viernes, 28 de septiembre de 2007




Inevitable evocación
del Indio Naborí

Por Alexis Díaz-Pimienta

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Jorge Luis Borges



No puedo evitarlo. Cierro los ojos y veo al Indio Naborí de pie en la puerta de su casa (“como siempre hacen los guajiros”, decía), despidiéndome después de una visita, tomado de la mano de su eterna Eloína.

No puedo evitarlo. Abro los ojos y veo al Indio Naborí repitiéndome la anécdota de cómo en 1975, en el teatro de la Antillana de Acero, en el Cotorro, y durante el homenaje a otro viejo repentista fallecido (“El Gigante de la Idea”), él le había puesto un pie forzado a un niño de 9 años que otro viejo repentista fallecido (“El Jilguero de Guanabacoa”, mi padre) había traído de Nueva Gerona, afirmando que ya improvisaba; aún veo, no puedo evitarlo, con qué entusiasmo el Indio Naborí recordaba aquel verso, “para entregarle un diploma”, y aquella décima, Para cantarle al gigante /yo traje de Isla de Pinos, una fiesta de caminos / en el mapa de un diamante. / La jaula del consonante /suelta su mejor paloma / y es para ver si se asoma / la mano de Naborí / con la pluma de Martí / “para entregarle un diploma”.

No puedo evitarlo. Cierro los ojos y veo al Indio Naborí dándome consejos y escuchando mis versos infantiles y adolescentes en su pequeña biblioteca de 11 y 8, todavía con visión, leyéndome después sus manuscritos (décimas, sonetos, versos libres), compartiendo conmigo y con mi padre el increíble té de su Eloína.

No puedo evitarlo. Abro los ojos y veo a Naborí sentado entre el público, oyendo una, dos, tres, cuatro controversias, escuchando a sus discípulos y a sus compañeros de generación, siempre benévolo, siempre elogioso con los otros, aplaudiendo y asintiendo, legitimando con sus aplausos y sus asentimientos las décimas de los improvisadores.

No puedo evitarlo. Cierro los ojos y veo al Indio Naborí haciendo chistes sobre la Casa que lleva su nombre en Limonar, Matanzas, porque decía que aquello “le olía a flor de muerto”, que estaba vivo aún para tan alto reconocimiento.

No puedo evitarlo. Abro los ojos y veo al Indio Naborí en la sala de su última casa, en la calle 8 (el Indio parecía vivir guiado por la métrica: en 11 y 8, primero, endecasílabo y octosílabo, soneto y décima; y luego, definitivamente en 8, la medida de un suspiro, su calle espineliana), lo veo compartiendo conmigo y otros más otra tarde de té y versos, té y anécdotas, té y consejos, té y sonrisa de Eloína, té y magisterio, té y amistad, té y pasión por los libros.

No puedo evitarlo. Cierro los ojos y veo al Indio Naborí, un anciano hermoso, alto y elegante, con la canicie de los grandes maestros y aquella su ceguera homérica, borgeana, buscando al tacto en los entresijos de mi voz para reconocerme, de la voz de Natalia para reconocerla, evocando en la oscuridad de su mirada los rostros queridos de todos para sorprendernos al decir nuestros nombres sólo al escucharnos.

No puedo evitarlo. Abro los ojos y me veo a los catorce o quince años escuchando casetes de controversias del Indio Naborí (con Ángel Valiente, con Pablo León, con Omar Mirabal) de la misma manera y con la misma emoción con que otros adolescentes escuchaban a los cantantes de moda de entonces.

No puedo evitarlo. Cierro los ojos y veo al Indio Naborí recitando unos versos de dolorosa actualidad ahora: no me duele morir y que me olviden, / sino morir y no tener memoria.

No puedo evitarlo. Abro los ojos y veo al Indio Naborí recitando otros versos premonitorios: Me queda poco tiempo de palabra. / Me desespera la que nunca encuentro./ ¿Y he de morir sin que mi mano abra / puertas al ave que me canta dentro?

No puedo evitarlo, Indio. No puedo evitarlo, Elo. No puedo evitarlo, Fidelito, Chuchi, China... Como no puedo evitar evocar a mi padre muerto hace ahora doce años. Como no puedo evitar sentir el mismo grado de orfandad que sentí entonces. Como no puedo evitar regalarles a ustedes, viuda de Orta, huérfanos de Orta, aquellos versos que escribí para nosotros, los entonces viudos-huérfanos de Díaz: Nadie me llama huérfano. Es terrible./ Nadie pasa su mano por mi pelo./Nadie inventa palabras de consuelo /para alguien de mi edad. Es imposible…

Como no puedo evitar recordar (adaptándolos a él) aquellos sus versos estremecedores ante la muerte (“disparate de la naturaleza”) de su pequeño hijo Noel: Adonde fuiste, Indio mío, / en la última travesura. / Quiso acaso la ternura / mudarse para el rocío. Como no pude evitar llorar ante la pantalla de la computadora cuando un e-mail de Waldo me dio la noticia; como no pude evitar llorar ante el teléfono cuando hablé con mi familia y con la familia del Indio, para paliar de cierta forma mi inevitable ausencia, para estar presente al menos con la Voz, que fue nuestra pequeña patria, nuestro cordón umbilical, nuestro común medio para explorar el mundo.

No. No puedo evitarlo. No quiero evitarlo. No puedo permitirme evitarlo. Sólo me puedo permitir el dolor, la pena, la orfandad, y la impotencia por no poder, yo tampoco, hacer realidad aquellos versos suyos: ¡Y no sembrar un laúd / en tu silencio enterrado / para que en el perfumado / tiempo de la primavera / subas por la enredadera / a decir lo que has callado!



Aguadulce, Almería,
31 de diciembre de 2005

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