martes, 4 de junio de 2013

Waldo Leyva en sus setenta


 


El destino de un manantial inédito



El pasado mes de mayo, el día 16, cumplió siete décadas de vida el poeta


 
Cuando el cristal no reproduce el rostro…cuando quiere detenerse la tarde…cuando muere hecho un rumor el verde…hay que llamar a Waldo Leyva, entre otras cosas porque se trata de un poeta que se cita de memoria. Ahora recuerdo De la ciudad y sus héroes (1974), Con mucha piel de gente (1982), El rasguño en la piedra (1995), Los signos del comienzo (2009) y El rumbo de los días (2010).Basta con leer un par de veces cualquiera de sus textos para después adueñarse de títulos, versos y estrofas completas. Esa resonancia de su palabra ocurre por obra y vuelo de la propia poesía; que en su caso se presenta como una filtrada expresión del sentimiento, emoción del ayer o parábola del recuerdo.

Como resultado de una casi mágica ilusión creacionista, logran unirse poeta, poema, poesía y comunicación. Lo íntimo se vuelve universal, y lo universal se vuelve íntimo. Pero ojo: la génesis de esa virtud (imán devorador con el que cuentan muy pocos autores cubanos vivos) está dada porque en Waldo Leyva no es el tema lo que busca la emoción, es la emoción la que busca el tema.

Su maestría textual, donde también se observan influencias clásicas y más recientes, tiene un aderezo que no puede pasarse por alto: la visión, que en la obra de este poeta, sin perder claridad y economía, se identifica así: cualidad irreal y existencia de una percepción brumosa. Entonces Waldo Leyva se hace dueño de la palabra exacta. Digamos que se hace dueño de una palabra que tiene fondo blanco, sólo dable en aquellos escasos hombres que visten el traje de grandes poetas.

Los poemas suyos que podemos definir como los más íntimos, dada la secuela del fondo blanco ya mencionado, adquieren de inmediato una anchura cósmica que despierta fascinación. Para él no existe otro destino que el manantial inédito, y ese manantial inédito no puede ser una reproducción fotográfica de la realidad. Hasta en las líneas que podríamos llamar versos “puentes”, centellea un lazo de unidad entre lo racional y lo irracional; quedando demostrado con ello que su poesía se levanta sobre un poderoso contenido psíquico, y que por lo tanto, no es imperativa, es elección.

Pero una cosa es la poesía en sí y otra bien distinta el lenguaje que se utiliza para hacerla. Descifrar un poema no es lo mismo que entenderlo. Entenderlo es sentirlo. Y eso, precisamente eso, es lo que ocurre con la obra poética de Waldo Leyva. ¿Acaso su poesía tiene forma humana?

Todas esas virtudes interiores conforman de conjunto una obra serena, concentrada y profunda, donde el poeta se siente vivo y parte activa de la historia; pero que a su vez lo protege de la intemperie que a diario impone la propia vida, a veces demasiado filosa y a merced de dimensiones que trascienden el tiempo real. ¿Qué hacer frente a este drama inevitable? Valga entonces lo que hace Waldo Leyva desde que amanece: refugiarse en su propio tiempo, por un lado transitorio y por otro vital, que es igual a decir la palabra y el espejo como protagonistas de sus días o eras imaginarias.

Este poeta se debate entre la soledad y la sorpresa. Por eso su principal asidero es y será siempre el enigma, la angustia testimonial que en un momento determinado lo hace mirar con valentía la parte invisible de la foto; algo que a mí, cuando lo analizo desde otro ángulo, también me trasmite una esclarecedora sensación de arraigo y resistencia.

Quien se acerque a la poesía de Waldo Leyva hallará una esencia artística que aporta alegría estética; identificándose también en ella los nexos entre el tropo poético, el pensamiento y el conocimiento; pero todo sustentado en los oficios del amor, la identidad de inalterable rumbo y el apego consciente a la nación cubana. ¿Percepción de emociones? Por supuesto que sí, escritas sobre el papel durante muchos años de nupcial apego a la poesía, cuya dramaturgia integral nos revela además una constante búsqueda de oxígeno a través de la memoria y el tiempo; sin dejar de apreciar que para este poeta, maravillosamente paradójico, la memoria y el tiempo forman parte del porvenir.

Waldo Leyva es un hombre que vive rodeado de fantasmas. De ahí que recurra a su oscuro esplendor para asumir lo caótico desde una perspectiva visionaria que deja en un segundo plano las murallas gramaticales y logra penetrar la verdad con total desnudez de alma, fusionando los diferentes matices de su voz con un estilo extraordinariamente propio, despejado de ataduras idiomáticas que le resten autenticidad a los sonidos interiores, donde el poeta encuentra su única y verdadera salvación.

Ahora dicen que cumple setenta años. ¿Será verdad que los cumple? Tal vez sí y tal vez no. Pero su verso, desembarazo y gallardo, no tiene una edad determinada por calendarios de pared. Lo de ayer parece escrito hoy, y lo de hoy parece escrito ayer, moviéndose con mano maestra en cualquier molde estrófico, una realidad que le otorga el rango artístico de poeta entero.

Yo tuve el privilegio de conocer primero al hombre y después al artista. Poco a poco, y sin precipitaciones o compromisos familiares, me fui acercando desde adentro al quehacer cultural de una persona que respira, camina y habla como poeta; hasta percatarme finalmente de que estaba frente a un gran surtidor de belleza, de que estaba frente una de las mejores voces poéticas de mi tiempo.

La insurrección de su palabra, de indudables valores gnoseológicos, filosóficos y lingüistas, tiene en la síntesis su punto máximo de expresión. Nada puede detener el raudal de pensamiento que desbordan sus versos, íntimos por dentro y planetarios por fuera, una mezcla de agua fértil y luz de cielo que los hacen casi naturaleza; aunque él, quizá volviendo desde un sitio en el que nunca estuvo, comparta la letra de su palabra como el amigo que tras la mano franca nos deja el eco de un roce inocente entre los dedos.

La Habana, Cuba
16 de mayo de 2013





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