Entrevista con el poeta
Roberto Manzano
proliferación del hacer
y escualidez
de la promoción
Por Carlos Chacón Zaldívar
Poeta, investigador y profesor universitario
carlos.chacon@umcc.cu
El hombre que está parado en ellas examina un espacio. No carea con otras voces. Expone sencillamente su mensaje con la rapidez y el éxtasis del rapsoda: así dice Roberto Manzano (Ciego de Ávila, 1949) en el Pórtico a su decimario El racimo y la estrella, publicado por Ediciones Unión en el 2002. Manzano ha recibido diversos reconocimientos literarios por la calidad de su quehacer poético: Premio en Décima 26 de Julio 1993, Premio Adelaida del Mármol 1996, Premio Milanés 1997, Premio Nicolás Guillén 2005, y otros. Acaba de publicar un nuevo decimario titulado La hilacha, por Ediciones Vigía, Matanzas, 2006. Es considerado por muchos estudiosos uno de los poetas más destacados de su promoción. Participante en diversos certámenes literarios, el creador avileño se ha desempeñado también con éxito como jurado. Dialogar con Manzano acerca de la situación actual de la décima en
—La promoción de la décima escrita es un hecho posrevolucionario. Hay que recordar que el Cucalambé no era incluido como un gran autor por los críticos y académicos republicanos. Se encontrará sólo de pasada en los manuales, en los materiales preparatorios para la enseñanza superior, en la publicística literaria de la época. No era, según ellos, un autor de primer rango. No estaba en el repertorio, en el canon sancionado por estos sacerdotes de la palabra. Me imagino que les parecía demasiado guajiro, demasiado cercano a la oralidad, demasiado apegado a lo popular. Como siempre les pareció todo Buesa o una parte de Carilda, aunque por otras razones. Como les pareció demasiado negro Nicolás Guillén. Son cegueras, inconscientes y conscientes, que padecen los juicios literarios con frecuencia, y que deben repararse con prontitud, porque entrañan injusticias tremendas. Hoy pasa lo mismo, con otros autores y tendencias, que sería muy largo de enunciar. Porque todavía no entendemos bien el proceso de la vida literaria, y la confundimos con la verdadera literatura. Y ciertos ideologemas circulantes nos parecen verdades inconmovibles, pues tienen la autoridad del consenso y la distribución pública.
Todavía hoy el Cucalambé —y la décima, que le es consustancial— padece en ciertos medios literarios, aquellos que se consideran árbitros de la norma, un desdén que no se atreve a verbalizar del todo, pero que permanece activo en actitudes y juicios. Y como esos grupos ejercen poder en los más importantes sitios de legitimación en Cuba, la décima no asoma por allí, o si asoma es de modo eventual y como ciudadana de segundo orden. Así, donde ellos dictaminen, un libro de décimas, por excelente que sea, es totalmente improbable que obtenga un premio, o se le galardone con el premio de la crítica, o reciba una esmerada atención promocional si ya ha sido publicado. Al Indio Naborí no se le adjudicó el Premio Nacional de Literatura sino después de unos años de forcejeo, aunque su figura sea respetada por tirios y troyanos. A la primera oportunidad, blandiendo argumentos presuntamente de gran pureza conceptual, fue eliminada una colección editorial de décimas. No es que se pongan de acuerdo, en un invisible consorcio, para cometer tales dislates. Es que ejercen sus criterios, y es allí, en sus conciencias estéticas, donde están las raíces de sus actitudes excluyentes. No se sabe aún lo poderoso que es en nuestro medio el gusto como absoluto criterio, y lo poco que verdaderamente se lee a los coetáneos que no son afines, o que se subestiman porque no se encuentran permanentemente en el candelero, o se consideran cultivadores de formas o estilos menores o trascendidos. Hay grandes doctores en nuestro medio que no han leído jamás con detenimiento una décima de Renael González, ese decimero provinciano, y que una vez fue tojosista, para colmo de males. Sin embargo, después del Indio, y procedente de la escritura y no de la improvisación, no recuerdo otro caso de poeta que se haya apropiado el pueblo con tanta facilidad en los últimos treinta años. ¿Eso no merece también una parte de la atención promocional y crítica, o la poca que existe —casi siempre emergente y afiliada— la seguiremos distribuyendo sólo en ciertos sectores?
