martes, 5 de abril de 2011

XX Feria Internacional del Libro Cuba 2011


Besú y Gudín, hermanos en la Feria

Hermanados en la poesía, en la pertenencia a un mismo terruño natal y en una amistad a toda prueba, los escritores Alexander Besú y Nelson Gudín compartieron recientemente momentos importantes de su obra

De izquierda a derecha, Besú y Gudín, haciendo una lectura durante el evento literario Al sur está la poesía, en Pilón, provincia de Granma (precisamente del libro La ciudad y el loco). La imagen es cortesía de los autores.


Con dos libros suyos llegó Nelson Gudín (Pilón, Granma, 1966) desde el pasado 2010 hasta la reciente XX Feria Internacional del Libro Cuba 2011: la noveleta para niños y jóvenes El país de los Pultos (
Editorial Sanlope) y La ciudad y el loco (Ediciones Extramuros), poemario que incluye, ent
re sus páginas, varios diálogos poéticos del autor con su entrañable amigo Alexander Besú (Niquero, Granma, 1970). Tan felicitables circunstancias facilitaron que ambos creadores compartieran presentaciones y otros momentos de gratificante hermandad poética (tanto para ellos como para nosotros, sus cercanos y fraternos cómplices, y para los lectores en general), que abarcaron la programación de esta Feria del Libro, incluyendo desde luego la correspondiente al capítulo ferial de su provincia natal.

En este último, para alegría añadida, a Alexander Besú le fueron encargadas las palabras inaugurales, en la ciudad de Bayamo, Monumento Nacional. Gracias a la colaboración de este destacado poeta —Premio Iberoamericano Cucalambé 2007 por su libro Bitácora de la tristeza; miembro del Grupo Ala Décima y su representante en la provincia de Granma— podemos también compartir con nuestros lectores varios de esos momentos.



PALABRAS DE INAUGURACIÓN

DE LA FERIA BAYAMO 2011


Alguna vez leí en la obra poética de Manuel Cofiño el siguiente verso: “Hay lugares que guardan un cariño doloroso”. Casi siempre este lugar está relacionado con el espacio geográfico donde ha transcurrid
o nuestra infancia, o sencillamente es el mismo sitio donde experimentamos vivencias placenteras cuya huella nos hizo pensar seriamente que lo eterno era una condición de la felicidad. En mi caso, y estoy seguro que en el de muchos de ustedes también, ese lugar idealizado es una librería. Una entrañable librería que permanece intacta como un país, una patria interior e idónea, no importa si se llama Arcadia, (el antiquísimo país de la felicidad), o Utopía, (la idealizada isla de Tomás Moro); o simplemente un sitio sin nombre reivindicado por la nostalgia, ubicado en las interminables estepas de la memoria, donde se guardan todos los sueños en comerciales cajas de cartón, que no por gusto llevan en su exterior, -como una advertencia-, el símbolo universal de la fragilidad. Allí, en aquella librería, asumí mis primeras posturas admirativas ante obras célebres de las artes y la literatura del orbe que han sido estímulos motivacionales en el ser humano desde su presencia primigenia en esta galaxia nuestra. Allí quedé embrujado con algunas leyendas de otras culturas, como la egipcia o la otomana, a través de las cuales pude sentir en mi espíritu el calor milenario de la arena desértica del Valle de los Reyes o el cadencioso rezo del Corán desde los altos minaretes de Constantinopla, respectivamente. Allí rendí culto a los patriarcas de las letras americanas: los Rulfo, los Arguedas, los Cortázar, las Mistral, los Pablo de Rokha, los Octavio Paz, los Amado Nervo. Allí, entre anaqueles de caoba, encontré a Borges y su Aleph, a Neruda y su 20 poemas de amor, a Vallejo y su Trilce, a Carpentier y sus Pasos perdidos, a Huidobro y su Altazor, a Darío y su Azul, y a tantos otros de otras cuerdas y otras latitudes. De un tiempo a acá, a más de treinta años de aquellas reminiscencias cuando era un solitario y flemático lector, un fenómeno con un fabuloso carácter convocativo legalizó la euforia de los bibliófilos: La Feria Internacional del Libro de La Habana, que en su extensión provincial también trae hasta nuestro territorio la respiración del mundo. Las paredes se llenan de pasquines, los estantes de libros, y, sobre todo, las calles de lectores con una indetenible avidez de letras e historias, en un fenómeno que pudiéramos considerar como la asunción de las runas atávicas y contemporáneas de la cultura, la determinación humana de robarles a los dioses un poco de su fuego. Una Feria del libro es una formidable fiesta sensorial, y todo el que asiste a ella confiesa su dependencia del asombro, su incurable adicción al lenguaje y la fabulación. Inauguremos esta nueva edición de la Feria Internacional en Bayamo, con la seguridad de que cada libro es un tótem, un cemí sagrado y deseable, un ánfora de aromas fundamentales; y cada lectura es un aquelarre de íntimas apariciones, una manera de reanimar viejos y empolvados fantasmas y reubicarlos al centro de nuestras vidas, una aventura que exige construir un nuevo orden con los fragmentos del caos. Los libros nos salvaron de la barbarie. Humillémonos ante ellos para asegurar nuestro crecimiento. Un lector juramentado llamado José Martí lo dejó dicho genialmente: Hay que inclinar la frente ante los libros, para poder levantarla ante los hombres. Muchas gracias.


