jueves, 10 de septiembre de 2009


La poesía o la forja
del escudo de Aquiles

Por Roberto Manzano


Zurelys López, que es buena poetisa y amiga, me ha honrado con unas preguntas muy interesantes. Cada una de ellas es un agujero negro hacia donde la mentalidad de los poetas, cuando reflexionan sobre las peculiaridades de su trabajo, se inclina gravitatoriamente, de modo persistente e insoslayable. Claro está, no todos los poetas, como siempre aclaro: existe un tipo de creador que actúa según la técnica de la caja oscura. Su modo empírico de acumular se asienta sobre una tecnología cognoscitiva poco curiosa: por medio de la práctica llega a saber que ejerciendo una entrada específica se produce una determinada salida, y con las habilidades que va adquiriendo configura su algoritmo personal. Le basta con ello. Pero Zurelys y yo parece que no somos ese tipo de creador. No somos mejores ni peores que los otros: sencillamente, somos distintos. Y junto al estallido expresivo que es cada poema, guardamos en algún sitio de la mente las enormes preguntas vitalicias: ¿cómo fue esto?, ¿cómo se produjo?, ¿cómo apropiarse intelectivamente aunque sea de una hebra de esos mecanismos extraordinarios?, ¿esta experiencia pudiera ser transmisible de alguna manera?, y otras muchas interrogantes que pueblan el taller sin pausas que es el cráneo de una persona entregada a su vocación como a un ministerio del que no puede desertar. Así que ella me ha hecho unas preguntas de calidad y, aunque por mi parte no certifico la calidad de mis respuestas, me he aventurado a responderle.

Según usted, la creación es un enigma atrayente, tal vez el enigma superior del destino humano. ¿Cómo puede condensar un escritor empírico ese enigma de la sabiduría creadora?

La escritura exige una práctica intensiva. Reclama mucho ingreso, para egresar con eficacia y dignidad. Escribir es una actividad metabólica. Hay que devorar el mundo, con una atención y capacidad de escogimiento a toda prueba. Como afirmaba Mayakovsky, un poeta es una usina. No deja de procesar su materia prima ni un solo instante. Incluso debe aprender a suministrar materiales al cerebro dormido, para que las aspas de baja intensidad que siguen funcionando extraigan aire del fondo. Desde que pasó el surrealismo por la historia del arte —el surrealismo fue la auténtica ganancia de las vanguardias, y no el hacer escaleritas con los versos— no se puede escribir sin tener en cuenta estos suministros oscuros. La dialéctica verdadera es un núcleo filosófico fuerte, que posee correspondencias productivas con el pensamiento, y las relaciones entre la cantidad y la calidad son insoslayables para entender bien el acto creador. No se puede saltar hacia la calidad sin una cantidad precedente. Lo cuantitativo genera, sobrepasada una medida, la calidad. Lo que pasa es que prestigiamos el instante en que la calidad se visualiza, pues se nos presenta como un salto o una aparición portentosa. Es el momento glorioso, el minuto cuajado de don, el mágico chasquido de los dedos. Entra la chispa. Una luz se enciende. Estamos ante el resplandor de la bombilla heurística de los cómics. ¿No te llama la atención que el lugar donde se dibuja esa bombilla sea siempre sobre el cerebro? Y entonces ocurre la alegría creadora, extraordinariamente benéfica, que exclama como Arquímedes. Pero para un segundo así, de tanto crecimiento espiritual, hay que ser un laborioso Hefestos. Hefestos primero, y Arquímedes después. No hay otro modo. Si se invierten los factores se altera la naturaleza, y cualquier desarmonía con ella se paga violentamente. Hundirse en lo oscuro, acopiar lo plutónico, permanecer ágilmente frente a la fragua enorme, para dominar las rojas lenguas que han de cuajar el hermoso escudo de Aquiles. Sudar interminablemente frente a ese fuego indómito, que ha de ser domesticado con obcecación, sostener y conducir adecuadamente los preciosos metales líquidos, olvidar todo el liviano ajetreo del mundo en la superficie, deformarse físicamente para que se conformen con áurea gracilidad las escenas de los humanos viviendo sobre la tierra.

