lunes, 10 de septiembre de 2007




Otra mirada a la décima,
con estos mismos ojos


Por Ricardo Riverón Rojas


«La historia de Cuba está escrita en décimas», se oye decir a menudo por las calles de la Isla. Y es verdad. Pero no sólo la historia, sino también el alma de los cubanos se vierte con mayor autenticidad en los diez versos octosílabos de rima consonante.

Se sabe por consenso: ninguna estrofa poética ha logrado respirar tan al compás de la raíz cubana como la que popularizara Vicente Espinel en 1591 con su libro Diversas rimas, pues pese a que el soneto y el romance gozan de gran aceptación, la décima devino, desde los primeros augurios de nacionalidad, vehículo idóneo para cantar, llorar, reflexionar, elogiar, y hasta mortificar pulsando el tono epigramático. Un delicioso ejemplo de esto último lo encontramos en el poeta decimonónico Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), quien le ripostara a su amigo Moya —que le había enviado un gallo de pelea para que se lo curara— con la siguiente espinela:

Moya, los hados fatales,

por una incidencia rara,

me hacen ser en Villa Clara

enfermero de animales.

Pero ya que tú te vales

de sátiras contra mí,

manda animales, que aquí

los curaré sin demora,

hasta que llegue la hora

de hacerte un remedio a ti.

No olvidemos tampoco que la picaresca, cuya principal expresión en nuestra lengua data de la novela española del siglo XVII, tiene su mejor exponente cubano en las décimas. Del amplísimo muestrario del folklor extraigo esta simpática estampa, anónima e imperfecta, donde hombre y animal entablan un diálogo de punzantes suspicacias:

Convidé al perro «Trabuco»

a cazar una jutía

y dijo que él no sabía

correr por dentro'el bejuco.

Yo le dije: yo te busco

un monte claro y no espeso

y él me dijo: no es por eso,

es por lo que a mí me pasa:

que tú te comes la masa

y a mí me tiras los huesos.

Constituye casi una norma que todo poeta que en Cuba se respete, raigal u ocasionalmente, acuda a la décima. Y aunque resulta imposible compilar, con toda justicia, una nómina representativa, no considero ocioso cierto pase de lista: José Martí, Emilio Ballagas, José Lezama Lima, Nicolás Guillén, Eugenio Florit, Eliseo Diego, Samuel Feijóo, Ángel Gaztelu, Roberto Fernández Retamar, José Manuel Pobeda, José Fornaris... y muchísimos más.

Se afirma con razón que fue Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (El Cucalambé) quien, en el siglo XIX, «cubanizó» definitivamente la décima, pues en su libro Rumores del Hórmigo, con la exhaustividad del catálogo entomológico, les dio fuerza y carácter protagónico al guajiro, el indio, la flora y la fauna cubanos. A la luz de una estética más actual me atrevería a afirmar que así mismo El Cucalambé fue quien primero alcanzó algo que me gusta denominar como la «zona de ingravidez» de la décima cubana: ese punto donde coinciden el aura popular y el acabado impecable, según marcan los rígidos parámetros de la preceptiva. La conciliación de esas antípodas, contrario a lo que muchos piensan, tampoco fue alcanzada con tanta frecuencia en el ya difunto siglo XX.

Pero lo antes expresado no ha sido impedimenta para que la décima, dado su arraigo popular, haya propiciado que numerosos juglares, verdaderos cantores de pueblo, hayan pulsado acentos muy hondos al amparo de su estructura. Un ejemplo lo tenemos en Luis Compte Cruz (Mayajigua, 1937-2001), un poeta de extracción popular y casi desconocido, quien logra en «Autocrítica» —una de las espinelas de Tiempo de vivir (1987), su único libro publicado— una fina joya de acento filosófico-reflexivo valiéndose de la paradoja:

De aquel tiempo sumergido

en viento y humo me acuerdo

con el filo de un recuerdo

en pugna con el olvido.

Iba del pueblo seguido

el cortejo en pleno día

y ante la puerta vacía

de mi balcón descubierto

pasó la vida del muerto

mirando la muerte mía.