Alexander Besú Guevara

Bayamo, 2 de marzo de 2011




PALABRAS DE PRESENTACIÓN
DE EL P
AÍS DE LOS PULTOS POR ALEXANDER BESÚ


SER PULTOS

Al mapamundi de la literatura le ha nacido un nuevo pueblo: los Pultos. Ser pulto podría representar un origen, un gentilicio o, tal vez, una denominación racial o étnica. O puede, sencillamente, no significar nada en absoluto; al menos, antes del descubrimiento de esta obra titulada El país de los Pultos, de Nelson Gudín Benítez, quien es poeta, narrador, dramaturgo, escritor humorista y actor comediante del teatro y la televisión cubanos. Nelson ha fundado un país para la geografía literaria como el Macondo de García Márquez, el Comala de Rulfo, la Santa María de Onetti, entre otros espacios que han sido levantados sobre los cimientos verosímiles de la ficción.

El país de los Pultos es una novela dirigida al destinatario infanto-juvenil, aunque sus códigos semióticos involucran también a los adultos en un fenómeno comunicativo que alcanza su paroxismo en obras como El Principito de Antoine de Saint Exúpery, Corazón de Edmundo de Amicis, El Alquimista de Pablo Coelho, o Platero y yo de Juan Ramón Jimenez, entre otras no menos universales.

Gudín, en su novela, desliza una caterva de sucesos dirigidos a satisfacer la necesidad humana de asombrarse, y mediante los cuales demuestra la impostergable importancia de reconciliarse con la poesía. Y lo hace sin intenciones didácticas ni moralizantes, en alusión inequívoca al cambio de paradigmas que ha experimentado la literatura para niños de la contemporaneidad; un cambio que implica una transición de la arenga didáctico-moral al discurso lúdico-estético que viene manifestándose desde el siglo XIX no sólo en las letras, sino también en el arte.

La escritora argentina María Emilia López en la introducción a la revista Artepalabra. Voces en la poética de la infancia, afirma: “El arte exige una modalidad de encuentro con el niño o adulto que lo produce o recibe, distinta a otros aspectos de la cultura. Lejos de la repetición y el didactismo, atravesando la subjetividad de cada quien, rompiendo moldes, buscando la pregunta, generando transformaciones, inventando nuevos modos de decir, dinamitando lo obvio… así, a veces, ocurre el arte.”

Así también ha sido concebida esta obra. Construida con un lenguaje en el que el autor combina diferentes niveles lingüísticos donde coexisten términos inherentes a la jerga gubernamental, a las pirámides del poder con otros más cercanos a la lexicología infantil o a las locuciones con que se hace anunciar la poesía y hasta el humor. La consecuencia es una estructura paródica en la que el nivel de información se funde con los fogonazos metafóricos en una hibridación que obliga a repensar categorías como texto e imagen, forma y contenido, forma y función, texto y paratexto, etc.… Todos los elementos materiales y formales de esta novela son portadores de significados, y esta materialidad interactúa con el lector según la etapa evolutiva del niño.

Gudín también emplea recursos de la narración oral como cláusulas explicativas o valoraciones personales dirigidas a un lector activo que participa como protagonista en la (re)creación del texto; a la vez que lo dota de argucias para sortear las trampas y los obstáculos que constituyen las dobles lecturas, las burlas y las ironías, camufladas con socarronas pero irrefutables disquisiciones filosóficas, y una bruñida tropología que facilita la corporización de la entelequia, además de la expansión del espacio poético.

La pensadora Laura Devetach define al espacio poético como “ese tiempo, ese lugar, esa dimensión de la interioridad donde toda búsqueda, todo descubrimiento pueden ser posibles (…) Donde se aviva el deseo y la curiosidad que ayudan a romper límites convencionales y por eso nos acercan a la ficción y a la poesía. Donde todas esas cosas pueden ser incorporadas a nuestras vidas cotidianas como factores de sensibilización y conocimiento. Por lo tanto, también, como factores de crecimiento y valorización de la existencia.”

En El país de los Pultos el espacio poético lidera la persecución del horizonte, y cuando agota el espacio físico terrenal, explora la vastedad de los nueve mares tras el rastro burbujeante de la sirena o indaga por los trillos del tiempo nacional. El espacio poético de esta obra, -que es el mismo de Nelson-, solo colinda con el infinito.

En Elogio de la lectura, el intelectual Guillermo Saavedra arguye: “Lo bueno de la lectura no consiste en enseñar a otros a agotar los textos, sino en entrenarlos en el placer de encontrarlos inagotables”.

Eso es este libro nacido bajo el sello de la editorial tunera Sanlope: una eclosión inagotable a la que habrá que regresar una y otra vez hasta comprender que la imaginación es una patria, que ser Pultos, es el único modo de ser idóneos para sujetar los sueños, aptos para fantasear, libres por obra y gracia de la poesía. Eso: ser Pultos, es el único modo de ser libres.


