martes, 28 de abril de 2009


La décima
en Cuba

Por Waldo Leyva
Tomado de Diversarima


En más de una ocasión he señalado que para la cultura cubana la décima constituye un signo de identidad. Llegada con los conquistadores, en muy breve tiempo esta estrofa se convirtió en la principal forma de expresión oral y escrita de la poesía popular, condición que mantiene hasta nuestros días.

A diferencia de otros países de Hispanoamérica donde el romance y otras modalidades de versificación se arraigaron en la tradición literaria, en nuestro país fue la Décima, y en particular su variante espineliana, la que se impuso.

Mucho se ha escrito intentando demostrar el porqué de esta elección, que resulta, si no insólita por lo menos curiosa a los ojos de los especialistas. Sin embargo para los poetas populares esta preferencia no reviste ningún misterio, para ellos la décima es una manera natural de expresar los más variados sentimientos, forma parte de su tradición y la asumen desde la infancia sin detenerse a pensar en su particularmente compleja estructura de rimas.

He dicho que en la tradición cubana, la décima forma parte de la oralidad y la escritura. Esta no es una característica únicamente nuestra, pero es entre nosotros donde ambas modalidades adquieren una particular intensidad, definiendo el espacio que corresponde a cada una y manteniendo un permanente y enriquecedor intercambio. En más de una ocasión he argumentado sobre algo que me parece esencial para entender esta relación entre oralidad y escritura en la décima, que no es exclusivo de esta estrofa y que puede aplicarse al estudio de otras formas de la lírica popular. Los especialistas en oralidad insisten, con toda razón, en marcar las diferencias entre esta manera de expresión y su contraparte escrita. Cada una tiene su propia naturaleza, nos dicen, y agregan que la poesía oral sólo puede ser estudiada a plenitud a partir de sus propias peculiaridades. Eso es absolutamente cierto y comparto ese criterio. He tenido que discrepar muchas veces de estudios que establecen un absurdo desplazamiento entre lo escrito y lo oral que trae como consecuencia el rechazo, desde la óptica de la escritura, de algo que para la poesía oral resulta un indiscutible hallazgo. No caben dudas que mientras en la realización del texto escrito intervienen sólo el autor y el lector, ambos protegidos por la soledad frente a la página y con todo el tiempo a su favor, en la manifestación oral, y muy especialmente en la improvisación, ya sea poética o narrativa, intervienen otros muchos factores de puesta en escena que hay que tener en cuenta y sin los cuales es imposible entender los verdaderos valores de ese acto en que se conjugan lo literario y cierto nivel artístico. Está claro que no hay que confundir ambas formas de expresión es decir literaturidad y oralidad, ni pretender estudiar una con los códigos de la otra, pero esto no niega la profunda vinculación que existe entre lo oral y lo escrito. El intercambio entre ambas modalidades ha sido siempre intenso. No pocas ganancias de la oralidad han alimentado la poesía escrita y son muchos los recursos que de esta última han pasado a la poesía popular de todos los tiempos. El libro de poemas no existiría si detrás de la música de sus versos, no se pudiera oír aunque resulte muy lejana, la voz del juglar.

En el caso del nacimiento de la décima, un cuidadoso recorrido por la historia de esta estrofa nos va a revelar que su excelencia literaria, por la que es considerada la joya del barroco, le debe tanto a su autor o autores, como a ese laboratorio vivo que es la creación poética oral de carácter anónimo. Siempre se toma como testimonio lo escrito por Lope de Vega para asegurar que la décima, especialmente la espinela, tiene un origen literario y que se debe a la pluma de su maestro don Vicente Espinel. Pero el propio Lope deja abiertas varias incógnitas cuando la defiende frente a otras variantes estróficas y otras nominaciones dadas por el pueblo. ¿Se refiere Lope a la estrofa usada por Espinel cuando dice que el “vulgo” la llama décima? ¿Se había extendido tan rápidamente su conocimiento? ¿O acaso existía ya una estrofa popular, o por lo menos de dominio popular, a la que se denominaba de esta manera, si aceptamos como bueno su propio testimonio? De ser así, ¿tenía esta décima la misma estructura de rimas (ABBAACCDDC) que le dio Espinel a la suya, y que ya habían usado antes otros poetas como Juan de Mal Lara o Bartolomé Naharro, sobre todo el primero? ¿Se conocían lo suficiente esas composiciones de Mal Lara? ¿Era esa décima, popular o de dominio popular, una de las muchas variantes combinativas de las estrofas de diez versos octosílabos: copla real, doble quintilla, etc, profusamente divulgadas por el teatro, la literatura y también por la oralidad? ¿Fue receptivo el poeta rondeño, que era además excelente músico, según aseguran sus contemporáneos, a ese reconocimiento que le otorgaba el pueblo a la décima? No resulta fácil responder. De lo que sí no cabe dudas es que desde su mismo origen la décima, redondilla de diez versos o espinela, es una estrofa donde se funden una reconocible voluntad de creación literaria y una naturaleza popular. Esta dualidad, consciente o inconscientemente, está en el propio Vicente Espinel. El escritor que es él, le confiere a la décima un acabado tratamiento de pieza literaria, y su condición de músico y poeta la dotan de los recursos indispensables para convertirse en modelo de poesía oral.