Hay que decir que jamás en Cuba hubo tanta gente empleada para fomentar la literatura, y para comprenderlo basta revisar estructuras e instituciones que tengan como misión central o complementaria ese noble ejercicio. Ni hubo tantas brechas —aunque nos parezcan escasas— por donde sacar a la luz pública un librito de décimas. Ni hubo tantos concursos de todo tipo. Algunos de ellos, los menos, claro está, dedicados a promover la décima escrita. Hubo una vez una colección, y hubo un gran concurso. La colección la mencionamos ya, y el concurso era el que convocaba el MINFAR. Ya no existen. Villa Clara mantiene una ventana abierta por donde nuestra estrofa asoma de modo bienal. Surgió un nuevo concurso, el Cucalambé de las Tunas, con carácter internacional, que ha entrado con fuerza en la masa nacional de cultivadores, pues está premiando excelentes libros y gratificaba de manera más o menos decente, según la vida que vivimos hoy en Cuba, aunque a la primera conmoción se le despojó de ese escaño económico. Es el concurso de décimas más legitimador que existe en la actualidad, pero sus beneficiados no reciben el espaldarazo de las instituciones centrales que se otorga a otros premios. Si pensamos en esa empleomanía promocional y en ese esfuerzo estructural que mencionamos hace un rato, ¿qué pasa con la décima entonces, que tiene tan poco espacio sancionador, y que no constituye un vector importante de legitimación para un poeta hoy en Cuba? ¿Y si un poeta escoge la décima como su medio más frecuente de expresión, como mismo otro escoge el versolibrismo más posmoderno o la prosa poética más deconstructiva, ya está condenado a ser segundón de antemano? Son preguntas que se abren como racimos, y que para ser bien contestadas piden irse a nuestra vida literaria y analizarla globalmente, con todos sus funcionarios, instituciones y actuales sistemas promocionales, pero irse, sobre todo, aunque parezca una herejía, a nuestro conjunto de críticos, investigadores y poetas y atender a los límites de sus conciencias estéticas, de los cuales a veces no son verdaderamente conscientes. Como puedes ver, es harina de mucho costal, que solicita otro espacio, y que puede herir abundantes susceptibilidades, pues muchos padecen los prejuicios sin tener lucidez de los mismos.
—Explica tus experiencias como organizador o jurado de algunos de estos certámenes.
—Nunca he organizado personalmente un certamen de décimas. No creo que el problema esté enteramente en los que organizan, sino que a mi modo de ver está sobre todo en los que rectorean, juzgan y promueven lo juzgado. Si hay algo que sugerir al respecto es que sería bueno que los organizadores concretos imaginaran más oportunidades, para que la riqueza productiva con que hoy se mueve nuestro ejército de cultivadores tuviera más posibilidades de ofrecer sus productos a la nación y a la lengua. Si hay, como todo el mundo reconoce, un chorro inusitado de cantidad y calidad, esta corriente impetuosa debe encontrar las válvulas correspondientes. Es una elemental lógica hidráulica. O reducir los conductos de salida, pero jerarquizar sus volúmenes de entrega. No es bueno comprimir lo que mana espontáneamente.
Sí he participado como juzgador, y he tratado de hacerlo lo mejor posible. He escrito décimas desde el inicio, y en las décimas oídas a mis parientes y amigos está parte del sustrato de mi vocación y mi respeto por la creación de origen popular. Pero he visto juzgadores en ciertas ediciones de concursos de décimas, que me he preguntado en silencio qué hace allí esa persona, cómo es posible que juzgue lo que no ama ni ha demostrado justipreciar hondamente. Son errores de deslumbramiento de los organizadores, que en ocasiones no saben escoger los examinadores convenientes. Los concursos son un mal obligado de la vida literaria, que se justifican por la ausencia de mecanismos mejores de fomento y jerarquización. El diseño de los concursos ha de estar elaborado a partir del diagnóstico correcto de la circunstancia que se quiere remediar o favorecer. Estas circunstancias son las que dictan la estructura y el nivel del concurso. En Ciego de Ávila, donde fui fundador del Centro de Promoción Literaria, encontré que había excelentes circunstancias —dadas las peculiaridades históricas y culturales regionales— para el desarrollo de un concurso de la novela en décimas, que podía irradiar con naturalidad hacia lo nacional. No lo pude desarrollar, por determinadas razones personales. Pero sé que allí late, como una latencia digna del mayor interés, esa posibilidad promocional. Así deben existir otros sitios que sin reducir sus germinaciones a las órbitas capitalinas reciban las fuerzas integradoras y jerarquizantes de toda la nación. El Cucalambé de Las Tunas posee esta particularidad, pero debe recibir más esas fuerzas benéficas e impelentes, interesadas, a través de un apoyo activo, de que sus resultados adquieran la jerarquía cultural a que parece destinado por la calidad de los libros que ya ha distinguido y la demanda que brega por satisfacer con su existencia.