Muchas gracias.




PALABRAS DE PRESENTACIÓN
DE
LA CIUDAD Y EL LOCO POR ALEXANDER BESÚ


DEL CRÁNEO DE UN LOCO


Del cráneo de un loco salen
cantos, seres mitológicos,
sueños confusos, ilógicos,
monedas que nada valen.
Salen las brujas de Salem
u otra sucia paganía;
sale alguna a
legoría,
una metáfora, un símil…
Y lo más inverosímil:
la poesía, ¡la poesía!


Un loco no siempre es un error de Dios, algo fallido, repudiable. Un loco puede ser también un adelantado, un exegeta capaz de leer entre renglones lo que está vedado a una legión de cuerdos. Un loco puede ser un portavoz de la poesía y explicárnosla mientras desmiente la rigidez de la coherencia, la eficacia de la lógica. Un loco puede ser un líder en una ciudad de sensatos. Si no me creen, acudan a este libro titulado La
ciudad y el loco, del poeta, narrador, dramaturgo, comediante y actor de la televisión cubana Nelson Gudín Benítez, más conocido como El Bacán de la vida, Urbinito o Flor de Anís. Este libro de poesía recién acaba de conseguir para su autor un premio muy importante. Por este poemario se le ha concedido el premio al mejor autor novel de esta Feria Internacional del Libro 2011. Una distinción que enfatiza el aquilatado lirismo de este poeta que ha sido blanco de algunos escépticos que descreen de su versatilidad, o no conciben, porque no son capaces, que un creador pueda mostrar genios análogos en dos expresiones artísticas que supuestamente deben estar ubicadas en las antípodas: la comedia y la literatura. Pero en esta feria hay dos obras que evidencian estas aptitudes: una novela infantil, pletórica de imágenes, sellada por la editorial tunera Sanlope y titulada El país de los Pultos, y ésta, la segunda entrega literaria de Gudín, La ciudad y el loco, concretada por la editorial habanera Extramuros. Pueden apostar que vendrán más, porque Nelson, como hijo pródigo, ha regresado a la literatura, una expresión que lo vio surgir como escritor hace más de veinte años, y que ha esperado pacientemente la oportunidad que hasta hoy, le habían arrebatado las artes escénicas.

La ciudad y el loco no es solo un libro de solvencias comunicativas, sino además de comprobados réditos conceptuales, metafísicos. Un loco viste harapos de poeta, -o viceversa-, y va exponiendo su ciudad ante la vista equilibrada de huéspedes y nativos, hasta dejarla vulnerable, desnuda. Lo inusitado es que lo que se esperaba como un discurso trastornado, propenso a la burla, sorprende como un torrente lírico que en ocasiones alcanza una intensa, casi sangrante belleza filosófica que, por lo verosímil y evidente, suele doler y obliga a los cuerdos a dudar de su propia cordura.

En estos poemas la ciudad pierde su pose, se quiebra su cáscara, deja al descubierto su otra arquitectura que no es mudéjar, ni ecléctica, ni rococó; sino desvalidamente humana. Los efluvios albañales del alma y las impurezas existenciales del hombre, son los que se colocan al centro del discurso del loco-poeta, -o viceversa-, que, inexplicablemente, denota una fluidez y un dominio de la palabra que hacen fornida la verdad que preconiza cubriéndola con una axiomática coraza. Sin embargo, no me malinterprete: no es un libro adorador de las miserias humanas, no. Todo lo contrario, no solo expone, sino, además, propone, formula, sugiere. Y lo hace con un dejo esperanzador en la voz y una fe ciega en el poder salvador de la poesía. Una vez que el loco comienza su disertación es imposible dejar de escucharlo, sencillamente, porque derrota al silencio, porque demuestra que callar es una versión del suicidio, porque, aunque se le ve errante y desahuciado, solo pide asilo a la comunicación, a la polivalencia del pensamiento, a la heterogeneidad de la cultura.

Si la sinceridad, la proyección conductual austera, o la discordancia con el “servilismo de la opinión” o el anexionismo intelectual son síntomas de la demencia, pues bienvenida la locura como una forma alternativa de expresión. Yo considero este libro una prolongación de Elogio de la locura, con el perdón del humanista Erasmo de Rotterdam, quien lo dedicó, -y que nadie vea en este hecho una coincidencia-, a Tomás Moro, el creador de la isla Utopía. Y es que como aquel, publicado en el lejano 1511, hace exactamente 500 años, éste también es una sátira aguda contra la sociedad donde el loco establece su inconexo reinado y seduce al auditorio con la desequilibrada belleza de su lenguaje, para que así, con su presencia, la ciudad siga siendo posible.


Del cráneo de un loco brota,
-disfrazada de locura-,
la verdad ingenua y pura
junto a alguna palabrota.
Brota una ciudad ignota,
difusa, fuera de foco;
Brota lo irreal, lo barroco,
lo fútil, lo sucedáneo…
¡Todo es posible en el cráneo
imprescindible de un loco!



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