La décima
y España
Por Alexis Díaz-Pimienta
La décima es, digámoslo sin miedo, la verdadera y única conquistadora de América. Cinco siglos después, sigue siendo la Reina de nuestra poesía popular. En 1591 Vicente Martínez Espinel publica ocho décimas con una distribución fija abbaaccddc y pausa obligatoria tras el cuarto verso (¡sólo ocho!) en su ya célebre Diversas rimas. Luego Lope de Vega aplaude el hallazgo, lo ensalza, y rebautiza la estrofa como “espinela”. Pero con el neoclasicismo la espinela “baja” a las manos del pueblo, del vulgo. Y “el vulgo” hace las maletas y viene a América, con sus cantos, sus versos, sus tradiciones. Ya en los barcos se cantan, se escriben, se glosan, se memorizan e improvisan espinelas. Y ya en tierra, se siguen escribiendo y cantando, a lo divino y a lo humano, con nostalgia, pero también con esperanzas. En los puertos de La Habana, Veracruz, Maracaibo, Cartagena de Indias…, desembarca una estrofa que se sabe ya poco querida en su tierra, pero que tiene la esperanza de hacer fortuna en las Nuevas Indias: esa universal y sempiterna esperanza de todo emigrante. Y tuvo suerte. De la “pobreza” con que ya vivía en España, pasó a la opulencia americana. Aquí la usaron los cronistas para contar, en cartas a los Reyes incluso, su aventura. La usó la iglesia para catequizar en pastorelas y autos de fe. La usaron los campesinos para cantar mientras labraban la tierra. La usaron los marineros. Los mineros. Los alarifes. Los orfebres. Todos. Primero españoles y luego criollos. Primero, blancos y luego blancos, negros, indios, mestizos. Por encima de las diferencias raciales, religiosas, políticas, económicas, la Décima. Una emigrante feliz, triunfadora, que llega a su tierra de acogida y no sólo se enriquece, sino que es rica y bienamada. Si en su lugar de origen la cantaban y escribían miles de poetas, populares y cultos, aquí serán cientos de miles. Si en su lugar de origen la escuchaban, leían y aplaudían cientos de miles de receptores, aquí serán millones. Si allí se cantaba y se improvisaba con unos cuantos ritmos y tonadas, aquí esos ritmos y tonadas se multiplicarán por diez, y las melodías para el canto de romances se adaptarán a ella, y ella, la Décima, se paseará por llanos y montañas, por climas tórridos y fríos, por ciudades y campos, para lograr que payen los gauchos en el sur, que bailen los jarochos en el norte, que discutan los guajiros y los jíbaros en el centro, que se expresen con voz propia los “artistas” del galerón, el socavón, la trova, la paya, la payada, el repentismo, el huapango, la mejorana, todos aquellos que hoy la siguen mimando, cuidando, embelleciendo. Y crecen los instrumentos acompañantes. Y se mezclan en sus versos voces negras, voces indias, arcaísmos peninsulares. Y crece su uso. Y pasa el tiempo. Y cinco siglos después, la Décima, ya “aplatanada” en nuestro continente, decide hacer un viaje de regreso a España para visitar sus orígenes, como todo emigrante que se precie. Y como todo emigrante que se precie, al llegar se emociona. Se reencuentra con viejas parientes: la copla, el romance, la quintilla. Y lloran juntas, se abrazan, se cuentan sus mutuas historias. Aquellas que se quedaron en la Península están viejas, vivas pero débiles, y viven recluidas en museos bibliográficos, en galerías académicas y en la Gran Reserva de la memoria popular. Pero la Décima se encuentra, de pronto, con algunas descendientes directas suyas, con espinelas que han sobrevivido sin tener que emigrar, o que emigraron y regresaron mucho antes. En Canarias, en Murcia, en La Alpujarra. Y la emoción es mucha. En Canarias conversan sobre punto cubano; en Murcia conversan sobre trovo; en la Alpujarra conversan sobre guajira alpujarreña. Siempre “conversan”, es decir, versan juntas. La décima española le habla a la americana de cuando todavía era útil en la prensa escrita del siglo XIX, como poesía de ocasión, semiculta. La décima americana le habla a la española de su paso por el circo criollo en Argentina y Chile, de su empleo en la radio y la televisión cubanas. La décima española cuenta sobre la generación del 27, y recita versos de Jorge Guillén, de Luis Rosales, de Gerardo Diego, de Rafael Alberti. La décima americana habla del Cucalambé, de Alfonso Reyes, de Andrés Eloy Blanco, de Nicomedes Santacruz, de Carlos Molina, del Indio Naborí. La décima española habla de tenderetes, pies forzados, picaíllas. La décima americana habla de estadios de fútbol llenos para escuchar a los improvisadores. La décima española se queja del olvido, del soterramiento en el que sobrevive por ser oral y popular y rimada en época de escritura, verso libre y clasismo cultural. La décima americana se queja del olvido académico, de la necesidad de un estudio serio y sistemático sobre ellas y todas sus congéneres. Pero no están tristes. Al contrario. Durante siglos nunca han estado tan felices. Ahora están juntas otra vez, y hay festivales para verse de nuevo, y hay nuevos libros sobre ellas, y se publican y premian “decimarios”, y hay escuelas de improvisación de décimas, y hay archivos sonoros y audiovisuales en casi todos los países. Se abrazan de nuevo y tras el abrazo la décima americana saca de su bolsillo un sobre y se lo entrega. La décima española se sorprende, la mira a los ojos, sonríe, y rasga el sobre. Descubre entonces una invitación para ir a Las Tunas, Cuba, a la Jornada Cucalambeana y al Festival Iberoamericano de la Décima. Y cuentan testigos presenciales que a la décima española le latió fuerte el cuarto verso, soltó lágrimas consonantes, le dio un beso octosilábico a su pariente americana. Y la décima española / lloró de tanta emoción. / Hoy llevaría un avión / lo que ayer llevó una ola. / Es cierto: no estaba sola, / tenía hermanas montunas / nacidas en otras cunas, / y este año, entre rapsodas, / se encontraría con todas / en la ciudad de Las Tunas.
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