Y en esa misma dimensión se localizan algunas de las más bellas estampas parnasianas de la poesía paisajística cubana, modalidad donde los improvisadores han logrado composiciones de un delicioso tremendismo desbordante de ingenio. Esa actitud contemplativa del campesino en las horas crepusculares, cuando se recuesta en su taburete a «cavilar» contemplando el ocaso, tal vez le haya posibilitado a un poeta de escaso curriculum literario como Pablo Marrero Cabello llegar al punto más alto de su inspiración plástica. Su poema «El río», de 1979, resulta harto elocuente:

He visto el río arrastrar

los árboles de la orilla

y llevar fango y arcilla

hasta el corazón del mar.

He visto el río temblar

con furias de terremoto

cuando por un alboroto

de ciclón y lluvia nueva

sobre las espaldas lleva

los huesos de un puente roto.

Ha sido la décima, sin dudas, la estrofa preferida por el cubano para testimoniar sus vivencias épicas. Aunque en este sentido la selección de un ejemplo se hace, por excluyente, sumamente engorrosa, aportemos, sin pretensiones emblemáticas, uno. La nostalgia de los campamentos, el ansiado reencuentro con la amada y ese aire contemplativo de los grandes románticos del XIX quedan expresados con particular belleza en las espinelas «Vida mía», de Ramón Roa Garí, uno de los mambises incluidos en Los poetas de la guerra. Veamos una de ellas:

Cuando el patriota soldado

así que la noche llega,

al grato sueño se entrega,

por la fatiga agobiado;

yo, de desvelo asediado,

en la noche oscura y fría,

tan silenciosa y sombría,

alzo al cielo mi querella,

y a la luz de cada estrella

«yo pienso en ti, vida mía».

Tampoco José Martí, el más grande poeta y patriota cubano de siempre, el hombre síntesis de la cubanía, se mostró indiferente ante una estrofa que tan hondo calara en el imaginario nacional. La décima titulada «A bordo» es uno de los varios ejemplos que podríamos escoger:

Vela abajo, mozo arriba,

acá el rota, allá el peñasco,

ido el sol, recio el chubasco,

y el barco, no barco, criba:

Gigante el viento derriba

los hombres de las escalas;

desatadas van las balas

rodando por la cubierta,

y yo, en medio a la obra muerta

vivo, mi hijo en las alas.

En otra cuerda, si la literatura española cuenta entre sus joyas elegíacas las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, o la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Herrnández, la poesía cubana exhibe, entre sus más acabadas composiciones de este tono, las décimas Doña Martina, de Manuel Navarro Luna (lamentación por la muerte de su madre) y las que con el título de La fuga del ángel escribiera Jesús Orta Ruiz (El Indio Naborí) ante la pérdida de su pequeño hijo Noel. Un mínimo fragmento de ésta última sentencia:

Es todo lo que me queda

de ti: verdad sin verdad,

una como suavidad

de seda, pero sin seda.

Aroma de rosaleda

sin más presencia que aroma;

donaire de la paloma,

pero no más que donaire:

niño pintado en el aire

hablándome sin idioma.

Nicolás Guillén fue un cultivador muy persistente de la espinela. Sus «Glosas» sobre los versos de Andrés Eloy Blanco son de lo mejor de la poesía cubana, y en esa misma línea, en su «Elegía camagüeyana», inserta una de las más bellas décimas que la nostalgia por el terruño —tema recurrente en todos los poetas— le inspirara:

Aquí estoy, ¡oh tierra mía!

por tus calles empedradas

donde de niño, en bandadas

con otros niños corría.

Puñal de melancolía

este que me va a matar,

pues si alcancé a regresar

me siento, desde que vine,

como en la sala de un cine

viendo mi vida pasar.

