miércoles, 17 de julio de 2013

La piel del miedo


Prólogo al libro
Nosotros los cobardes


De izquierda a derecha, Alexander Aguilar y Jorge Adrián Betancourt.



LA PIEL DEL MIEDO


 

I

Algo peor que un cobarde: dos cobardes.

Ese parece ser el asunto, la traducible materia del asunto: un libro, dos autores, y la poesía (la corteza decimística)  como un primitivo modelo de valor. Nos internamos, nos internaremos, en una compleja singularidad, la de dos poetas consumidos (consumados) por presupuestos reconstructivos paralelos, como un turbión, o dos, de naturalezas que expanden el acto de rivalizar, enjuiciar, asustar. Quizás parezcan fragmentos de otras estanterías, las ensombrecidas corrientes de ese diálogo de sordos que tantos poetas protagonizan como hacia una sustancia desinteresada de su argumento primario, pero no, Nosotros los cobardes, escrito por Alexander Aguilar y Jorge Betancourt, describe el dominio de una tradición (kantiana como pocas) donde la verdad es recuperada, espiritualizada y, para  tomárselo con agradable horror, dilapidada en la competencia con deificaciones, concordias, críticas del absoluto “estar y permanecer” y las magras y rústicas valentías de ocasión.

Libro bañado por aguas tan diversas, agua en sí mismo, interpreta ese destino de intensidades y jerarquías, deriva en una fascinante continuidad: transparentar la memoria y convertirla en sociología transparente (pantagruélica o críptica, cara a Pierre Bourdieu). Poéticas desenfadadas, pulcras y a la misma vez lúdicas, incorporan un aluvión de referentes y crean una exaltada exposición  anafórica, que, desde una ingobernada pasión, proclaman la resonancia de trampas literarias de egregia compostura.


II

Si trazo un imaginario mapa insular, una isla ahora, un parasitismo patriótico con la poesía, si me atrevo a ubicar, o a dislocar categorías, presunciones, objetos de expresión, nombres, estilos, es probable que disienta de una buena mayoría de críticos, autoantologadores plaguicidas que abundan y sobreabundan en las misteriosas aguas poéticas del inicio de siglo cubano. Me alivia saber que procuro ser honesto, ni siquiera auténtico, pero descargo una responsabilidad cívica ante la poesía y ante el vicio de comentarla, obsesionándome (por) la pudrición de la fidelidad, antólogo de la provocación, mártir de los riesgos. Porque las agrupaciones de poetas confluyen en una línea de obstáculos y unos pocos, para mí, saltan con libertad  y con esplendor esos cauces; no me divierten las opulencias de grupo, me arrastro por espectros icáricos: el poema es una culpa. Infectado por crueldades divisorias, por un lirismo de raíz, por los apetitos que desprende la lectura, no una forma de teogonía, no una rapsodia mitocientífica, pero el poema es un discurso de inmanencia, un hueso que prohíbe el desprendimiento tortuoso de la realidad. Y eso falta, y hojeo alambicados textos, metajadeantes experimentos, basura cósmica, infopoema o pseudopoema, ríos que sobrecogen un paisaje de tintineo, un vacío o una actitud filosófica desteñida, fenomenología de la necesidad, eso, con la apostólica lucidez del sembrador de uvas del Missisipi o de una parte sin uvas del viñedo nacional. Normalmente estos críticos conforman listas, nombran, como resonantes gurús del asunto, modelan sus gustos, afinidades especulativas.

Estos son alegatos hacia la distorsión de un hecho real: la escritura y su interpretación. Los principios son los mismos pero se corrigen, la paradoja obliga a responder desde un flujo de experiencias individuales. Los párrafos anteriores sirven de pretexto para razonar sobre los oscurecidos márgenes de ese comentado mapa poético patrio e instaurar a la décima, a una parte de ella, a una parte de sus cultores, como privilegiados, y auténticos, renovadores de la poesía contemporánea en Cuba.