—Señala los valores específicos de algunos de los libros que has premiado o de otros distinguidos en esos concursos.
La décima es proteica, y avanza siempre. Tiene, en realidad, dos ritmos de avance. Uno para la décima improvisada, y otro para la décima escrita. El de la décima improvisada es siempre un ritmo de actualización estética, de desautomatismo creador, un tanto más lento, porque las formas —tanto externas como internas— tienden a conservarse más largo tiempo en la poesía popular que en la poesía culta. A la poesía popular no le interesa de igual modo la novedad y la diferenciación a ultranza que a la poesía de la supuesta alta cultura, enferma hasta los huesos del mal de la originalidad a toda costa, que alcanza en ocasiones las márgenes mismas del extravío bajo la manipulación supuestamente justificativa de la función experimental del arte. La incidencia del coloquialismo en la décima duró más que el propio coloquialismo, como sobrevivió casi hasta ayer el cucalambeísmo, un siglo después de su estado estético primario. El lirismo y la metaforización de la poesía de la tierra de los principios de los setenta entró con fuerza en la improvisación hacia los ochenta, aunque ya había estrenado su incidencia desde el mismo comienzo de la corriente en la décima escrita. Es precisamente con esta generación que hay un primer giro estilístico en la décima escrita posrevolucionaria. El segundo giro ocurre en los finales de los ochenta y principios de los noventa, como una expresión de los nuevos cambios de sensibilidad en el arte y la sociedad. Se enfatiza entonces la condición recitativa y gráfica, lejana ya cada vez más del canto, inclinándose, a través de ciertos recursos, a desplazar la idea en versículos dentro de las pautas arquitectónicas propias de la estrofa. Con lo cual la décima permanece en cuanto décima, pero ya suena también como composición en verso libre. El primer recurso al que echaron mano los poetas fue el encabalgamiento, en sus múltiples variantes, y luego, en abarques sucesivos o simultáneos, a todas las rupturas entre lo métrico y lo sintáctico, como medio de crear una tensión interna generadora de energía expresiva, y su correspondiente atomización y desmembramiento de silencios internos con sangrías y renglones vacíos, como emblemas visuales de esas rupturas. Esto, en cuanto a variaciones formales, porque variaciones temáticas han habido muchas, al cambiar significativamente la cosmovisión de los poetas.
—Es importante diferenciar, como vengo repitiendo hace años, a la literatura de la vida literaria. La vida literaria tiene algunas leyes que le son indiferentes a la literatura. Los concursos literarios constituyen estructuras de la vida literaria que quieren trabajar para el fomento de la literatura. Pero muchas veces —me parece que la mayoría— sólo trabajan, en realidad, para el fomento de la vida literaria. La literatura se va armando con textos que llegan desde todas partes, cuando existen muchas partes desde donde arribar a la luz pública. Puede ser que incorpore alguno de algún concurso, pero el método de incorporación que el concurso representa en sí mismo le es absolutamente indiferente. El concurso es un esfuerzo social por resolver un problema que crea, de inmediato, otros problemas nuevos. Es asunto peliagudo, que merece un foro de análisis, y que aquí no podemos resolver. Sin embargo, a la décima escrita la ayuda un poco el concurso, porque le ofrece cierta carta de ciudadanía, y el derecho a transitar entre las otras formas sujetas también a esta estructura de la vida literaria. Al menos, le da entrada a la vida literaria, aunque no se la ofrezca a la literatura. Ya, habiendo penetrado con algún derecho en la vida literaria, puede luchar al menos por su real incorporación literaria. La décima no tiene por qué tener concursos específicos, pero dada la deforme recepción que padecemos resulta plausible que se le consagren algunos, para que se encuentre en equivalentes condiciones o tenga al menos válvulas de realización social. Sólo para conjurar esta circunstancia es que se justifica la existencia separada del concurso de décimas, como se ha realizado prudentemente hasta ahora. Algunos jurados han escogido cuadernos de décimas en concursos generales de poesía, ofreciendo una lección de madurez y desembarazo artísticos, pues han privilegiado el valor estético más allá de las formas en que se encuentra expresado. Tal vez en algún período la décima escrita sufrió un número alto de versificadores, pero a ella no le han faltado nunca las voces de fuerza, como sucede en cualquiera de las habituales áreas hegemónicas de nuestra poesía. Esas voces de fuerza no se merecen que se les lance al saco común, pues han cumplido hazañas de igual o superior tamaño a las voces de otras áreas. Y si se juntan títulos de calidad premiados en los últimos años en cualquier tipo de concurso, se verá que la décima se encuentra presente de modo regular y ostensible.
