miércoles, 2 de noviembre de 2011


Había una vez
un escritor…



Sobre el libro
Palabras en la arena,
de
José Manuel Espino,
obra ganadora en décima
en el Premio Fundación
de Santa Clara 2010



Por Pedro Péglez González


Había una vez un escritor, que aunque había estudiado Economía, supo que lo suyo no eran los números sino las letras. Y aunque nació en el pueblo matancero de Colón y nunca se movió de allí, no necesitó irse a La Habana para que lo conocieran, y con 21 años ya tenía publicado su primer libro. Y aunque escribió para niños mucho, pero mucho, porque eso lo devolvía a la infancia y lo hacía un hombre más alegre (si es que se puede ser más alegre que José Manuel Espino), pensó que las personas mayores también tenían derecho y escribió para ellas, no sin antes pedirles permiso a los niños.

Y en esos ires y venires de escribir para los que lamentablemente han dejado de ser “locos bajitos”, este escritor hizo versos de todas las maneras habidas y por haber, pero siempre se sintió inclinado por la humilde estrofa mágica de los diez versos que, por cierto, personas mayores se han empeñado en ponerle apellido tras apellido para complicarle la vida a la sencilla y acogedora décima.

Y el cariño entre ella y el escritor fue mutuo, es decir que no le fue con ella nada mal al escritor. Tanto fue así, que hubo un año en que un poemario suyo en décimas, titulado Palabras en la arena, ganó una mención en el importante concurso iberoamericano Cucalambé. Un año en que, por cierto, junto a este escritor recibieron menciones también tantos buenos autores, que mientras se leía el acta del jurado la gente pensó que el premio se lo iban a dar a Calderón de la Barca.

El caso es que el amigo de esta historia nunca abandonó las páginas de sus Palabras en la arena, las acarició una y otra vez con sus lápices de sueños, avivando o atenuando los colores por aquí y por allá, combinando mejor sonidos y silencios acá y acullá, hasta detenerse cuando le pareció que el libro le gustaba más (porque él sabía que en verdad uno nunca termina de escribir un libro) y además le pareció que el libro podía gustarles a las personas mayores, sobre todo a aquellas que, aunque sea un poquito, no han dejado de ser duendes.

Pues nada, que lo envió al también importante concurso Fundación de la Ciudad de Santa Clara, y parece que le fue acertado enviarlo, porque allí le dieron el premio de décima a estas Palabras en la arena que, aunque dichas a los adultos, se inician, eso sí, con la advertencia del autor: Soy el niño frente al mar / escribiendo sus palabras.

Y he aquí el milagro. El milagro de que esta persona mayor que dice sus inquietudes, sus remembranzas, ensueños y angustias a las otras personas mayores, al hacerlo sin perder la capacidad de juego y de asombro de la infancia, sentado a la orilla de una playa donde todo está como empezando siempre, obra la magia de que las olas vengan una y otra vez para cubrir y descubrir sus letras, sin borrarlas, sino acentuando y acariciando a un tiempo sus contornos en un raro sortilegio.

Así, lo que duele (y ya sabemos que la más honda poesía viene del dolor), duele y no derrumba, sino duele y levanta, porque no renuncia a la capacidad restauradora de la inocencia o, cuando menos, a la aptitud restañadora de la indulgencia consigo mismo y con el prójimo.

Referencias, apropiaciones y recontextualizaciones de valores de la cultura universal de todos los tiempos y también contemporánea, proceder tan al uso (y a veces al abuso) de la actual literatura, al influjo de la llamada dominante cultural de la posmodernidad, tienen en el libro un balanceado y justificado protagonismo que consigue vertebrar la obra y hacerlo sin estridencias.

Hay también cordiales atrevimientos como la ruptura del esquema gráfico-sintáctico-sonoro de la décima —si bien no iniciáticas, sin duda empleadas con acierto—, uno de los recursos caracterizadores del proceso de revitalización de la escritura de la estrofa, no desplegados aquí sino en zonas puntuales que les son propicias, mientras que lo predominante es más bien la cercanía agradecible al formato más convencional, que por momentos pareciera va dejando de serlo.

De todo esto, y más, se pudiera escudriñar en Palabras en la arena. Pero yo prefiero quedarme con ese ademán como de insólita placidez con que el escriba ha asumido los ríspidos escollos, perdurables en el ruedo de la contemporaneidad, para desbastarlos a golpe de letras en el polvo de la roca.

Porque ese ademán es acaso el que nos permita decir, alguna otra vez, andando el tiempo: Había una vez un poeta que escribió mucho para los pequeños, aprendió de sus sueños, mas comprendió que las personas mayores también tenían derecho y escribió para ellas, pero siempre desde el aire suspendido ante esa gracia / del niño que recobra en cada audacia / los ojos descendiendo en la pleamar.




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