He hablado en varias ocasiones del influjo de algunos poetas que encontraron en esta forma estrófica una de las más interesantes maneras de confluir en el panorama literario, sobre todo a partir de los años que cerraban la última década del siglo XX, hecho que aún, contra cualquier arcaísmo que otros canonicen, se mantiene en efecto. Alexander y Jorge, aquí reunidos, extienden esa enumeración de suntuosos decimistas, demoledores de prejuicios patrimoniales sobre la escritura y trascendencia de la décima.

La poesía es una fábrica de juegos, diría Paul Válery, y juego, aporto yo, a instancias físicas interiores, juego que despedaza una cifra de desgaste, cierta distorsión. Jugamos porque ese acto marca un viaje de resistencia, se restituye una emoción, abrimos un influjo para compartir. Jorge Betancourt y Alexander Aguilar juegan porque su juego es el único acto de enfrentamiento con la realidad, su juego no es piadoso, no divierte, es una urgencia, una privación de inocencia, un agresivo (y hasta hermoso) contraste de sombras y luces.


III

La muerte, la sepulta heroicidad, el tiempo recobrado, rival, el tiempo como dialecto hegeliano, una patria onírica, trasvertida en jeroglífico, en eco, los puentes literarios, las compulsiones de una geografía en la que Dios a veces no está donde debe estar Dios, unas coordenadas lingüísticas que son el audaz testimonio de mensajes extraídos de un preámbulo marginal, de alegorías a ras de sangre. Intertextualidad disimulada o cómplice de otros fueros. Amontono los síntomas que me producen, desprenden, estas décimas: he sopesado una energía, respiro iguales prohibiciones, la indefinición del salto, dónde estar, dónde caer.

Nosotros los cobardes sigue la tradición (si es que el término no ha sido emponzoñado por una hegemónica disparidad) de libros como Aneurisma, de José Luis Serrano, Al revés de lo contrario, de Herbert Toranzo, Confesiones de una mano zurda, de Alexis Días-Pimienta, El mundo tiene la razón, de Ronel González y José Luis Serrano, y Bitácora de la tristeza, de Alexander Besú, entre otros: exhibicionismos corrosivos, lista de contorsiones temáticas que personifican mareas de encantamiento, alienadas inferencias, piedras de toque: la sustancia de un gesto que recupera lo que deshace.

Este libro, por la abierta declaración a rivalizar con una inocencia anterior, la voz (las voces) de sus autores se apoya(n) en obsesiones continuas, oxígeno filosófico, añoranza. Pero estos argumentos, sospecho, son menos simples por subversivos, y a la vista pueden deformar nuestra oprimida cautela.

Pienso que solo deberíamos leer libros de los que muerden y pinchan, decía Kafka en una carta a un amigo. Este es uno de esos libros. Apuesto reincidencias, riesgos, extrañamientos, mi cuota de adrenalina, un pobre valor que solo sirve para recordar que tuve miedo cuando algunos ni siquiera sabían que tener miedo era una de las formas más valerosas de ser diferente.

Lejos de huestes bravuconas o canciones de gestas, lejos de caballeros indomables, en una cueva de Las Tunas, leo esta suntuosa declaración de valentía literaria a 1 de abril de 2013.


Lo firma otro cobarde,

Carlos Esquivel Guerra







El jurado del Premio Iberoamericano Cucalambé 2012 estuvo integrado por los poetas Carlos Esquivel, Yamil Díaz y Karel Leyva. Tras merecer el lauro por su libro Nosotros los cobardes, sus autores Alexander Aguilar y Jorge Adrián Betancourt solicitaron su ingreso al Grupo Ala Décima, lo cual se hizo efectivo en diciembre del 2012. Con la integración de ambos a nuestra agrupación, se constituyó la filial provincial de Granma, presidida por Alexander Besú.

Nosotros los cobardes fue producido por la Editorial Sanlope con edición de Argel Fernández Granado y diseño de Samuel Perdomo Fuentez, también integrantes del Grupo Ala Décima.







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