—¿Qué actitud consideras que ha adoptado la crítica literaria respecto a la décima en general y sobre los decimarios premiados en particular?
—Lo primero a preguntarse es: ¿qué crítica?, ¿hay crítica de poesía en Cuba? No engañarse porque las publicaciones culturales tengan secciones de crítica y porque, además, aparezcan allí piezas de esta índole con cierta abundancia. Esa es, al menos en lo que llevo leído hace ya treinta años, una labor menuda que la gente de letras realiza halando la brasa hacia su sardina. Incluso los que se han demorado más halando la brasa y han adquirido por ello cierta supuesta reputación de críticos, para el adiestrado en detectar los hilos son observables siempre las sardinas que resultan beneficiadas. A veces las sardinas no son autores específicos, aunque ellos sean escogidos directamente, sino ciertos postulados y cosmovisiones estéticas que se quieren poner en circulación y jerarquizar. Y la décima en Cuba nunca ha dado pie para la batalla grupal, que tiende a crear esos críticos emergentes o a reclutarlos en las nóminas que generan las publicaciones, aunque no sería enteramente censurable, después de todo, que en paridad de oportunidades y reclamos, la décima también desplegara sus batallas. Pero crítica sobre la décima —en todo el sentido movilizador de la palabra— no existe. La décima no ha estructurado sus defensas, y no ha incorporado a los circuitos legitimadores este personal especializado. Sí tiene, y realizan una labor sostenida y encomiable, periodistas de aguda sensibilidad —generalmente, son ellos mismos notorios decimistas, lo que les añade autoridad— que publicitan con fervor y justicia sus apariciones, y arriman las primeras aproximaciones axiológicas.
—Menciona algunos de los críticos más importantes que han valorado en su quehacer la décima escrita.
—Se podrían mencionar nombres de autores que han ejercido su criterio sobre las décimas de otros, pero que realmente no desenvuelven una sistemática labor crítica en nuestro medio. A veces, los que llamamos críticos son en puridad investigadores de áreas específicas (esa área puede ser la décima) que periodizan un fluir, confirman los valores de un canon, retratan el comportamiento histórico y autoral de un género o forma genérica, en cuya labor inevitablemente deben ejercer el juicio; pero que rara vez se atreven a penetrar en la liza polvorienta de ahora mismo clarificando senderos o dirimiendo valores. En muchas ocasiones siguen el dictado que les impone la vida literaria (cuyas ideas principales están movidas por las ideologías literarias hegemónicas), y hoy se ocupan de Carpentier y mañana de Virgilio Piñera, según apresuradas leyes de olfato. Son admirables los investigadores que dedican su esfuerzo a la décima, como Carlos Tamayo (aspectos biográficos del Cucalambé), Alexis Díaz Pimienta (teoría, técnica y evolución histórica de la décima improvisada), Virgilio López Lemus (orígenes y evolución de la décima en Cuba, en América, en la lengua española, con una bibliografía ya respetable sobre el tema), Juan Carlos García Guridi (la tradición decimista cubana y sus particularidades estilísticas o temáticas), Carlos Chacón Zaldívar (análisis del comportamiento de la vida literaria en torno a la décima escrita), Otilio Carvajal (documentación de la novela en décimas), Ronel González (evolución de la décima en determinadas regiones del país), aparte de algunos libros ya clásicos sobre la estrofa de poetas de generaciones anteriores a las de los investigadores mencionados, como Alberdi o Naborí, para sólo indicar dos ejemplos. En la actividad más propiamente reseñística no puede dejarse de mencionar a Waldo González, que viene desde principios de los setenta realizando una pródiga labor de anuncio, propagación y examen, a través de todas las vías difusoras, junto a la creación de su propia obra decimística. O a Pedro Péglez, uno de los más notables decimistas de los últimos años en Cuba, que difunde y valora la estrofa desde las páginas culturales o desde las tertulias y agrupaciones promocionales, y