo con derroche de talento podrá conservarla.
Su estro se encuentra habituado a sobresalir en pruebas ergonómicas. Disfruta el arte de las competencias, que poseen sus propios lenguajes y cánones. En ellas ha desarrollado complicadas y asombrosas destrezas. Tempranamente se ha apropiado estos códigos, a veces bebidos con las primeras aguas, y se encuentra en una simbiosis absoluta con su medio, que también estatuye jerarquías. Allí, en la mayoría de las manifestaciones, lo útil y lo bello se conservan en fuerte soldadura, el trabajo y el juego poseen un rico metabolismo, la fama y el talento se homologan con bastante frecuencia. Él posee oído fino para escuchar las demandas de su entorno, y responde a ellas con rapidez y eficacia. Está siempre en los sitios justos, en las horas apropiadas, con los productos que se necesitan, satisfaciendo sus pequeños públicos. Recibe los parabienes que busca, deja las estelas que desea, se inscribe en la memoria que ama. Sabe que hace falta, que le esperan, que le admiran. Lo visitan para ver qué hace, cómo le van quedando los productos. Todos están atentos al breve y espontáneo éxito, a la chispa y maestría de su desempeño. Ciertamente no oye las trompetas estentóreas de los hexámetros de Virgilio, pero las que vibran suenan dulcemente a su corazón de artista hundido hasta los tuétanos en el mar de sus paisanos.
El artista culto y el artista popular, cuando son legítimos, se admiran mutuamente. Se trasvasan experiencias, ofrecen materiales, incorporan lecciones recíprocas. El verdadero artista culto gusta de este diálogo, sale de él enriquecido, después de él avanza hacia direcciones más anchas del espíritu. El verdadero artista popular siente el dolor de la falta de instrucción, se queja de la falta de horizontes, y afinca las manos en sus honduras mágicas de donde saca las raíces como si fuesen luciérnagas. Está lleno de la gracia alegre y solemne de las multitudes. Es una persona sola, pero con un racimaje del que no puede ni quiere desligarse. El verdadero artista culto lo sabe, y lo aprecia en su justa medida. No se le escapa que allí radica la fuente, que de ahí mana de modo prístino la cultura. Expresión de la colectividad a la que pertenece, el verdadero artista popular parece, a la vez, un tubérculo y un sacerdote. Posee algo de fibra sumergida, y un aura de criatura entregada a un ministerio. Mira con admiración legítima al verdadero artista culto. Cuando es visitado por éste siente un orgullo arrasador como un océano. Le cede los instrumentos de su larga práctica para que no se pierdan, pues sabe que el otro ha conseguido su estatura en el respeto al saber, que tuvo la oportunidad de incorporar. Él está henchido de alegres ligámenes, de juramentos invisibles, de renuncias insalvables, de lealtades sin término. Es feliz, porque puede hacer felices a otros. Posee una pasmosa lucidez sobre el porvenir de su nombre —si lo posee aún, pues gusta rebautizarse con frases apositivas genéricas—, pues sabe que entrará pausadamente en lo espeso del olvido.
9
Aquello que consigue el pintor popular con esa ingenuidad proteica, que llamamos primitivismo, necesita ser examinado con riguroso acento. Menos anatómico que los grandes pintores cultos, el pintor popular ama los entornos, las circunstancias, las atmósferas, y prefiere, antes que los minuciosos distingos corporales, el veloz establecimiento de la figura, concebida en muchas ocasiones como mero concepto: el hombre, la mujer, el anciano, el niño, el animal, el dios. Allá en los orígenes, por pura ideación, la figura se descomponía en cuerpos geométricos sucesivos hasta que surgía el emblema zoológico o el insinuado hombrecillo. Mucho aprendió en épocas de revolución estética el artífice cultivado de estas construcciones germinales. Pero el pintor popular de hoy, ya pertenezca a espacios letrados, a preteridos suburbios o a distantes comunidades rurales, desenvuelve las figuras despojadas de todo ademán analítico, casi en el estado grácil y productivo de la infancia. Se inclina con fuerza hacia la sencillez de la solución, y los seres humanos representados rara vez se exhiben solitarios. Tienden, por espontánea carga demográfica, a adquirir una nítida dramaturgia inmediata. Sucede hasta en los pintores instruidos que amaron lo popular, que acumularon en sus lienzos numerosos y pequeños hombres dinámicos cumpliendo mil funciones laborales o expansivas en villorrios o en vastas áreas abiertas. Es la apoteosis del hombre común, ceñido de su épica insoslayable, o proyectado hacia el más enzarcillado retozo.
