martes, 12 de junio de 2007

Manzano y la tierra
de la poesía



Sobre su decimario El racimo y la estrella


Por Pedro Péglez González

Muchas veces un poemario ve la luz cuando ya el autor transita por pesquisas líricas mucho más elevadas.

Eso sucede con El racimo y la estrella (Ediciones Unión, 2002), libro que mereció el premio de décima del concurso 26 de Julio en 1993, justamente la última vez que ese certamen convocó, como género, a la estrofa de diez versos.

De allá a acá, el poeta, Roberto Manzano Díaz (Ciego de Avila, 1949), ha publicado otros libros: Canto a la sabana (Ediciones Unión, 1996); Tablillas de barro (Colección Pinos Nuevos, Letras Cubanas, 1996); Transfiguraciones (Premio José Jacinto Milanés, Ediciones Vigía, Matanzas, 1999); y Tablillas de barro II (Premio Adelaida del Mármol, Ediciones Holguín, 2000); todos ellos con predominio de una densidad poética admirable y un desempeño tropológico estremecedor. Veámoslo en los versos finales de uno de los textos del último título mencionado:

...epifanía de la sangre, con qué pífanos locos/ se podría cantar esta totalidad tan jubilosa?/ Qué músicos fantásticos detendrían lo que atardece?/ Porque siempre atardece, siempre llega la tarde/ con sus yeguas oscuras a pastar la yerba muda del corazón,/ y entonces en los dientes del recuerdo/ se comienza a rumiar la luz como un pan verde!

En el plano ideotemático, El racimo y la estrella, como Canto a la sabana, forma parte de una zona de la obra de Manzano que se inscribe en la llamada poesía de la tierra, corriente lírica que desarrollaron con eficacia poetas avileños y de otras provincias en los años 70, de cuyos exponentes más valiosos se ha hablado poco, mientras que sí se ha criticado con bastante asiduidad los meandros menos felices de ese arroyo, que fueron a parar a declives literarios como el tojosismo, manejo basto y repetitivo de los referentes propios del asunto campestre.

Las espinelas de El racimo y la estrella (como los versos libres de Canto a la sabana) se afincan en lo mejor y más logrado de la poesía de la tierra: el ámbito no como fin expositivo, sino como punto de partida reflexivo y revelador de nuevos —a veces insospechados— horizontes. El propio Manzano lo anuncia en las palabras con que, como pórtico, inaugura el volumen:

"Estas décimas movilizan un universo hacia una dirección de espíritu, suministrándole a cada astilla de árbol un sentido. Son un lexicón. Pero siempre el pivote copernicano es el sujeto, quien irradia la música.

"El camino es la visión central. El caminante es el protagonista del drama del mundo..."

De El dialogante del sol, última de las tres secciones en las cuales se ordenan los más de dos centenares de décimas que integran el libro, tomo la primera estrofa, para dar fe de la concreción del aviso que el autor nos da en el pórtico:

Ahora con fibra y cendal./ Traslúcido, me enmaniguo./ De qué forjador antiguo/ erguir el verde cristal?/ Solidario ya, y gremial;/ almendrado, por lo vasto./ Atorbellinado engasto/ el celaje y el abismo,/ y alzo el cielo hacia si mismo/ con los espejos del pasto.

De modo que, aunque el bardo ande ya por otros rumbos —a los cuales arribó, desde luego, gracias también a estos senderos—, es de agradecer, con la publicación de El racimo y la estrella, este volver la vista a un estelar momento —diez años atrás— en la obra poética de Roberto Manzano (su quehacer como crítico, investigador y profesor de literatura es otro asunto), y con ello acceder a un interesante propósito —poco conocido y menos estudiado— que movilizó en su tiempo, cercano todavía, a un grupo de poetas que sintieron en el entorno rural el llamado del Parnaso.

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