domingo, 20 de enero de 2008



Un señor
algo viejo,
con una

humildad enorme


Por Ricardo Riverón Rojas
Tomado de Cubaliteraria

A Leoncio Yanes lo recuerdo impecable en su atuendo y proyección, como la nube blanca que desmiente al aguacero. Y me complace incorporarle —en la galante magnitud evocativa— cierta figura de ángel bonachón en cuyas alas poéticas viajábamos, ingrávida y deleitosamente, hacia el inefable reino de la ingenuidad metafórica.

Tal vez las anteriores fueran mis únicas palabras para referirme a este poeta injustamente olvidado si para evocarlo me apoyara solo en la primera impresión que me dejó cuando en 1975 —la humeante pipa como continuidad del alma— improvisó (¿acaso recitó?) el discurso de clausura de un encuentro regional de escritores con sede en Camajuaní.

Éramos como veinte poetas y habíamos gastado la parte más suculenta del día discutiendo, bizantina y beligerantemente, sobre la validez o devaluación total del verso libre. La caja de Pandora se abrió tras una conferencia sobre unos versos entonces inéditos de José Álvarez Baragaño —acompañados de una autocaricatura que el autor de Cambiar la vida garabateara en una servilleta— conservada por el maestro Antonio Díaz Abreu con la misma fruición que hubiera custodiado la prueba material de la existencia de Dios1.

Como los decimistas eran mayoría en aquel coliseo romano (valla de gallos) abundaban los desaguisados y las filípicas rebosantes del criollismo surrealista que caracteriza a la preceptiva naïf. Felo García, El muchacho de Falcón, uno de los más grandes y desconocidos poetas humorísticos cubanos, se mostró implacable:

—Si eso es poesía, cualquiera es poeta, porque ahí no hay rima, medida, ni pies ni cabeza –espetó.

La réplica brotó, inmediata e inesperada, de otro decimista. Y gracias a ella degustamos otra deliciosa joya verbal, proveniente de Eligio Rodríguez Gutiérrez, El bardo de Floridanos, quien defendió con aire docto el poema de Baragaño amparado en el siguiente galimatías:

—Un momento, que yo tengo un octavo grado y por ello sí puedo comprender bien el problema. Ese escrito no tendrá rima ni medida, pero sí tiene lógica y concordancia; por lo tanto es poesía.

Leoncio reía para adentro, y asentía con la cabeza, porque todo, según él, era verdad: «de la extraña manera en que una verdad se puede construir con algunos pedazos de lo obvio y muchos más de lo invisible». Así dijo en su discurso de clausura. Y André Bretón le hubiera agradecido la sentencia, enunciada, por demás, sin pretensiones programáticas ni poses de magister dixit.

No pasemos por alto que quien así se expresaba era un poeta nacido en lo recóndito del campo cubano. Un descendiente de isleños que luego de usufructuar las artes, desventajas y lechones asados colindantes con el repentismo, a través de un fecundo quehacer autodidacto como única vía posible, y sin apartarse mucho de la estrofa de los diez versos octosílabos, hizo crecer su pensamiento y creación hasta situarse, como figura visible, en un sitio de real significación en la poesía de estos territorios.

Hoy, además de suscribir aquellas comparaciones suyas de hace treinta y tres años, no vacilo en afirmar que Leoncio Yanes (1908-1987), cuyo centenario, obviamente, celebraremos en 2008, fue también un hombre salomónico e indulgente, un creador y maestro que le aportó a sus coterráneos-contemporáneos una visión distinta sobre la espinela, al extremo de convertirnos a muchos en cultores de la misma. En mi caso personal no me causa escozor alguno afirmar que —por mi propio desconocimiento de las páginas de Naborí, Navarro Luna, Raúl Ferrer y otros— antes de «chocar» con Leoncio, siempre me acerqué a la décima con prejuicios y la sentía, en su casi totalidad, como un catálogo de melosidades y tremendismos sobre el paisaje, las costumbres y la utilería rurales, sin dejar de lado la denotativa guía de efemérides, ni la galería de mártires dibujados con rima y medida que circularon custodiados por el aval de la mayoría de los premios 26 de Julio y Cucalambé de aquel entonces.

Aunque las primeras ediciones de folletos escritos por Leoncio Yanes datan de 1939, cuando se publicaron Tragedia de amor y Campiña sonora, es Tierra y cielo, de 1959, el libro que empieza a alejarlo del arte improvisativo, pues se adentra el poeta en composiciones de arte mayor y además diversifica su espectro temático. Samuel Feijóo, atento como estuvo siempre al latir del talento silvestre, lo detectó y valoró. Y en virtud de ello le publicó en 1963, desde la trascendente editorial de la Universidad Central de Las Villas, un libro conformado, evidentemente, por varios cuadernos acumulados en años de silencio editorial. Donde canta el tocoloro2 se tituló aquel volumen y en él está expresada una evolución poética que nos lo muestra, a veces bucólico, en ocasiones conceptual, pero aún deudor de un sistema tropológico marcado por la sencillez de las analogías evidentes, estrategia compositiva que siento como una de las apropiaciones inconscientes que los decimistas cubanos del siglo XX hicieron de la estética de Núñez de Arce y, en menor medida, de los creadores de la Generación del Veintisiete española.