Este mismo proceso de intercambio entre oralidad y escritura se va a repetir en el origen de la tradición popular de Hispanoamérica. Siempre se ha dicho, yo mismo lo he repetido más de una vez, que fue la iglesia la principal divulgadora del cultivo de la décima en Cuba y que a partir de las obras escritas por los propios oficiantes religiosos se fue arraigando su tradición oral. No pretendo negar ahora ese criterio avalado por serios estudios investigativos, entre otras cosas porque fue realmente de la mano de los frailes que la estrofa entra a formar parte de la tradición literaria de la Isla. Es abundante la obra lírica escrita en décimas por sacerdotes u otros miembros de la jerarquía eclesiástica sobre los más diversos temas, con preferencia los religiosos y los de carácter local. Pero también se ha repetido, con sobrada razón, que los religiosos aprovecharon la musicalidad de la espinela, grata y familiar a los habitantes de la Isla, para emplearla en su labor de catequización. Esto último nos lleva a pensar que ya existía, especialmente entre los hombres de la tierra, un gusto incipiente por la décima y que este hecho contribuyó, y yo pienso que de manera decisiva, al origen de la tradición popular donde la oralidad desempeña un importante papel.

No resulta arriesgado asegurar entonces, que la estrofa, llegada a nuestras costas en la voz y la memoria de los conquistadores, se fue convirtiendo en patrimonio de las sucesivas generaciones que empezaron a poblar estas tierras.

Si bien no podemos hablar de hombres de cultura literaria refiriéndonos a los primeros colonizadores, no hay que olvidar que entre ellos hubo algunos a los que es justo considerar cercanos a las letras, sobre todo entre los eclesiásticos, que ya desde las primeras décadas del siglo XVI están ejerciendo la enseñanza y usando la literatura, especialmente la poesía y en particular la décima, para su labor de catequización, y que además del conquistador Alonso de Ercilla y Zúñiga a quien se concede, con justicia, el título de poeta, hubo otros autores menores que fueron sedimentando las bases de nuestra cultura Hispanoamericana. Entre esos hombres de mayor o menor cultura, efectivamente son los eclesiásticos los que más influyen en labor de propagar la cultura. Sería un error limitar el interés de los frailes sólo a la captación de fieles. Con ellos, que fueron además los primeros maestros, a veces los únicos historiadores, y otras muchas cosas más, el uso de la décima comienza el recorrido que la llevará a convertirse en tradición. Es a partir de su labor de los sacerdotes-poetas que podemos hablar de un intercambio entre oralidad y escritura. No olvidar que las parroquias fueron el escenario donde los poetas populares, llevados de la mano de los curas, empezaron a cantar al santo o a la cruz. Pero tampoco debemos olvidar que esos mismos poetas eran los que animaban las fiestas de la vecindad, tanto en las casas como en las ferias de pueblo, y que en estos espacios los símbolos eclesiásticos se integraban a la vida cotidiana, y que es allí donde nace una modalidad que alterna el tema religioso con las preocupaciones comunes de los pobladores. Así nace el canto a lo humano y lo divino, tan caro a la tradición popular de Hispanoamérica., vivo aún entre los payadores chilenos, los poetas mexicanos y los galeronistas venezolanos, que todavía hoy le cantan a la cruz de mayo, o a otros temas vinculados con la religión. Tal vez los propios eclesiásticos contribuyeron a esa humanización, en la medida en que sus textos poéticos no solo cantaban o contaban la Historia Sagrada sino que se ocuparon también de las historias de las localidades y de otros asuntos de la vida común de sus feligreses. Especialmente se destacaron en este sentido los jesuitas. Largas composiciones en décimas donde se destaca la significación de una ciudad, de una localidad o de una región, casi siempre oponiéndola a otra, circularon en hojas sueltas, en libros y en la memoria de los pobladores. Muchos de esos poemas en décima, casi siempre espinelas, recuerdan por su carácter de contrapunteo, de polémica, la naturaleza de las controversias ya populares entre los repentistas.

En Cuba resulta difícil hoy encontrar ejemplos vivos de cantos a la cruz o alguna otra modalidad de carácter religioso. No quiere esto decir que la décima no esté vinculada a determinadas formas de culto, incluso a determinadas expresiones de ritualidad, pero no en la misma medida ni con el mismo carácter que se puede constatar en los países ya mencionados de Hispanoamérica. De lo que sí no cabe dudas es de que en el fundamento mismo de nuestra tradición está ese vínculo entre lo humano y lo divino. El poeta e investigador cubano Jesús Orta Ruiz, sugiere que la palabra canturía, nombre con que se designa la reunión de poetas improvisadores en Cuba, viene de cantoria o cantoría, término conque se denomina cierta parte de la misa cantada. Según él los participantes en estas misas, generalmente gente de la propia comunidad, poco a poco fueron denominando sus propias veladas musicales con ese nombre, y agrega que la iglesia contribuyó con ello a propagar el gusto por la poesía cantada, diversificando y enriqueciendo su modo de expresión tanto oral como escrita. Los coros de la parroquia interpretaban textos cuya procedencia era diversa. Algunos pertenecían a los clásicos de la lengua, otros (y no temo asegurar que la mayoría) eran poemas escritos por los propios curas, y alguna que otra vez se usaban las composiciones de destacados poetas de la localidad.