que hoy día despliega una labor callada, pero sin semejante, en la internacionalización virtual de la vertiente escrita, y que organiza —lo secundan en el afán otros decimistas excelentes—un interesante concurso de carácter nacional. O a Mayra Hernández, que ha valorado la creación decimística femenina con notables aciertos y conocimientos minuciosos de su actual diseminación por el país. O a Renael González, que es ya un clásico de la estrofa, y la promueve en todo el orbe panamericano a través de una activa red de amigos. O a la estudiosa y creadora Odalys Leyva, quien levanta eventos a puro carisma y esfuerzo heroico, mientras compone sus singulares décimas. O a Waldo Leyva, alto decimista, quien dirige una importante institución encargada de su vertiente improvisada. O a Argel Fernández, que consagra todo su talento y entusiasmo a la creación, promoción y continuidad de la décima en sus dos variantes, la escrita y la improvisada. O a Rafael Orta, que la promueve entre los canarios y sus descendientes, donde la décima tiene tanta ascendencia y culto. O a los amigos que dirigen y expanden el esfuerzo de
—Algunas otras opiniones que quieras expresar sobre el desarrollo general de la décima escrita...
—Muchas cosas se pudieran agregar, porque el asunto sobre el que dialogamos es complejo y está muy urgido de buenas atenciones. Pero podemos insistir en un aspecto importante, que ya no tiene sólo que ver con lo más específico de la vida literaria, sino que extiende sus implicaciones a la evolución de la literatura. En Cuba toda transformación artística generacional siempre tomará una actitud frente a la décima, pues ella está ahí, creciendo en silencio, sobreviviendo a veces heroicamente, nutriéndose de los misteriosos rizomas colectivos, yendo y viniendo de lo oral a lo escrito, cruzando las aduanas o entrando en los más oscuros mantos freáticos de tierradentro. Toda nueva actitud estética dirá, de algún modo, de frente o de soslayo, atacándola o alzándola en andas, qué le parece su existencia. Así lo hemos visto en nuestro más reciente pasado literario, para no irnos muy lejos, porque sería muy fácil detectar esas actitudes en lo que ya es pura literatura, sin la aspereza y vapor de la vida literaria aún viva. Una interesante historia saldría de las relaciones de las corrientes hegemónicas de la poesía cubana del siglo XX con la estrofa, cómo establecieron con ella sus desamores y querencias. No podemos hacerla aquí. Pero podemos dejar fluir algunas ideas, como si fuesen cometas sin desarrollo. Por ejemplo, el origenismo logró libres y dúctiles instrumentos expresivos, y nos ha dejado como patrimonio espiritual una isla configurada en lo trascendente, un alzamiento de lo que nos ocurre, como individuos o colectivamente, hacia lo que somos ya en una comunión más alta. Habiendo pasado por la poesía pura, que con tanto vigor transformó nuestra décima escrita, el origenismo abrigó en su interior a la décima, para producirla como un automático intercambio íntimo o una pequeña almena blanda desde donde mirar asociaciones o rostros de figura más inmediata. Pero el movimiento estético que le siguió, en la misma medida que radicalizaba sus presupuestos más queridos, corriendo a contracanto, persiguiendo como ideal expresivo el discurso periodístico u oratorio, la esquinó en su hora de esplendor. El coloquialismo, como tendencia artística, en su desiderato interior no amaba la décima: no confundirse porque un coloquialista la haya cultivado. Todo lo que hizo un coloquialista en términos productivos concretos no es obligatoriamente parte conceptual del coloquialismo. Y como es natural en cualquier esfuerzo nucleador, siempre brotan disidencias. Algunos coloquialistas tendrán sus devaneos decimísticos, pero cuando ya ha irrumpido la recuperación de la estrofa como espacio estético de interés con los primeros creadores de los setenta, o antes, cuando aún no estaban bien plantados sus horizontes expresivos. Los amantes más antiguos de la estrofa, que venían de
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