Ha de decirse, sin embargo, que ese cotidianismo, ese homenaje de estirpe romántica a la hora vivida, disfruta de una fina resonancia aurática, verdaderamente indescifrable, que lanza la representación hacia los predios líricos. Lo primitivista posee, aun dentro del mayor espíritu factográfico, por las mismas soluciones plásticas que alcanza, un encumbrado nivel de personalización. Así, su antropomorfismo más obcecado ronda siempre por desconocimiento de canon e impulso expresivo indetenible, cierta atmósfera de sobrepasamiento, que a veces edifica la estampa simbólica o el más delirante estado de la oniria. Son las fantasías plásticas de los individuos dentro de la viva marejada multitudinaria.
Paradojas de la creación, el pintor primitivista es desmesuradamente interior, aunque escoja escenas exteriores con obstinada frecuencia. Al laborar de memoria, con sustancias emocionalmente decantadas, sus visiones atraviesan sanguíneas el pulso trémulo del espíritu, desasido ya de toda competencia bruñidora. Moviliza de modo eléctrico la subconsciencia en la representación menos onírica, y su aparente torpeza modeladora es precisamente su más demorada y pujante libertad. Perfilador de espacios, sus seres se metabolizan con los interiores domésticos, las calles, las edificaciones, los paisajes; y las plantas y animales adquieren protagonismo absoluto, dentro de la misma jerarquía de despliegue. Los objetos que acompañan la existencia humana se diversifican leales a su alrededor, colocados en sus sacros lugares, adivinados casi como meras fórmulas: las mesas, las sillas, los lechos, los recipientes, los mecanismos... Lo objetual y lo espacial desarrollan entonces una semántica explosiva. Parecen exclamar que en la honda filosofía popular el hombre es, como sabe toda filosofía aparentemente menos empírica, su circunstancia. La pintura popular reclama ser leída de nuevo, con desprejuicio y detenimiento. Si algo debe cambiar para poder consumar ese examen con limpia perspectiva, es el método aprehensivo a que está habituada la crítica de arte, hundida en la sensación falazmente enérgica de la novedad.
Para entonces, y desde ahora, sería bueno indagar por qué la pintura popular tiene ese aire de familia increíble en todas partes, de qué fuentes afines nace, bajo qué ocultos perímetros plasmadores... Habría que validar una nueva perspectiva, un especial concepto de la línea, de la sombra, del claroscuro, del color plano, de los contornos y componentes de los seres y las cosas. Y habría que ver las mágicas relaciones que aquí se manifiestan entre el individuo y la colectividad. Tal vez sea éste uno de los aspectos medulares de este modo de hacer arte, tan desdeñado por la axiología estética. No basta, para entenderlo cabalmente, el acercamiento psicológico o sociológico; es necesario un abordaje creador desde las mismas matrices del arte, y acaso resulten mejor preparados para describirlo con exactitud comprensiva, los maestros más dotados de la creación largamente educada.
Mientras tanto, el pintor popular, que sí sabe pintar, que conserva sus propios cánones de belleza y perfección, prosigue plasmando con persistencia y abundancia al mundo. Extrae de la memoria, de la catástrofe, de la vicisitud, de la alegría, de la esperanza su constatación de los días y de los sueños interminables del hombre sobre la tierra. Como se reconoce asomándose desde el fondo, a partir de sucesos primarios, y con mucha frecuencia llegando de modo tardío, embridado por los obstáculos diarios del vivir, siente troncalmente los lazos portentosos que unen a los hombres todos dentro de este manojo reñidor y dramático que parece constituir a todas luces la especie a que pertenecemos. No hay entendimiento de ningún arte, sea culto o popular —esa triste división circulante—, sin una actitud raigal de respeto por la ajenidad. No hay creación sin sentido, como no hay hombres sin metas. Mucho se sabrá de la pintura primitivista el día que se iluminen, a través del juicio desinteresado del amor, los olvidados, y de seguro ciclópeos, propósitos representativos de sus incambiables imágenes.