En la medida en que van desarrollándose los asientos poblacionales y crece su importancia económica, comienzan a tener mayor relevancia las fiestas o ferias de pueblo. Estas ferias, según nos informa la Dra. Ivette Jiménez de Báez, “sustituyen en parte las fiestas religiosas o se funden con ellas, lo cual suele ocurrir con las fiestas patronales con un fuerte poder de convocatoria como las de la Candelaria en Tlacotalpan, Veracruz”. Y agrega, citando a Aguirre Beltrán, que con estas ferias se produce “el derrame de grupos musicales y más movimiento de instrumentos y voces [que van] del templo a las plazas, del pueblo a la iglesia, de lo alto de la sierra a la tierra caliente y viceversa». Ese tránsito de una región a otra fue también de gran significación para los trovadores. No sólo se encontraban en el punto de destino —la iglesia, la feria o la fiesta— sino que iban estableciendo estaciones de ida y vuelta en las que también se cantaba, se improvisaba, y lo más importante, se intercambiaba sobre la base de la enorme variedad de modalidades de canto con que se interpretó desde entonces la décima. Significativa importancia tiene, en la extensión de la espinela oral, ese cultivo itinerante, del que son exponentes principales, junto a los juglares, aquellos hombres de la tierra cuya labor les imponía un constante peregrinaje, estoy pensando en los monteros cubanos o los troperos de las vastas regiones de Hispanoamérica que acompañaban su soledad improvisando versos. Francisco Pobeda, poeta cubano del siglo XIX, dejó dicho:


y la espinela prefiero
al estilo altisonante,
para que después me cante
en la sabana el montero.


Muchos son los ejemplos que se pueden señalar de esa forma de expresión poética, pero baste agregar solo uno: el Martín Fierro.

Aún cuando el origen de la tradición decimista en Cuba es similar al del resto de Hispanoamérica, por diversas razones tiene sin embargo un desarrollo distinto. Ya apuntábamos que perdió, tempranamente, el vínculo con los temas religiosos clásicos aunque conserva cierta naturaleza ritual. Otra peculiaridad es que, mientras en países como México, Argentina, Chile, el octosílabo y la décima conviven con diversas estructuras métricas (hexasílabo, heptasílabo, decasílabo, endecasílabo) y estróficas (romance, copla, sextina, quintilla), en Cuba es la décima y en particular la espinela la preferida por nuestros poetas populares. Hubo un intento durante el siglo XIX de introducir el romance en el gusto popular, pero esta intención sustentada por algunos de nuestros poetas románticos, no fructificó. Ya sabemos que una tradición no se funda, sino que es el resultado de un largo proceso en el que el pueblo va haciendo suyo aquello que después pasará a convertirse en un gesto de identidad cultural.

Pero la que yo considero como la peculiaridad más distintiva de nuestra décima es su vínculo entre oralidad y escritura. No es que no exista una décima de pura raigambre oral o que no se marque con intención diferenciadora ambas modalidades. Incluso se puede hablar de una vocación de la escritura, sobre todo en los años 70 del siglo pasado, por alejarse de toda contaminación con la décima improvisada. No obstante esto, el permanente entrecruzamiento entre estos dos modos de abordar la estrofa, muchas veces en la voz del mismo poeta, nos acompañan desde los albores de la tradición. De esta realidad, constatable por el menos avezado de los investigadores, le viene a la décima popular cubana una suerte de gusto por “lo poético” y una extremada rigidez por su pureza métrica y estrófica, que exige de sus cultivadores no transigir con lo que se consideran defectos de construcción. Los más condenados son el uso de la asonancia. Para el repentista de la Isla es imperdonable que cualquiera de los versos de la estrofa rime en asonante donde debía hacerlo en consonante. Tampoco se permite que un verso, aunque cumpla las leyes de la consonancia, esté a su vez aconsonantado con otros de la estrofa. En ese sentido se establecen gradaciones de “asonantes pareados, asonantes cercanos o asonantes descendidos” según se ubiquen en la espinela. También es rechazada la falsa rima, o la rima entre plurales y singulares. Con respecto a verso este debe ser rigurosamente octosilábico, no se aceptan versos cortos o largos. Y si severo resulta el propio improvisador lo es más el público de la controversia, muy conocedor de estas reglas que quiere ver cumplidas en cada composición del poeta.

Otras características que personalizan la poesía oral improvisada en Cuba y que marcan su diferencia con respecto a otras tradiciones de Hispanoamérica, es que el juglar cubano, salvo excepciones, no se acompaña él mismo con ningún instrumento. La música, preferentemente de laúd, tres y guitarra (a la que pueden agregarse la percusión), es ejecutada por instrumentistas especializados. Esto ha provocado que existan virtuosos del tres y el laúd y que estos instrumentos tengan, en la justa poética, una función muy activa, contribuyendo al desarrollo de la controversia entablada por dos improvisadores.

¿Cuándo comenzó a adquirir su perfil distintivo la tradición decimista cubana? ¿En qué momento se cubaniza la espinela? Es este un tema que ha promovido mucha polémica sobre todo cuando se refiere específicamente al uso de la estrofa en la poesía oral improvisada. Para Virgilio López Lemus, poeta e investigador cubano, la décima está presente ya desde el siglo XVI en América y afirma que

”...si bien es un disparate decir que llegó a Cuba con los descubridores, no lo sería afirmar que la trajeron los conquistadores, para solaz de las embarcaciones y de la reciente población”. Admitiendo que llega a nuestro país en tan temprana fecha y que empieza por formar parte de los propósitos catequizadores de la iglesia, como ya hemos indicado, tenemos que precisar, sin embargo, que durante los siglos XVI y XVII la décima convive con diversas formas de expresión poética de carácter popular y que no se puede hablar todavía de un predominio de la estrofa. Junto a la espinela cantada o recitada se destacaban el romance, los epigramas, la sátira, el apólogo y otros modos de canto y versificación. Hay quienes incluso aseguran que muchas de estas formas eran todavía predominantes a lo largo del siglo XVIII. Sobre esto último no hay consenso y la mayoría de los especialistas, entre los que me incluyo, opinan que el XVIII, sobre todo a partir de su segunda mitad, es el período en puede hablarse ya de un proceso de arraigo de la espinela en nuestra Isla. Es en esta centuria cuando se convierte en compañera inseparable de los campesinos, fundamentalmente de origen canario, y pasa a ser su vehículo lírico de sus más diversos sentimientos. Sobre este tema de la décima asociada a la presencia canaria, Jesús Orta Ruiz, (Indio Naborí), el más alto exponente de la décima cubana e Hispanoamericana, afirma que el mapa que describe las zonas de mayor arraigo de la estrofa en Cuba coincide con el del asentamiento canario en la Isla. Canarias, en un momento histórico determinado, cumple una función de puente entre España y América. Los cantos andaluces con que se acompañaba el romance y otras formas poéticas, llegan a la Cuba Canarias y es allí donde empieza el proceso de acriollamiento que después se completa y enriquece en nuestra Isla. En el caso particular de Cuba, es tan intenso ese vínculo, que muchas décimas ya folclorizadas se encuentran tanto en nuestro país como en las Islas Canarias y el modo de cantar allí la estrofa se llama punto cubano."

