Recordando a Guillermo Cabrera
A propósito del aniversario
55 de los Comités
de Defensa de la Revolución, una evocación del relevante periodista
que dirigió la revista
La Calle, publicación de esa organización de masas
Por Pedro
Péglez González
Especial para la revista La Calle
Especial para la revista La Calle
Que me perdone El Guille —Guillermo
Cabrera Álvarez— ese título menos digno de su nombre que de una telenovela
mexicana al estilo de Gotita de gente.
Pero es que no hallo otro modo de decir lo que fue: un alma aglutinadora de
voluntades periodísticas creativas a favor de la revista
La Calle como reflejo de la vida en las barriadas y comunidades.
No fue casual que Juan
Contino —entonces Coordinador Nacional de los Comités de Defensa de la
Revolución— pensara en Guille para la tarea, y que Guille me pidiera acompañarlo
en la aventura. A los tres nos emparentaba una procedencia común, inmediata en
el tiempo: la de los quehaceres en el Comité Nacional de la Unión de Jóvenes
Comunistas.
A Guille y a mí nos unía
también la hermandad forjada en años de cercano ejercicio periodístico: desde
los años 60, sucesivamente, la revista Mella, el Boletín Provincial UJC,
Juventud Rebelde, la Editora Abril con sus publicaciones, entre ellas Somos
Jóvenes, que él fundó y dirigió, y Pionero, donde yo estuve por más de veinte
años y también dirigí.
Con todo esto, sin embargo,
algo más de perfil comunitario nos identificaba y movilizaba para la obra
nueva: Guillermo venía experimentando un periodismo en estrecho vínculo con los
lectores en sus sitios naturales de agrupamiento y convivencia, ensayo que más
tarde cristalizaría en el movimiento de seguidores de su columna La
tecla ocurrente, en Juventud
Rebelde, con una urdimbre de tertulias en distintos puntos del país, la
cual abarca hoy toda la geografía nacional.
Yo andaba desde 1993, junto
a Luis
Hernández Serrano, en el empeño de una peña
semanal —a la que Guille asistió elogioso un par de ocasiones—, cada
lunes en la biblioteca
Tina Modotti, de Alamar,
una suerte de periodismo oral para la comunidad, que de algún modo trataba de
ser respuesta a la contracción poligráfica sufrida por los medios de prensa
escrita a causa del período especial. Por ese quehacer —divina terquedad que
dura hasta nuestros días— la Coordinación Nacional de los CDR nos había
entregado en 1996 el Premio del Barrio.
De modo que había en Guille
y en mí una predisposición afectiva de signo muy positivo hacia un empeño como
el de hacer de las páginas de La Calle un reflejo lo más vívido posible de los
seres humanos en sus áreas residenciales y una vía para la orientación
cederista a favor de las tareas revolucionarias y la vida en ese medio de
convivencia. Pero el liderazgo del Guille, el don de gente de que hizo gala de
forma natural, sin proponérselo, entre los que veníamos juntos desde las
publicaciones de la UJC y otros profesionales nucleados a posteriori, fue
decisivo para aquella noble empresa.
Bajo su convocatoria humilde
y fraternal, se fue formando un equipo de muy talentosos periodistas, la
mayoría jóvenes, para elaborar la revista
La Calle. Entre ellos recuerdo —y que me perdonen los que ahora
escapen a mi memoria— a Katiuska Blanco, Vladia Rubio, Dixie Edith, Maggie
Marín, Víctor Joaquín Ortega, y la inigualable maestría gráfica de Virgilio
Martínez.
Un equipo que El Guille
reunía (nos reunía) cada mes en el acogedor caserón de Línea casi esquina a L,
sede de los CDR, para que cada quien aportara sus ideas y con ellas conformar
el plan editorial de la revista, además de las consabidas entregas de los
materiales anteriormente planificados y el acostumbrado y espontáneo
intercambio de experiencias brotadas de la ejecución de los trabajos. Todo un
convite familiar eran aquellos contactos de La Calle.
Hablo de una etapa que va
desde mediados de los años 90 hasta avanzado el año 2000. En los primeros
momentos de ese lapso, El Guille aplicó incluso en el machón sus habituales
sencillez y ocurrencia: Allí se leyó durante más de una edición: “Editor de
sueños: Guillermo Cabrera Álvarez”. Después, parece ser que nos aconsejaron, y
apareció él como director, a la usanza convencional.
A mí me tocó ser el editor
—una suerte de jefe de redacción— de todo ese mandato del Guille, y si la memoria
no me falla, sustituirlo en las funciones de director, por su propia propuesta,
en un período de pocas ediciones, para las cuales me parece recordar que no
quisimos cambiar la formulación que el machón presentaba. Para nosotros,
Guillermo seguía siendo el director.
Si conseguimos en aquel
lustro fundacional lo que nos propusimos para las páginas de la revista, eso
solamente podría validarlo un análisis de las colecciones de la publicación,
que seguramente atesora la dirección de los CDR. Examinar hasta qué punto
logramos aquel reflejo del barrio y las comunidades, y hasta qué punto lo
hicimos con la necesaria combinación de seriedad en las formulaciones y
atractivo en la exposición de los asuntos, es algo que requiere de una
imparcialidad que yo, al menos, no puedo tener.
Porque releo en mis archivos
lo que publiqué entonces en La Calle, tanto en escritos como en dibujos, y me
parece todavía que está entre lo mejor que he hecho en mi carrera profesional.
Todavía me gusta y me parece necesaria, por citar un solo ejemplo, mi crónica
“No hay que esperar a que Anselmo se coma un tigre”, sobre la falta de atención
personalizada de los comités a los revolucionarios que tienen tal o cual
protagonismo en la sociedad. Protagonismo que todas las personas tienen, de una
manera u otra.
Todavía me gustan, por citar
par de ejemplos más, la entrevista que realicé en décimas al destacado
cederista Jesús
Orta Ruiz, el Indio Naborí, para una de las ediciones con que celebramos en
el 2000 los 40 años de la organización, y las páginas de dibujos que realicé
para llamar la atención acerca de diversas tareas a las que se convocaba.
Así que dejo abierta la
expectativa en cuanto a la real significación de valor de la revista
La Calle en aquel lustro 1995-2000, porque para mí ya eso, como
diría Pánfilo, es otra historia.
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A continuación una estrofa,
perteneciente a un largo poema en décimas, enviado desde Venezuela por el
teclero Fernando Martínez con motivo del encuentro festivo de los lectores de La tecla del Duende, del periódico Juventud Rebelde,
continuadora de La
tecla ocurrente fundada en febrero del 2001 por Guillermo
Cabrera Álvarez. La cita celebró el décimo aniversario de la sección y el
sexto de las tertulias surgidas de ella.
Y el Guille, con su
ocurrencia
hizo nacer el encuentro,
la magia que habita dentro
de los tecleros, su esencia,
compartida en la vivencia
de una familia inmediata,
torrente que se desata
en lágrimas y sonrisas,
un sitio donde no hay prisas:
pausa de vida sensata.
hizo nacer el encuentro,
la magia que habita dentro
de los tecleros, su esencia,
compartida en la vivencia
de una familia inmediata,
torrente que se desata
en lágrimas y sonrisas,
un sitio donde no hay prisas:
pausa de vida sensata.
Vea el poema completo,
mediante este link, en La tecla del Duende
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