miércoles, 12 de noviembre de 2008



El Indio Naborí
en privado




Por
Vir
gilio López Lemus

Vaya idea de los padres de Naborí de ponerle por nombre de pila una pila de nombres. Entre ellos, los dos primeros son Sabio Jesús. Doy fe de que esos señores no se equivocaron y que Jesús Orta Ruiz mereció este apelativo, y que era asimismo un hombre sabio.

Yo lo conocí una tarde de 1987 en el pasillo frente a la escalera central de la Unión de Escritores. Ya antes lo había visto mucho, pero en esta ocasión me lo presentaron (creo que fue el poeta Raúl Luis, o Rafael Alcides, o ambos) y yo le dediqué mi poemario El pan de Aser, acabado de salir del horno de la poesía. A Orta Ruiz le encantó que yo dijese en un poema que en mi primera juventud lectora había pasado de las princesas de Darío a la «Marcha triunfal» del Indio Naborí. Poco después tuvo la bondad de escribir una interesante nota sobre mi libro, que publicó en la revista Unión, no sin la reticencia de quien entonces era su jefe de redacción, pero la generosidad de Pablo Armando Fernández, su Director a la sazón, abrió el paso a ese texto cariñoso.

A poco lo visité en su casa de 13 y 8, en El Vedado. Allí conocí a la fantástica Eloína, con quien tuve una afinidad de amor maternal a primera vista, como si fuese yo un hijo más. Naborí me mandó a pasar a su gabinete, muy bien montado, con máquina de escribir sobre un serio buró lleno de libros en orden y papeles colocados en perfecta disposición, anaqueles cargados de volúmenes y un aire acondicionado que hacía aún más grato el recinto. Esa tarde, solos, charlamos hasta el cansancio, y advertí que aquel hombre invidente no era el mero repentista de fama nacional, no era sólo el cantante de décimas admirado por mi madre y miles de cubanos, no resultaba un inculto versificador, sino que era con propiedad el autor refinadísimo y de vasta cultura sobre la poesía, que había escrito ya los diez sonetos maravillosos de «Una parte consciente del crepúsculo», y las elegías finísimas a su hijo muerto en la década de 1950. Tenía delante a un señor poeta, a un intelectual de mérito y grande devoción por la poesía, pero asimismo a un hombre modesto hasta donde lo puede ser un poeta legítimo, de trato sencillo y cordial. Para colmo, Eloína Pérez se apareció en el medio de la charla con un té, de los más sabrosos que he tomado en mi vida. De modo que salí de aquella casa flotando, el mundo me pareció más bello, la humanidad un gran acierto de Dios y yo quedaba mucho más reafirmado en mi fe por la poesía.

La verdad es que desde entonces y hasta la muerte de Naborí en diciembre de 2005, nos unió una amistad desbordada. El viejo me tomó un cariño devoto, ¿cómo podía ser que me admirara, según me decía, cuando el que tenía que ser admirado era él? Me propuse ayudar a cambiar el punto de vista negativo acerca de Naborí que pesaba sobre la ineficaz crítica de poesía del momento, demasiado preocupada en los esplendores extraordinarios de Orígenes, en especial de Lezama y su barroco apoteósico, y que subestimaba de manera notoria al que comencé a llamar «el decimista más importante del siglo XX».

Sí, esta frase la dije por primera vez en 1991, y la escribí en ocasión del Primer Encuentro Festival de la Décima, en coloquio que dirigí junto a Waldo Leyva en la Casa de las Américas. Naborí, su esposa, sus hijos, sabían que yo estaba tratando de lanzar y fijar esa justa frase, y me lo agradecían, pero no había nada de original en ello, el asunto era tan visible, tan verdad, que la suerte de eslogan cualitativo corrió suerte, y Naborí tuvo el reconocimiento que merecía en los años finales de su vida.