De todos modos se tiene muy poca información sobre la poesía oral improvisada o de carácter popular que se produce a lo largo del siglo XVIII en nuestro país. No es difícil historiar esa tradición en otros países de Hispanoamérica, especialmente en México. Se sabe que era muy abundante el cultivo de la poesía oral y que eran muy reconocidos estos poetas y no sólo por las capas más populares de la población. Pero no podemos olvidar que Cuba, en el contexto del llamado Nuevo Mundo, o La América, a diferencia de otras regiones, no tenía una marcada significación económica para la corona española. A partir de este siglo la empieza a adquirir con el inicio de la producción azucarera, pero durante todo el primer período de la conquista y la colonización, es decir durante el XVI y XVII, solo sirvió como puerto de llegada y partida de la flota. Es este un período en el que, a diferencia de otros países, no se funda en la Isla ninguna institución cultural de importancia. No ocurre así con México o el Perú, donde los colonizadores intentan reproducir la vida cultural de la Metrópoli y de ciertas urbes europeas de la época. Baste señalar, como nos dice Pedro Henríquez Ureña, que en época tan temprana como 1551, el emperador mandó fundar dos grandes universidades, una en México y otra en Lima, “las dos únicas que llegaron a ser instituciones oficiales de la Corona”, de las muchas que fueron creadas hasta entrado el siglo XVIII. Pero no sólo fueron universidades, también se fundaron multitud de colegios religiosos, algunos destinados a la educación superior, y en muchos de ellos la enseñanza, sobre todo de la ciencia, resultaba curiosamente más completa que en las aulas universitarias donde se seguía el patrón de las cuatro escuelas medievales: Artes, Teología, Derecho y Medicina. Junto a la enseñanza superior entra también la imprenta en las primeras décadas del XVI y se estableces varias a lo largo de toda la geografía colonial, aunque el auge de estas instituciones tendrá que esperar por lo menos hasta el XVIII.

El ambiente cultural que se desarrolla en estos primeros siglos de colonización, vinculado a las universidades y otras instituciones como las casas de comedia y las imprentas, propició el surgimiento de algunos de los más significativos escritores de la lengua, como son los casos de Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón y el peruano (aunque andaluz de nacimiento) Juan del Valle Caviedes. En la obra de estos autores y especialmente en Sor Juana, la décima, y en particular la glosa, tienen una destacada presencia. Fue tal la importancia del cultivo de la glosa en el México de los primeros siglos de la colonia que quedan testimonios de la realización de varios encuentros de glosadores en los que participaban poetas de las más disímiles regiones y de muy variado prestigio literario. Se habla de uno de estos eventos, convocado por la Universidad de México, que tuvo lugar alrededor de 1585 y que reunió a cerca de trescientos poetas, donde salió vencedor Bernardo de Balbuena. Sor Juana Inés de la Cruz, autora de algunas de las mejores décimas de la escuela barroca triunfó en algunos de estos certámenes. Me gustaría subrayar el hecho de que en estas justas poéticas coloniales, en la que estaban presentes autores como la propia Sor Juana (de quien se asegura que fue también una excelente improvisadora de versos), la oralidad tenía una gran importancia. «La palabra viva [nos dice Pedro Henríquez Ureña] ejerció siempre su encanto en nuestro mundo colonial. Nuestra gente gustaba de leer versos en alta voz, de asistir a las representaciones teatrales, de escuchar los sermones y controversias escolásticas y aún los exámenes de los colegios.» En esa tradición se inscribió perfectamente el gusto por escuchar los duelos de ingenio entre poetas improvisadores, torneos que aún se conservan, y el público de hoy, estoy convencido que siente el mismo placer que deben haber experimentado nuestros antepasados. Para confirmar la antigüedad de esa tradición señalé el encuentro de glosadores de finales del XVI, pero el Indio Naborí nos habla de un encuentro de poesía oral organizado en Veracruz, unas décadas antes, exactamente en 1552, por un tal fray Alonso que convocó a los poetas señalándoles que debían competir en sonetos, décimas y otras estrofas.

No cabe la menor duda de que también en Cuba a lo largo de estos siglos se cultivó ese gusto por la oralidad. La misma circunstancia de ser uno de los puertos principales de la flota, junto al de Veracruz, Maracaibo y Cartagena de Indias, le permitió un intercambio permanente con esta tradición. No se necesita ser un especialista para descubrir un profundo parentesco en las formas musicales que acompañan el canto de la décima en México, Venezuela, Puerto Rico, Cuba y Colombia. Y no sólo los modos de cantar, también son comunes las formas de la controversia u otras modalidades donde la décima, sin ser la única estrofa utilizada, ocupa sin embargo un papel protagónico.

