Prólogo al libro
Nosotros los cobardes
El volumen, Premio
Iberoamericano Cucalambé 2012, de la autoría de Alexander
Aguilar y Jorge
Adrián Betancourt, fue presentado por la tunera Editorial Sanlope
en la reciente XLVI
Jornada Cucalambeana 2013
De izquierda a derecha, Alexander
Aguilar y Jorge
Adrián Betancourt.
LA PIEL DEL MIEDO
I
Algo
peor que un cobarde: dos cobardes.
Ese
parece ser el asunto, la traducible materia del asunto: un libro, dos autores,
y la poesía (la corteza decimística)
como un primitivo modelo de valor. Nos internamos, nos internaremos, en
una compleja singularidad, la de dos poetas consumidos (consumados) por
presupuestos reconstructivos paralelos, como un turbión, o dos, de naturalezas
que expanden el acto de rivalizar, enjuiciar, asustar. Quizás parezcan
fragmentos de otras estanterías, las ensombrecidas corrientes de ese diálogo de
sordos que tantos poetas protagonizan como hacia una sustancia desinteresada de
su argumento primario, pero no, Nosotros
los cobardes, escrito por Alexander Aguilar y Jorge Betancourt,
describe el dominio de una tradición (kantiana como pocas) donde la verdad es
recuperada, espiritualizada y, para
tomárselo con agradable horror, dilapidada en la competencia con
deificaciones, concordias, críticas del absoluto “estar y permanecer” y las
magras y rústicas valentías de ocasión.
Libro
bañado por aguas tan diversas, agua en sí mismo, interpreta ese destino de
intensidades y jerarquías, deriva en una fascinante continuidad: transparentar
la memoria y convertirla en sociología transparente (pantagruélica o críptica,
cara a Pierre Bourdieu). Poéticas desenfadadas, pulcras y a la misma vez
lúdicas, incorporan un aluvión de referentes y crean una exaltada
exposición anafórica, que, desde una
ingobernada pasión, proclaman la resonancia de trampas literarias de egregia
compostura.
II
Si trazo un imaginario mapa
insular, una isla ahora, un parasitismo patriótico con la poesía, si me atrevo
a ubicar, o a dislocar categorías, presunciones, objetos de expresión, nombres,
estilos, es probable que disienta de una buena mayoría de críticos,
autoantologadores plaguicidas que abundan y sobreabundan en las misteriosas
aguas poéticas del inicio de siglo cubano. Me alivia saber que procuro ser
honesto, ni siquiera auténtico, pero descargo una responsabilidad cívica ante
la poesía y ante el vicio de comentarla, obsesionándome (por) la pudrición de
la fidelidad, antólogo de la provocación, mártir de los riesgos. Porque las
agrupaciones de poetas confluyen en una línea de obstáculos y unos pocos, para
mí, saltan con libertad y con esplendor
esos cauces; no me divierten las opulencias de grupo, me arrastro por espectros
icáricos: el poema es una culpa. Infectado por crueldades divisorias, por un
lirismo de raíz, por los apetitos que desprende la lectura, no una forma de
teogonía, no una rapsodia mitocientífica, pero el poema es un discurso de
inmanencia, un hueso que prohíbe el desprendimiento tortuoso de la realidad. Y
eso falta, y hojeo alambicados textos, metajadeantes experimentos, basura
cósmica, infopoema o pseudopoema, ríos que sobrecogen un paisaje de tintineo,
un vacío o una actitud filosófica desteñida, fenomenología de la necesidad,
eso, con la apostólica lucidez del sembrador de uvas del Missisipi o de una
parte sin uvas del viñedo nacional. Normalmente estos críticos conforman
listas, nombran, como resonantes gurús del asunto, modelan sus gustos,
afinidades especulativas.
Estos son alegatos hacia la
distorsión de un hecho real: la escritura y su interpretación. Los principios
son los mismos pero se corrigen, la paradoja obliga a responder desde un flujo
de experiencias individuales. Los párrafos anteriores sirven de pretexto para
razonar sobre los oscurecidos márgenes de ese comentado mapa poético patrio e
instaurar a la décima, a una parte de ella, a una parte de sus cultores, como
privilegiados, y auténticos, renovadores de la poesía contemporánea en Cuba.