Hay poetas, en muchas ocasiones son jóvenes, que quieren subir al banquete de Júpiter enseguida, sin pasar por los negrirrojos talleres de Hefestos. Creen a pie juntillas algunos ideologemas históricos del arte lírico. Aceptan de buena gana todas las manipulaciones alrededor de esta manifestación que han movido interesadamente los poetas celosos de su espacio social. He visto a ciertos creadores envejecer en este ejercicio sin redondear nunca una generalización ergonómica. No pueden vertebrar un mínimo sistema de pensamiento propio después de décadas de práctica insistente. ¿Qué han sedimentado realmente que no avanzan intelectivamente sino eslabonando citas de autoridades? Hay que mirar continuamente dentro de sí, y extraer de nuestra propia sangre la memoria del destino. La primera práctica de un poeta, en la que se tiene que revelar como avezada persona, es la introspección. La poesía plasma el mundo interior. Todos los mecanismos a través de los cuales se consigue con mucho dolor un adarme lírico se encuentran dentro de nosotros mismos. La escuela de un poeta está compuesta por los libros de los otros poetas, por la realidad vivida intensamente, y por el arte dificilísimo de inscribir con eficacia en los signos lingüísticos nuestro agitado y complejísimo mundo interior. Allá dentro, como Hefestos, con el mismo olvido frenético de la luz, con la misma euforia de la sombra, con la misma dejación de nuestra vida para que brille, al salir afuera, la grandeza representativa del escudo.

¿Cree usted que en realidad ese don es saludable y necesario? Si lo es, ¿cómo lo definiría?

Es un don, ¿y puede ser insalubre e inútil? Todo depende desde dónde se juzgue. Le hace bien al cultor, y a los que lo consumen. La creación poética, asumida simplemente como una vía de realización espiritual, es enormemente terapéutica. Facilita ofrecerle a un nudo psíquico un conducto para el drenaje íntimo. Eso como mínimo. Porque después de eso, el ejercicio personal de la creación lírica cumple muchas otras demandas de la naturaleza humana. La única que no se le puede pedir de entrada, porque puede implicar que su práctica sea manantial de nuevas torceduras, es la de generar riqueza material. Se la ha dado a algunos cultores, pero por añadidura, y en una relación más bien con su destino personal que con su condición expresiva. Pero el mundo que vivimos no acepta la gratuidad en ningún presupuesto. ¿Cómo dedicarle la vida a una actividad tan ingrata y solitaria, tan incomprendida y desdeñada? Parece ser toda nuestra locomoción interior la siguiente: lo que se entiende que hay que resolver es cómo ascender materialmente, hasta lograr ubicarse en los espacios que garanticen escapar definitivamente, para mirar de lejos la penuria que nos invade. No hemos descubierto cómo prosperar simétricamente: ir creciendo en lo material y lo espiritual, en lo público y en lo íntimo. La prosperidad es altamente benéfica. Sin su hermosa levadura la existencia es una angustia sin término. Pero su avance tiene que ser simétrico, según las leyes buenas y bellas del espíritu, reino de toda legítima poesía.

Así que para juzgar si la poesía es saludable y necesaria, hay que mirar bien desde dónde se le somete a examen. No sólo para no partir de plataformas equivocadas, sino para no terminar pidiéndole lo que ella, por su naturaleza, no puede dar. No se le puede pedir a la poesía, como manifestación artística, que construya una casa o eleve un satélite. Pero ella es la suma sensible del bien humano, y puede contribuir silenciosamente a enriquecer la estructura ética y estética de los arquitectos y los cosmonautas. De modo que la poesía como manifestación artística sólo es verdaderamente saludable y necesaria cuando contiene a la poesía en sentido amplio, antropológico, como cúspide de la cultura y de la espiritualidad.

¿Acaso la búsqueda constante e incansable en las letras es una forma de encontrar algo valioso e imperecedero para alguien?

Desde siempre, en toda la imaginación folclórica del mundo —depósito magno de la poesía— Hércules debe cumplir muchos trabajos para disfrutar a Deyanira. Hay que irse lejos de casa, con el morral al hombro, diciendo adiós a los padres parados en la puerta, y después de cumplir con la apropiación de todos los horizontes regresar pródigo a casa. No se puede dejar de salir a esforzarse, ni se debe dejar de volver a casa cargado con el esfuerzo. Son ritos que tienen que ver con el destino de nuestra especie. Magníficas metáforas de cómo se crece frente a nosotros mismos, dentro de nosotros mismos, para nosotros mismos. El que no posee esa riqueza de búsquedas y esfuerzos, no puede enriquecer a nadie. ¿Qué vellocino se podrá obtener si uno no quiere marcharse a Cólquida? ¿Y qué donaremos a los demás si nunca regresamos? Gilgamesh bajó a las profundas aguas para obtener el licio, que garantizaba la inmortalidad, y su sueño era regresar a su espacio natural y repartir aquel don entre los suyos. Hay que dar para crecer. El que se da, que es la forma más completa de dar, crece.