Encuentros de decimistas desarrollados en la década de los noventa del pasado siglo XX, donde se juntaron poetas de estas y otras regiones de América y España, nos dieron la posibilidad de oír improvisar a los mismos repentistas acompañados por música procedente de distintas regiones de América. Fue un momento único, confirmador de la diversidad y riqueza de nuestro canto y de su origen común. En estos encuentros se confirmó también la vitalidad que posee la décima en Cuba, y varios poetas e investigadores presentes reconocían que la tradición decimista de la Isla era la de mayor arraigo popular y en la que la estrofa había alcanzado un mayor nivel de realización poética. Cuáles eran las razones, se preguntaban algunos, para que esto fuera así, teniendo en cuenta, como ya he dicho, que durante los primeros siglos de existencia colonial la Isla careció de un proyecto de cultura no fue beneficiaria del interés de reproducir la vida cultural de la Metrópoli. Trataré de ir respondiendo estas interrogantes en lo que sigue.

Nuestro país, por su propia naturaleza, ha tenido siempre una gran vocación por la cultura y una profunda capacidad de asimilación de las más diversas influencias. Más de una vez he dicho que los cubanos somos capaces de integrar las más diversas expresiones culturales y convertirlas en signos de nuestra identidad. No sé si se debe a nuestra condición de isleños, a la necesidad que hemos tenido siempre de apropiarnos del saber para imponer nuestra presencia frente al abandono histórico que nos viene desde los inicios mismos de la colonización, o tal vez existan otras razones que escapan a las explicaciones lógicas. Lo cierto es que nuestra isla es como un gran caldero donde pueden cocerse las más diversas viandas que el resultado siempre será ese ajiaco criollo del que hablara don Fernando Ortiz. Es cierto que no teníamos el desarrollo cultural de México o el Perú, que no se fundaron en la Isla durante los dos primeros siglos de la colonia, Instituciones educacionales de significación, pero también es cierto que su condición de puerto privilegiado le permitió a La Habana mantener un intercambio permanente con la cultura de tierra firme. Y no sólo a La Habana, en otras regiones del país existió un intenso comercio, a espalda de las autoridades coloniales, con corsarios y piratas de las más diversas nacionalidades. Este comercio no sólo enriqueció materialmente a un sector de la población de la Isla sino que permitió a sus habitantes ponerse en contacto con otras tradiciones. Precisamente nuestro primer poema, la obra que se considera como la iniciadora de literatura nacional, Espejo de paciencia, tiene como anécdota principal la acción del pueblo de Bayamo para liberar a un sacerdote que había sido tomado como rehén por uno de los corsarios franceses que visitaban las costas orientales de la Isla.

Ese intercambio permanente y diverso es quizás la única explicación posible para entender cómo la tradición decimista cubana se fue nutriendo de referencias culturales y cómo se fue convirtiendo en el principal modo de expresión de nuestros poetas populares hasta el punto de ser considerada hoy la de mayor arraigo y la de mayor riqueza poética. No tenemos noticias de la fundación temprana de casas de comedia y sabemos que los primeros intentos de representación teatral de calidad tienen que esperar a la segunda mitad del siglo XVIII y sobre todo al XIX, pero hemos recogido décimas folclorizadas que vienen desde los primeros tiempos de la colonia donde el poeta popular que las creó está, sin duda inspirado en la obra dramática de Calderón. Las reflexiones sobre la libertad que angustiaban a Segismundo son las que mismas angustian a ese trovador que en la noche de los tiempos lanzó al viento su queja. Escuchémosle:


Si vive libre la hormiga,
La bibijagua y el grillo,
Sin problemas de bolsillo
Ni nadie que los persiga;
Ninguna ley los obliga
A entrar en la escribanía
Por la angustiada porfía
De comprar su libertad,
Y yo con más dignidad
No seré libre algún día.


No sería absurdo pensar que esta décima forma parte de un conjunto de estrofas nacidas al calor de la canturía donde el tema era la libertad. Y al igual que hay conocimiento de la obra de Calderón encontramos referencias a la obra dramática o lírica de los clásicos de la literatura española e hispanoamericana, pero también a la historia, la geografía, La Historia Sagrada, la vida de Héroes y grandes descubridores, y otros muchos asuntos de trascendencia cultural que se convierten en temas de la poesía popular y en particular la décima. Como se sabe esto no es exclusivo de la tradición cubana, pero es en nuestra Isla donde adquiere un signo distintivo de los trovadores, porque aún hoy los enfrentamientos entre poetas se inclinan por una lucha de saber, de ingenio, más que por el enfrentamiento personal, sin que se excluya esta modalidad. Tal vez este afán de cultura, de literaturizar la décima oral (que ha llegado en la actualidad a su punto más alto), es lo que explique ese curioso vínculo entre la poesía escrita y la poesía oral, al que ya hice referencia.

Ya desde el propio Siglo XVIII, período en que como ya he dicho, empieza el arraigo de la décima en nuestra Isla, se puede constatar esto que digo. No hay mucha información sobre los poetas orales, pero en la abundante décima escrita en este siglo, por sacerdotes, médicos y otros profesionales, uno siente que detrás de esas estrofas está la voz del trovador. Una breve ojeada a la antología de la poesía cubana, debida al celo profesional de José Lezama Lima, nos permitiría constatar la vigencia de la décima escrita a todo lo largo de ese siglo en Cuba. Todos los temas que están presentes en la poesía de otros países a lo largo de esta centuria se cumplen también en la Isla; sólo que en los poetas cubanos del XVIII hay una preferencia por la sátira, la elegía, el disparate y cierta preocupación, a veces ingenua, por un pensamiento filosófico. Precisamente hay un tipo de poesía del disparate, del absurdo o la mentira hiperbolizada, heredera de los romances andaluces, que era popular en esta centuria y que se ha mantenido viva en la tradición popular cubana. Es en este tipo de poesía y tal vez en la sátira, donde se ve más evidente el intercambio entre literatura y oralidad. Citaré un ejemplo de décima del disparate que pertenece ya al folclor y que es una de las muchas que pueden citarse, no sólo en Cuba sino en cualquier país de habla española. Esta décima, como todo hecho vivo nacido y conservado por la tradición ha ido sufriendo adaptaciones de todo tipo para poderse adaptar al tiempo y las circunstancias de quien la dice o la canta... He aquí la estrofa:


Yo vide un cangrejo arando,
un puerco tocando un pito,
muerto de risa un mosquito
al ver un burro estudiando.
Un buey viejo recitando
sentado en una butaca,
una ternerita flaca
que de risa estaba muerta
al ver una chiva tuerta
remendando unas hamacas.


En este mismo sentido hay también una poesía culta, seguramente anterior, donde el disparate procura otro nivel de trascendencia. Citaré como ejemplo al poeta cubano, de finales del XVIII, Manuel de Zequeira.


Cicerón y Preste Juan
Archiduques de Judea,
Riñeron con Dulcinea
Por celos de Tamerlán:
Don Quijote en Perpiñán
Tuvo a mal estos conciertos,
Y vino por los desiertos
Con los siete griegos sabios
Desfaciendo los agravios,
Y enderezando los tuertos.

................................

Cuenta por fin Heliodoro
Que nació (caso inaudito)
De cierta liendre un mosquito
y de este mosquito un toro.
Esto publicaba un loro
Muy ufano en Puerto Rico,
Cuando alzando en el Guarico
Alto vuelo un tomeguín,
Fue a parar hasta Turín
Con un Camello en el pico.


Aun cuando es indudable el desarrollo alcanzado por la décima en el XVIII, sobre todo a partir de su segunda mitad, cuando ya, no sólo se ha convertido en una presencia significativa de la poesía oral, sino que también forma parte de poemarios escritos en esta estrofa y es incluida en las obras dramáticas representadas en la Isla, cuyo mayor ejemplo es la Comedia de Santiago Pita: El príncipe jardinero y fingido Cloridano, donde el autor incluye varias estrofas, hay que admitir, sin embargo, que no es sino hasta la próxima centuria que adquiere su real plenitud.

El Siglo XIX trajo a la literatura cubana la presencia de algunos de sus poetas fundamentales. El movimiento romántico hispanoamericano se inicia precisamente con la voz de un lírico cubano: José María Heredia, que está escribiendo en los últimos años de la segunda década del siglo algunos de los poemas que siguen siendo hoy los mejores ejemplos de la poesía de esa escuela.

Desde los primeros documentos literarios del romanticismo cubano iberoamericano, la décima se enseñorea con legítima presencia. La vocación narrativa de la estrofa —heredada del romance, como la música con que es cantada— y su capacidad para la descripción del paisaje y del estado del alma del poeta como espejo de esa misma naturaleza a la que canta, hicieron de la espinela un modelo poético sobre el que volvían permanentemente los mejores representantes de la lírica romántica del continente. La voluntad de autoctonía, la búsqueda de lo esencial diferente entre nuestros pueblos y la metrópoli española —o ex-metrópoli, según fuera el caso—-, son motivos que marcan casi toda nuestra literatura del siglo XIX. También está la pintura de lo típico, la descripción del hombre americano y su entorno, la voluntad de subrayar la criollidad, la intención de mostrar —a modo de leyendas las más de las veces— la vida y costumbres de los primitivos habitantes de nuestras tierras o de grupos humanos formados aquí como los gauchos de Argentina o los guajiros cubanos. Por estas décimas pasan reyes y héroes precolombinos, cuyos nombres reales o ficticios evocan pasadas glorias. En los proyectos de independencia de los libertadores, pienso en el fundador Francisco de Miranda, la memoria y la historia de los pueblos que precedieron la conquista está presente. Para Miranda el gobierno ideal era una monarquía constitucional donde el rey fuera llamado Inca y los senadores caciques. San Martín, frente a los mapuches, en los días de la lucha por la independencia, se declaraba indio. Tal vez pueda pensarse que la preferencia de los poetas románticos de Hispanoamérica por los temas relacionados con los habitantes de estas tierras antes de 1492, se deba a la actitud de la escuela que convirtió en temas literarios ese acercamiento a las sociedades remotas buscando, en ese ser humano idealizado por ellos, el deseado vinculo armónico entre la naturaleza y el hombre; vínculo que ya había roto la modernidad de la época y que ha llegado a límites insospechados en nuestros días. Algo de esa actitud, es lógico que exista, pero cuando un poeta romántico de nuestras tierras está cantando a la libertad, ésta no es un tema literario, no se refiere, esencialmente, a la ruptura de los lazos que impone al individuo la sociedad, de los cuales se puede liberar practicando la anarquía del pirata; la libertad en ellos guardaba relación con un concepto más hondo, significaba, por lo menos, la independencia de una voz en la que se expresaba ya otra cultura. Qué cosa quería decir Heredia sino eso cuando expresó que «no en vano entre Cuba y España / tiende inmenso sus olas el mar».