He hablado en varias
ocasiones del influjo de algunos poetas que encontraron en esta forma estrófica
una de las más interesantes maneras de confluir en el panorama literario, sobre
todo a partir de los años que cerraban la última década del siglo XX, hecho que
aún, contra cualquier arcaísmo que otros canonicen, se mantiene en efecto.
Alexander y Jorge, aquí reunidos, extienden esa enumeración de suntuosos
decimistas, demoledores de prejuicios patrimoniales sobre la escritura y
trascendencia de la décima.
La poesía es una fábrica de
juegos, diría Paul Válery, y juego, aporto yo, a instancias físicas interiores,
juego que despedaza una cifra de desgaste, cierta distorsión. Jugamos porque
ese acto marca un viaje de resistencia, se restituye una emoción, abrimos un
influjo para compartir. Jorge Betancourt y Alexander Aguilar juegan porque su
juego es el único acto de enfrentamiento con la realidad, su juego no es
piadoso, no divierte, es una urgencia, una privación de inocencia, un agresivo
(y hasta hermoso) contraste de sombras y luces.
III
La
muerte, la sepulta heroicidad, el tiempo recobrado, rival, el tiempo como
dialecto hegeliano, una patria onírica, trasvertida en jeroglífico, en eco, los
puentes literarios, las compulsiones de una geografía en la que Dios a veces no
está donde debe estar Dios, unas coordenadas lingüísticas que son el audaz
testimonio de mensajes extraídos de un preámbulo marginal, de alegorías a ras
de sangre. Intertextualidad disimulada o cómplice de otros fueros. Amontono los
síntomas que me producen, desprenden, estas décimas: he sopesado una energía,
respiro iguales prohibiciones, la indefinición del salto, dónde estar, dónde
caer.
Nosotros los cobardes sigue la tradición (si es
que el término no ha sido emponzoñado por una hegemónica disparidad) de libros
como Aneurisma, de José Luis Serrano,
Al revés de lo contrario, de Herbert
Toranzo, Confesiones de una mano zurda,
de Alexis Días-Pimienta, El mundo tiene
la razón, de Ronel González y José Luis Serrano, y Bitácora de la tristeza, de Alexander Besú, entre otros:
exhibicionismos corrosivos, lista de contorsiones temáticas que personifican
mareas de encantamiento, alienadas inferencias, piedras de toque: la sustancia
de un gesto que recupera lo que deshace.
Este
libro, por la abierta declaración a rivalizar con una inocencia anterior, la
voz (las voces) de sus autores se apoya(n) en obsesiones continuas, oxígeno
filosófico, añoranza. Pero estos argumentos, sospecho, son menos simples por
subversivos, y a la vista pueden deformar nuestra oprimida cautela.
Pienso que solo deberíamos leer libros de los que
muerden y pinchan, decía Kafka en
una carta a un amigo. Este es uno de esos libros. Apuesto reincidencias,
riesgos, extrañamientos, mi cuota de adrenalina, un pobre valor que solo sirve
para recordar que tuve miedo cuando algunos ni siquiera sabían que tener miedo
era una de las formas más valerosas de ser diferente.
Lejos de huestes bravuconas
o canciones de gestas, lejos de caballeros indomables, en una cueva de Las
Tunas, leo esta suntuosa declaración de valentía literaria a 1 de abril de
2013.
Lo firma otro cobarde,
Carlos
Esquivel Guerra
El jurado del Premio
Iberoamericano Cucalambé 2012 estuvo integrado por los poetas Carlos
Esquivel, Yamil
Díaz y Karel
Leyva. Tras merecer el lauro por su libro Nosotros los cobardes, sus autores Alexander
Aguilar y Jorge
Adrián Betancourt solicitaron su ingreso al Grupo
Ala Décima, lo cual se hizo efectivo en diciembre del 2012. Con la
integración de ambos a nuestra agrupación, se constituyó la filial
provincial de Granma, presidida por Alexander
Besú.
Nosotros
los cobardes fue producido por la Editorial
Sanlope con edición de Argel
Fernández Granado y diseño de Samuel
Perdomo Fuentez, también integrantes del Grupo
Ala Décima.
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