Nos hemos referido a hermosas células míticas, algunas de las cuales constituyen el genoma del espíritu. Tienen, por ello, una enorme generalidad; pero resuelta de modo particular y sensible, como corresponde al saber figurativo que radica en el mito. Basta, entonces, derivar esas imágenes altamente simbólicas hacia el cultivo de la poesía. Sí, la búsqueda constante está siempre presidida por una necesidad imperiosa de encontrar. Toda búsqueda prefigura su encuentro. Por eso, valen los poetas que buscan denodadamente, sin miedo a las tareas que nos asigne nuestra proyección humana y los apremios de nuestra circunstancia. La imaginación también tiene sus apostolados. La poesía puede cantar a los héroes, porque los conoce profundamente: el poeta dispuesto a entregar algo valioso a los demás es también una especie de héroe, que tiene grandes músculos y avanza desde la sombra hacia la luz con el espléndido escudo de Aquiles. En sí mismo prueba sus búsquedas, y desde sí mismo emana sus encuentros. En su interior Teseo lucha con el Minotauro, y regresa, pisando con mucha vista el hilo que lo conducirá de nuevo hacia la hermosa Ariadna. Pero Ariadna brinda y custodia el hilo, y espera a la sombra del árbol ya concertado. El poeta es Teseo, Ariadna es la poesía, el Minotauro es el conflicto que genera la lucha contra el destino en la búsqueda del amor. Cualquier mito se comporta como la almendra que llevaba Meñique en su morral: apenas le das la orden conveniente comienza a manar interminablemente. Así es la poesía, que es la almendra más prodigiosa del arte. Es el álgebra que puede aventurar una definición de los dones. Aunque ya sabemos con el Poeta, que siempre escapa cuando ha alcanzado su definición mejor.

¿Cómo definir la buena intención creativa sin la censura? ¿Cómo sería esa intencionalidad con la censura?

La censura tiene como oficio no entender de buenas intenciones, sino de intenciones que cumplan sus expectativas o no las estorben al menos. Ella entra en el sistema comunicativo para eso, y activa todos sus ojos, como Argos. Época hubo en que ponía sus marcas de beneplácito, aunque en la modernidad las fue abandonando, por innecesarias. El que no puede comunicarse por sí mismo a los demás (eso es casi una utopía en el mundo de hoy, y habría que ver si fue posible alguna vez) sabe que va hacia la censura, porque ella lo va a estar siempre esperando de alguna manera, y en cualquier espacio, aunque en unos sea más rigurosa que en otros, y en muchas ocasiones la adelanta interiormente. Juzga si vale la pena quitar para poder poner, en una estrategia de sobrevivencia como ente participativo. La censura no es crítica, que tiene otra fisonomía y fines. Es un acto implícito o abierto en el contrato con el poder, cualquiera que fuese. ¿Y qué haremos entonces con la censura, si sólo ve lo que está en la obra en relación con sus expectativas y límites? Creo que no vamos a poder hacer mucho, porque ella es generada de continuo por todos los poderes posibles con modalidades diversas: el único antídoto conocido es la libertad de opciones, que facilita la presencia de válvulas alternativas. O demostrarle que a veces pone límites que no son realmente necesarios, o que resultan contraproducentes, o que son hostiles al ejercicio de la realización humana. Pero no creo que se alcance en parte alguna suprimirla. Y habría que ver si en ocasiones no le asiste al conglomerado social, cuando se encuentra bien representado en los poderes, determinada razón para impedir algún desmán individual. Aunque cuando se habla de censura siempre la mente salta a la moral o la política, soy consciente (he visto que muchos creadores no lo son), porque lo tengo bien aprendido, que no hay censura más eficaz que la generada entre los propios creadores: la censura del poder estético. Es implacable en sus valores y juicios, y sobre todo en sus desdenes y silencios. Tiene armas sutilísimas, y pocos escrúpulos, y se trajea de moral o de política en ocasiones si le es conveniente para obtener o conservar su hegemonismo artístico.




NOTA A LOS LECTORES:

El poeta y escritor Roberto Manzano, columnista de Cubaliteraria, invita a sus lectores a participar más activamente en su sección Vertebraciones, enviando sus preguntas sobre aspectos específicos de la poesía como manifestación artística. Escriba a: manzano@cubarte.cult.cu para plantear sus interrogantes sobre la práctica y la teoría de dicha expresión.



Vea versión original, mediante este enlace, en Cubaliteraria.


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