Todo lo que se da en el movimiento romántico hispanoamericano, es reconocible en las distintas generaciones de poetas cubanos del XIX con algunas peculiaridades impuestas por nuestra condición de colonia todavía a lo largo de este siglo. Pero volvamos a la décima y a su presencia en estos poetas. Tanto la primera como la segunda promoción de románticos cubanos, cultivaron la estrofa. Es en este período que cristaliza lo que ya se venía anunciando y que, como he repetido, constituye una peculiaridad de nuestro país: la unión, en un mismo autor, de la oralidad y la escritura. Muchos de nuestros mejores románticos fueron también, excelentes improvisadores de décimas. Podemos citar a Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), poeta que hizo exclamar a Menéndez y Pidal, después de haber leído uno de sus romances, que ese texto pudo haberlo firmado Góngora. Muchas son las referencias al Plácido improvisador, algunos autores lo consideran el mejor repentista del siglo XIX. Su modo de improvisar, según todas las noticias que tenemos no era cantado sino hablado. Para la época esta modalidad seguramente no era una excepción como sí lo es hoy para los repentistas cubanos. Hay una décima improvisada por Plácido donde se comprueba su capacidad de repentista y su condición de poeta lírico. Esta décima guardada en la memoria popular, ha trascendido, incluso a la literatura porque fue recogida por Cirilo Villaverde en su novela Cecilia Valdés. Se cuenta que Plácido, invitado a una fiesta de la aristocracia como era frecuente, para que allí divirtiera a los presentes con sus juegos de ingenio, descubrió a una joven cuya belleza le impresionó; sabía que sería mal visto que él le dirigiera un elogio a su belleza (no podemos olvidar que Plácido era mulato y pobre), pero ocurrió que, en un momento determinado mientras la joven reía, un mosquito entró a su boca y le provocó un ataque de tos. Rápido y demostrando su condición de repentista Plácido improvisó la siguiente décima:


Andaba revoloteando
En el ambiente exquisito,
Muerto de sed, un mosquito,
Néctar de flores buscando.
Llegó a tu boca y pensando
Que era una rosa, o clavel,
Introduciéndose él
Por tu boca que le encanta
Muere en tu dulce garganta
Como en un vaso de miel.


Además de Plácido, combinaban la oralidad y la escritura de la décima poetas como José Joaquín Palma y el esclavo Francisco Manzano entre otros. Es, precisamente un poeta romántico del XIX, el que se convirtió en el símbolo de los decimistas cubanos, en el Espinel de la Isla, me refiero a Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (El Cucalambé), en cuyo honor se celebra en Cuba una fiesta de la décima y la cultura campesinas. Parece ser que El Cucalambé, que prefirió la espinela por encima de cualquier otra estrofa, no era un improvisador. Con él se arraiga, no sólo un gusto por la espinela, sino que se inicia otra de sus variantes en la poesía oral en nuestro país, la décima escrita para ser recitada o cantada. Esta modalidad tiene un enorme prestigio en varios países de América y es muy reconocida por los cubanos, sin embargo hay una tendencia entre los investigadores y los especialistas de hacer una oposición entre oralidad y escritura estableciendo la décima escrita por un lado y la improvisada por otro sin tener en cuenta la que se escribe o se crea para ser interpretada por quienes no son capaces de improvisar. Este tipo de poesía forma también parte de la expresión oral, respondiendo a una tradición tan vieja como la propia oralidad, es decir, la relación entre el trovador y el juglar. En nuestro país, como también en otras regiones de América, estas figuras se confunden y el trovador puede hacer funciones de juglar y el juglar actuar como trovador. Es tan importante el hecho de escribir décimas para ser cantadas o recitadas que yo me he atrevido a asegurar más de una vez, que han sido éstas las que han contribuido a la enorme diversidad y riqueza de tonadas que conservamos en nuestra tradición de poesía cantada.

Es decir, que la décima llegada con los conquistadores establece su preeminencia a partir del siglo XVIII y alcanza su plenitud expresiva, tanto en la escritura como en la oralidad, durante el siglo XIX. Además de los poetas ya señalados que son a su vez escritores e improvisadores, la historia recoge nombres de juglares auténticamente populares que ya desde finales de este siglo se hacen sentir en las canturías y en todo tipo de justas poéticas.

Podemos citar en este sentido a Antonio Hurtado del Valle (el hijo del Damují) y a Celestino García, poeta popular que será el puente entre el siglo XIX y el siglo XX donde desde las primeras décadas empiezan a destacarse nombres como los de Juan Pagés, Martín Silveira, Horacio Martínez y otros.

La historia de esta centuria puede ser contada con mayor abundancia de información. Hay un hecho que determina la promoción y el conocimiento a nivel nacional de la décima oral improvisada, me refiero a la grabación en discos de muchos de estos poetas, casi todos a fines del siglo XIX o principios del XX. Esos discos recorrieron el país y llevaron la voz de los poetas a los lugares más distantes convirtiéndolos en auténticos ídolos nacionales. Allí estaban, junto a la décima perfecta, las principales tonadas que durante muchas décadas, se convirtieron en las preferidas por los intérpretes y los nuevos poetas. A la grabación de discos, hechos por la RCA Víctor y otras empresas norteamericanas, le siguió la fundación, a finales de los años veinte, de la radio en cuba. Desde su propio inicio la décima formó parte de los principales programas trasmitidos por radio. A aquellos poetas que se dieron a conocer a través de los discos y que fueron reclamados por las emisoras de radiodifusión se sumaron nuevas voces que traían a su vez su propia manera de crear y cantar la décima.