Cuando lo visitaba en su apartamento, prefería recibirme en el balcón-terraza, pues solía haber otras personas invitadas al diálogo, o quizás porque se le rompió el aire acondicionado, o los apagones del naciente «período especial» no permitían disfrutar del sabroso aire frío. Lo cierto es que allí nos dimos citas el ya mencionado Leyva, Alexis Díaz Pimienta, entonces bisoño pero ya evidenciaba su talento, Adolfo Martí Fuentes, y siempre un grupo de decimistas que reverenciaban a Naborí como a un sacerdote.

Pronto el encuentro internacional de la décima se desplazó al escenario de Las Tunas, donde las Jornadas Cucalambeanas se habían consolidado como la mayor fiesta sobre tradiciones campesinas del país. Naborí era un asiduo a ellas. Recuerdo cuánto lo afectó el diálogo que sostuvo con el entonces joven investigador tunero Carlos Tamayo, principal investigador sobre la figura de El Cucalambé, cuando este demostró que la edición de las Poesías completas del bardo tunero, que Naborí formó con devoción, poseían y poseen errores de bulto, cambios injustificados y otras inexactitudes, comparada con la edición príncipe de los poemas cucalambeanos. A la larga, ambos llegarían a ser amigos. Pero Naborí se sintió tocado y quiso justificar lo injustificable. Hombre generoso, no puso en lo sucesivo reparos a las correcciones que poco a poco iba haciendo Tamayo, fruto de sus investigaciones.

En 1992 se dio la ocasión propicia para entregarle a Naborí el Premio Nacional de Literatura. En el Jurado, Rafael Alcides Pérez era el principal defensor de la idea, porque se premiaría así por vez primera a un hombre surgido de la poesía popular, del decimismo repentista cubano, devenido por su tesón y calidad poética uno de los más brillantes poetas cubanos de la hora. Por supuesto que mi voto estaba asegurado, pero no el de Sacha (Francisco López Sacha), que llevaba como candidato al magnífico teatrista Abelardo Estorino (con una nominación, la de Sacha en la UNEAC, a cambio de ocho para el Indio, hechas a lo largo del país). Uno de los jurados viajó al exterior y fue sustituido por el Chino Heras (Eduardo Heras León), quien de inmediato se puso de parte de la propuesta de Sacha. El voto de Denia García Ronda quedaba como decisivo y al tercer día de reuniones ella se inclinó a favor de la propuesta de Estorino. Tres votos a dos, nos pareció a Alcides y a mí sumamente impropio que se diera este Premio solo por mayoría a este gran teatrista, y declinamos la propuesta de Naborí, de modo que luego de muy acalorados debates el Premio se entregaba por unanimidad a alguien que también lo merecía con creces.

Tres años después, volví a ser Jurado del mismo Premio, esta vez acompañado por Ángel Augier, Gustavo Eguren, Waldo Leyva y Rafael Acosta de Arriba. La reunión solo duró diez minutos. El Premio Nacional de Literatura de 1995 le fue otorgado a Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí. El asunto tuvo una repercusión nacional que a nosotros mismos nos sorprendió. No recuerdo otro Premio, ni antes ni después, que tuviese el aplauso unánime de la prensa radial, televisiva, escrita y del pueblo cubano. A la sazón, iba con Naborí hacia un pueblecito de la provincia de La Habana, y recuerdo que dondequiera que paraba el automóvil, la gente reconocía al Indio y le ofrecía muestras de cariño. Asistí en ese año con él a un montón de citas en la que debía hacer acto de presencia, en las que siempre fue ovacionado. Ni que decir que el emocionado fui yo cuando me pidieron decir el elogio en el acto de entrega del Premio, que se desarrolló en el patio del palacio del Segundo Cabo, repleto de público.

Como ha dicho su hijo Jesús, el asunto del Premio le prolongó la vida a Naborí, quien había sufrido una recia operación del corazón a pecho abierto en 1992. Esa operación le duró doce años, era necesario volverlo a operar pero no lo hubiese resistido. Su corazón se apagó como el de un buen Jesús, tras las Navidades, el 30 de diciembre de 2005. Para entonces, ya vivía en la casona de la calle 8, que yo en broma llamaba «el Ministerio». Nunca pudo verla dada su ceguera, pero no importa, la casa lo vio a él y le dio cálido hospedaje.