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En época de crisis, la cultura popular fermenta y se dispara hacia todas direcciones. Hacia los ángulos más prometedores avanza, compacta y enérgica, de modo semejante a las regularidades del desplazamiento hidráulico en las zonas comprimidas. Ascienden todas las virtudes y defectos de sus estratos conformadores, y el ingenio crece en la misma proporción que la crisis. El arte popular, bajo estas difíciles condiciones, puede elevar su estatura o entrar en una deplorable autosimulación de sus propios cánones para brindar como endógeno lo que en verdad es exógeno. Ambos fenómenos se darán de seguro a la par, y la segunda actitud, bajo la iluminación práctica del éxito, se expandirá de modo más sistemático que la primera. Los consumidores escogidos desde el segundo ángulo despersonalizarán al productor, inmerso en esa retórica subrepticia, y así habrá un sector triunfante que aunque persista en el estatuto social de artista ya habrá quedado exento de la genuina creación popular, que se nutre de lo altamente personalizado dentro del seno dialogante de la colectividad. En la misma medida en que se consagra y produce, labora hacia su absoluto vaciamento. Y contribuye también, con los espacios que ocupa, a desalojar momentáneamente a los creadores de verdadera estirpe genésica. Enormes y trascendentes asuntos de la realización más plena del hombre pasan, como un río invisible, por el torrente espontáneo de la cultura popular.
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La cultura popular tiene, dentro de sus propiedades inalienables, una robusta inclinación hacia la oralidad y la anonimia. Ambos fenómenos, por su notable incidencia, deben ser indagados con mayor pausa por los estudios culturales. Cuando sean extraídas las raíces y regularidades de ambas, entre otras muchas, sabremos más y mejor de la cultura popular. Podremos entender algunas de sus manifestaciones productivas esenciales, contentivas de su sentir y de su saber, y los mecanismos básicos de la psicología creadora colectiva. La oralidad y la anonimia establecen ente sí fecundos correlatos. Con la escritura comienza a nacer, de algún modo, la autoría, vale decir, la posibilidad de enmarcar al individuo genitor más allá del acto comunicante mismo inicial. Cuando las circunstancias históricas fueron favorables para la apoteosis del individuo, por los presupuestos ideológicos de la sociedad imperante, nació el valor de la firma como rápido emblema patrimonial. La posesión de la autoría implica declaración de propiedad. El pueblo, criatura desposeída, olvida con rapidez al creador para atesorar dinámicamente, como un capital circulante, a su creación. La presencia de la autoría, oral o escrita, no excluye obligatoriamente al productor de la creación popular, pero el más legítimo acervo del pueblo es anónimo, invención y gloria de todos, participativo y profundo como un océano. La oralidad tiene sus propios marcos, sus recursos incambiables, sus propósitos específicos. La oralidad, como la escritura, trabaja con palabras; pero las sujeta a otras maniobras, y en la veloz e intercambiable comunicación en que transcurre gusta de perder las señas individuales para marchar de labio en labio con su perfección de anillo mágico que cabe en el dedo de todos los hombres. Junto a estas variables significativas ha de estudiarse también cuáles son los cánones propios de la producción imaginativa popular, derivables de su observación y análisis en todas las épocas y naciones. Y en las relaciones dinámicas entre canon e incertidumbre, que rigen todo acto de creación sucesiva, se advertirá la capacidad fascinante que posee el pueblo para generar infinitamente verdad y belleza.
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La cultura popular es la fuente primaria, la raíz acarreadora. Su espíritu trabaja en lo numeroso y próximo, y con desprendida y eficiente ergonomía. Derramada por la amplitud de la tierra, ella es silencio, acopio y entrega. En las polémicas márgenes, o en los centros emanantes, es el antemural y el escudo de las naciones. Toda la identidad colectiva pasa por la cultura popular como el hilo por el ojo de la aguja. Las más altas creaciones se inspiran en ella, ganan a través de ella la perdurabilidad y la dinámica de la vida. Las poleas imaginativas de la cultura popular nunca descansan, y trabajan sobre los más vastos círculos, dentro de las más abiertas escalas de valores. De lo etéreo a lo procaz, de lo abigarrado a lo sobrio, de lo riente a lo adusto, de lo caudaloso a lo sucinto, la cultura popular es manantial siempre fresco. Ella ha construido, con la cooperación impalpable de todos, las figuras y atributos de los dioses, las increíbles mixturas de los semidioses, las limitaciones y grandezas de los mortales. Un país que cuida, vigila y exalta su cultura popular sobrevive las más duras contingencias, los embates más brutales, los huracanes más sostenidos. A través de la cultura popular se incorpora a cada uno de los hombres a la gran corriente humana, que es la que marcha hacia el porvenir.
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