La particular evolución de la décima cubana enfatizó su desplazamiento de lo popular hacia lo culto en las décadas del 70 y el 80 del pasado siglo, pues, paradójicamente, siendo éstos los momentos de mayor arraigo de las expresiones antipoéticas y, de la norma hegemónica del coloquialismo prosaista —negador por naturaleza de las formas métricas cerradas— se instauró en las letras cubanas una especie de fervor por el cultivo de la décima, pese a que en ésta aún se percibía, a expensas del espaldarazo promocional del «repentismo publicado», la sombra de la oralidad. Fueron esos también los momentos de mayor furor experimentalista, desatado a la saga del importante decimario Alrededor del punto (1971), de Adolfo Martí Fuentes. Muchos poetas, jóvenes entonces, como: Renael González Batista (exponente de cierto «neocriollismo»), Rodolfo de la Fuente (con cierta tendencia al desparpajo poético), Efraín Morciego, Roberto Manzano, Raúl Doblado, Waldo González López, Luis Toledo Sande, Waldo Leyva Portal, Alberto Serret y Osvaldo Navarro, entre otros, contribuyeron a incorporar ese juglaresco matiz a la lírica nacional de aquellos años. Convertida casi en un clásico circuló de boca en boca, en los setenta, la composición «Fauna montés» de Renael González Batista:

Cuando la brisa liviana

pasa, cargada de trinos,

y besan los altos pinos

los labios de la mañana.

Más allá de la sabana

de lisa monotonía,

llevando el hambre de guía

por el bosque —laberinto—

el majá le pone un cinto

al cuerpo de la jutía.

La promoción de los 90, en medio del poco alentador panorama editorial que caracterizó los primeros años de la década en Cuba, no abandonó la estrofa. Ella siguió siendo la «niña mimada» de los poetas. Numerosos decimarios lo confirman y entre ellos cito: Las puertas de cristal (1992), de Arístides Valdés Guillermo, Otro nombre del mar (1993), de Jorge Luis Mederos, Alucinaciones en el jardín de Ana (1995), de Alpidio Alonso Grau, Aparente descuido (1996), de Williams Calero, Libro de cruel fervor (1997), de Jesús David Curbelo, Perros ladrándole a Dios (1998), de Carlos Esquivel, En el buzón del jardín (1998) y Soldado desconocido (2001) de Yamil Díaz Gómez, Aneurisma (1999) de José Luis Serrano, o (In)vocación por el paria, (2001) de Pedro Péglez.

Es esta promoción la que se preocupa por marcar de manera muy clara —entre otras cosas con pronunciamientos programáticos— la frontera entre el repentismo y la décima literaria, pues logra incorporarle no sólo giros estilísticos inusuales y logradas variaciones estructurales, como en el caso del matancero José Manuel Espino y el santiaguero-tunero Alberto Garrido, sino también el espíritu de intensificación tropológica y la estética visionaria, libresca y sentenciosa que ha caracterizado a una amplia zona de la poesía joven cubana desde los ochenta hasta la fecha.

Es mi criterio que se le debe conceder un compás de espera a lo que en los últimos tiempos se observa: ese nadar en dos aguas que practican repentistas de copioso ingenio y notable cultura como Alexis Díaz Pimienta y Luis Paz (Papillo), en sinuosa trayectoria paralela con la búsqueda de códigos orales a que acuden algunos poetas «cultos», sobre todo en la apropiación de lo humorístico circunstancial, como hacen los agrupados en el Club del Poste, todos con curriculum como «poetas literarios» al iniciar, en 1991, su proyecto de «improvisación escrita».

Atrás quedaron los tiempos en que el más importante de los concursos que convocaban a la décima como modalidad aparte: el 26 de Julio, (entre 1971 y 1988) le asignaba a esta el invariable papel de cronista de la épica revolucionaria en tanto catauro de hechos, semblanzas de mártires y fechas históricas, pues en la actualidad otros certámenes, como el Premio Cucalambé, de las Tunas, y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, sin esas cotas contenidistas, le han conferido envergadura a muchos decimarios como textos de atendible significación en la rica y diversa poética nacional.

Por todo lo antes expuesto no me caben dudas de que la mayoría de los poetas cubanos —en la isla o fuera de ella— continuarán cantando, llorando, riendo, amando, inscribiendo en el aire y escribiendo sobre el tiempo nuestra sensibilidad en décimas, porque esas esbeltas joyas sintetizan, como ningún otro sonido, la música y la miel que transportamos los cubanos en el corazón.


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