Naborí fue un Libra muy distraído, nacido el 30 de septiembre de 1922, a los 19 años se inició como poeta repentista y a los 21 ya era célebre a lo largo y ancho del país. Cuentan que en una ocasión permutó de vivienda y meses después se fue a una canturía que demoró, como suele ocurrir, toda una madrugada. Naborí salió hacia su casa, al llegar, metió la llave en la puerta, pero nada, no abría, insistió, hasta que el verdadero morador de la casa salió asustado de que le estuviesen forzando el llavín, pero soltó una carcajada al ver al poeta: «¡Naborí, usted no se acuerda que permutamos hace meses, ya usted no vive aquí!» En otra ocasión fue invitado a Moscú. El Indio hizo el viaje muy feliz, pero era el mes de febrero y en el aeropuerto internacional de esa ciudad entonces soviética hacía una temperatura mucho menor de cero grado, ¡y Naborí iba en guayabera pelada! Las aeromozas tuvieron que tirarle frazadas encima y la comisión de protocolo que lo recibía, corrió a traerle un buen abrigo.

En una ocasión lo invitaron a un acto oficial en el Instituto Superior de Arte. Naborí llegó puntual, conducido por Eloína, quizás sin la debida cortesía lo sentaron en la segunda fila, pero él se dispuso con modestia a escuchar lo que allí ocurriría. En esto se presentó el Presidente de la República, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, quien saludó a los concurrentes y siguió directo hacia el asiento que ocupaba Naborí, para saludarlo. Delante de un buen público, Fidel le dijo: «Naborí, si yo hubiese sido poeta, me hubiese gustado serlo como tú.» Esto me lo contó muchas veces, pues estaba tan orgulloso del aserto, que repetirlo escapaba para él de la simple vanidad. Antes, en un congreso de la UNEAC en el Palacio de las Convenciones, yo acompañaba a Naborí cuando Fidel vino desde la tribuna a saludarlo. Naborí me preguntaba, «¿Quién es, quién es?», pero el mismo Comandante le dijo su nombre mientras le daba la mano. A veces la ceguera lo hacía sufrir mucho.

Creo que su mejor legado está en los volúmenes Desde un mirador profundo (1997) y Cristal de aumento (2001), pero Naborí fue un poeta político de relieve y un raro poeta de «ocasión», término que puede compilar todo su repentismo decimista y las decenas de sonetos y otros textos que escribió por solicitudes o para ocasiones determinadas, políticas o sociales. La controversia del siglo, con Angelito Valiente (1955), tan bellamente reeditada por el Dr. Maximiano Trapero en Canarias, es un hito de la poesía popular improvisada del siglo XX.

Yo no puedo recordarlo ya solo como autor y poeta-padre, sino como el amigo insustituible lleno de delicadezas. Recuerdo que cuando me dieron la noticia de su fallecimiento, busqué rápidamente un taxi y le pedí al taxista que por favor me acercara a la Funeraria de Calzada. Este me preguntó si tenía un familiar fallecido, y le dije que había muerto El Indio Naborí. El salto que este chofer dio en el asiento, y su palabra de asombro: «¡Se murió Naborí!» me dejaron aún más conmovido. No lo sabe aquel chofer que nunca más vi, y tampoco lo pudo saber Naborí, pero aquel fue para mí el más grande homenaje de cariño que le podía hacer el pueblo a un hombre visto desde lejos, pero llevado en el corazón. Como creo firmemente que Naborí creía que uno se iba al morir para algún lugar del espacio, que estas palabras escritas sean también un mensaje para él: Eh, poeta, usted nos sigue haciendo falta todavía.

Tomado de Cubaliteraria

1 comentario:

Agustin Dimas López Guevara dijo...

Jesús Orta Ruiz (El indio Nabori)

¡Que bien supiste decir
lo que tu padre no dijo!
¿Qué paradoja, acertijo?
Indio pudiste escribir,
con diez alas para ir
al templo de La Espinela.
Ahí permanece en vela
junto a tu canto, las rimas,
desde la altura: esas cimas
por donde tu verso vuela.

Agustín Dimas López Guevara
adlguevara@gmail.com