Fue significativo el desarrollo decimístico en Cuba durante toda la primera mitad del siglo XX. Larga sería la lista de los poetas populares, excelentes improvisadores y mejores intérpretes que llenan esa época. Para algunos investigadores hay un período que va desde el inicio mismo del siglo hasta los años cuarenta, donde se cultiva un tipo de décima espinela, heredera de la obra del Cucalambé. La influencia de este poeta se extendió a lo largo de casi un siglo. Su décima criolla, donde se cantaba al paisaje con una marcada voluntad de ir nombrando la naturaleza y el hombre cubanos, en clara alusión a la necesidad de independencia, al reconocimiento de nuestra identidad física y espiritual, fue el modelo que siguieron, durante décadas, los poetas de la isla. Muchas de sus estrofas, folclorizadas, pasaron al patrimonio popular convirtiéndose en reservorio y en motivos para la creación, porque no sólo eran repetidas, sino imitadas hasta límites insospechados. Es esta décima visual, descriptiva, marcada por una tropología simple, donde el símil resulta un recurso sumamente prestigiado, la que prima, tanto en la estrofa escrita como en la improvisada a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XX. Los poetas improvisadores de ese momento prefieren el enfrentamiento descarnado antes que la búsqueda de la reflexión profunda y de las esencias poéticas. No quiere esto decir que no hubiera entre ellos una vocación por lo poético, por los temas elevados. Como ya he dicho antes ésa era una constante y, sigue siéndolo, de nuestra poesía improvisada. Pero tal vez la popularidad, la exigencia del nuevo medio que constituía la radio, además de la fuerte influencia del Cucalambé y otros poetas románticos, fueron marcando el gusto por una poesía más directa, más simple, más asequible. A partir de 1940 empiezan a surgir aires renovadores para la poesía oral improvisada. Los poetas, consciente o inconscientemente, se han dado cuenta de que ya es necesario dejar atrás aquella décima visual, descriptiva, y tratar de encontrar modos expresivos más sustanciales. Algunos de los propios improvisadores eran al mismo tiempo escritores de décimas para ser cantadas en fiestas, canturías, pero sobre todo para los programas de radio. Hay uno de estos poetas que constituye el punto de giro o la renovación de la décima oral improvisada en Cuba y también de su expresión literaria. Me refiero al ya mencionado varias veces en esta conferencia, Jesús Orta Ruiz (el indio Naborí). Para algunos estudiosos de su obra, Naborí comienza esta revitalización de la décima a partir de sus espinelas escritas para que fueran cantadas en la radio por intérpretes de reconocido prestigio de la época. Para otros, esta renovación ya está presente, desde muy temprano, en su poesía oral improvisada. Yo pienso, y así lo he dicho, que en su caso, tanto oralidad como escritura forman parte de un mismo proceso creador. ¿En qué consiste la renovación introducida por Naborí? Básicamente en renunciar a la décima visual, descriptiva, y asumir una décima dirigida a las esencias, a la búsqueda de un lenguaje sugerente, revelador, de enorme riqueza poética. Naborí busca en las esencias de lo popular su manera de expresarse, esto lo acerca a la generación del 27 y, en particular a Lorca. Pero él llega a lo popular, no a través de estos autores, sino descubriendo en su propio entorno campesino los mecanismos que usaron los neopopularistas. La diferencia entre Lorca y Naborí es que el gran poeta andaluz es un señoriíto que se deslumbra por el lenguaje tropológico del pueblo y Naborí es un hombre del pueblo, un campesino, que descubre que el lenguaje con el que se amamantó puede ser esencialmente poético. Hay una controversia de 1940 que puede ser considerada como el momento en el que, por primera vez, Naborí introduce en la décima improvisada los elementos de su renovación. Cantando durante una noche con otro poeta descubre, de pronto, la belleza de una luna frente a la ventana y sobre la torre de una iglesia; improvisa entonces:


La luz de la luna fría
Penetra por la ventana
Y desprende a la campana
Una muda sinfonía.


Nunca una paradoja tuvo mayor significado. Para los repentistas que lo acompañaban, aquella muda sinfonía resultaba una especie de disparate inaceptable, sin embargo la música que allí se inicia con el sonido sordo del bronce, todavía hoy se escucha. Acompañaron en este proceso renovador de de la décima a Naborí otros muchos autores, entre los que se pueden destacar Francisco Riverón Hernández, Heliodoro García Celestrín, Pedro Guerra y Ángel Valiente.

La influencia de Naborí y sus contemporáneos ha marcado la décima hasta hoy día en que ha surgido una nueva generación que, sin renunciar a sus aportes, ha comenzado a establecer su propia voz en la décima oral improvisada. Hoy existen en Cuba un amplio movimiento decimístico. Coinciden diversas generaciones de poetas. Desde el propio Naborí hasta Alberto Rojas, un adolescente que ya es reconocido como poeta improvisador. Muchas son las características que definen la décima que hoy se cultiva. Es indudablemente más culta en el sentido de la formación de los poetas que en ella se inscriben. Ya no es solamente la expresión de nuestros campesinos, su ruralidad se mantiene pero hay una corriente urbanística que se ha ido imponiendo a través de la excelente obra de poetas citadinos cultivadores de la décima oral improvisada. El lenguaje tropológico, en algunos de los poetas jóvenes, ha llegado a extremos realmente insospechados. También la décima escrita ha ido sufriendo cambios. En la mayoría de los poetas del siglo XIX y de la primera mitad del XX, salvo excepciones, la estrofa conservaba una suerte de cantabilidad aún cuando, a veces, se encabalgaran los versos o se renunciara a la pausa después de la primera redondilla. En la décima escrita hoy, hay una marcada vocación por diferenciarla de la estrofa oral. Incluso los propios improvisadores, cuando se desdoblan en literatos, procuran escribir una décima no contaminada de repentismo. No creo ni mucho menos que haya agotado todo lo que se puede decir de décima en Cuba y de su presencia en la cultura cubana actual, pero creo que con estas notas puedo acercarme a su significación dentro de la cultura nacional y justificar lo que dije al principio, que esta estrofa, más que un hecho oral o literario, constituye para nosotros un signo de identidad.


Versión original en Diversarima.

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