Pero el momento en que la creación de Leoncio Yanes define una voluntad estética en plena consecuencia con los decires poéticos de la época en que se inscribe, lo hallo en 1974, cuando obtiene el premio 26 de Julio con el libro A la sombra de un ala, compuesto en su totalidad con glosas a los Versos Sencillos de Martí. Si bien es cierto que la impronta popular se mantiene visible, cabe señalar que en este volumen el nivel de referencias del poeta se diversifica, mientras su arsenal tropológico, sin apartarse mucho de las figuras tradicionales, gana en isotopía y se aleja con ello del tremendismo y la alusión evidente. El discurso paralelo al de los Versos Sencillos se erige carta estética que complementa —o proyecta hacia al actualidad— algunos de los postulados dejados en el aire por el Apóstol con el nivel de ambigüedad que la buena poesía, sin pudor, contiene y expone.

Hay un mundo fantasioso
de ferias y de bazares,
mundo de falsos altares
y de infecundo reposo.
Hay otro mundo afanoso
de verdades sin desvíos
y frente a los desvaríos
del credo y el falso altar,
para ponerme a pensar
amo los patios sombríos.

Vendrían después: Canto del pueblo, de 1978; No voy a cantar pesares, de 1981, y Con un cocuyo en la mano, de 1982. El primero de ellos es un breve cuaderno compuesto en Camajuaní, gracias a la gestión del grupo Hogaño, por entonces único proyecto editorial de la provincia. No se trata de una compilación ambiciosa, no obstante recoge algunos textos donde ya Leoncio se sumaba a ciertas experimentaciones, algo realmente inusual en su ejecutoria.

¿Quieres un verso? Converso
con mi corazón a solas;
batallo contra las olas
del mar del tiempo perverso.
El anverso y el reverso
somos del libro mundano.
Te busco, pero es vano;
mi búsqueda es un alarde
porque tú naciste tarde,
porque yo nací temprano.

El segundo libro, en tanto expone una intención de filosofar que hasta entonces solo apareciera ocasionalmente en su poética, estructura un discurso donde lo connotativo refleja ganancias. El último de los volúmenes citados es, evidentemente, una recopilación de textos compuestos sin una lógica estructural previa, pero no obstante contiene poemas de excelente factura, aunque retorna a la tropología silvestre, de aire post-cucalambeano que marcó una extensa zona de su obra.

En los años setenta y primera parte de los ochenta del pasado siglo Leoncio desplegó toda su energía en torno al quehacer de las instituciones culturales, que constantemente lo convocaban a jurados, coloquios y talleres. En todos ellos hizo uso de esa humildad docta y convincente que se asentaba en su modo pausado de hablar, así como en su apariencia, siempre humilde y reflexiva, rica en citas de clásicos. Fue el primer presidente de literatura del comité provincial de la UNEAC de Villa Clara, creado en 1979, y desde esa posición dialogó con los que emergíamos del coloquialismo panfletario, ya en retroceso, hacia los mejores pronunciamientos de una lírica más plural.

También de aquellos años data su activa presencia en la sección «Humordécima» del semanario humorístico Melaíto, donde dio a conocer una faceta de su quehacer que tal vez haya debido explotar más: la décima jocosa.

La inquieta y lúcida promoción de los ochenta, que tuvo un importante azimut en Villa Clara, lo reconoció y aceptó como miembro activo de un debate estratégico donde se trataban de precisar límites temáticos menos atenazantes para la poesía, solo concretables tras una evolución radical de las instituciones en pos de ganar el protagonismo para los procesos creativos y sus gestores.

Aquel señor algo viejo, con una humildad enorme, nunca usufructuó el tono autoritario ni acudió al pedestre paternalismo al que su edad hubiera podido desviarlo. En aquellas discusiones —de corte más riguroso que la vivida en Camajuaní— Leoncio aportó razonamientos de peso, razón por lo cual conquistó el respeto de sus interlocutores.

Sabemos con certeza que este poeta dejó una copiosa obra inédita, donde conviven entre otros: la décima, el soneto, el verso libre, la poesía para niños y el ensayo didáctico. En el número 41 de la revista Signos, publicado en 1995, se da una breve muestra de esa producción:

Mulata de piel lavada,
de ojos negros, expresivos,
hermosos, inquisitivos
y de brillante mirada.
Cintura privilegiada
con un ritmo de armonía,
no adivino todavía
si en tu femenil derroche
está cerrando la noche
o está amaneciendo el día.

Los cien años pueden ser un buen pretexto para tratar de establecer editorialmente, desde las casas con sede en la provincia o cualquier otro espacio, el balance y los aportes finales de la obra de este hombre que, no sé si con octavo o con más grados, supo comprender en su momento que la poesía, ese fenómeno de bordes inasibles e imprecisos, responde a lógicas y concordancias ajenas a lo evidente.

Santa Clara, 13 de diciembre de 2007

Notas:

1El poema en cuestión no tiene título y en el libro Éditos e inéditos (Editorial Capiro, 2003) el investigador René Batista Moreno cuenta la anécdota del rescate del texto, que a su vez le relatara el propio Díaz Abreu, quien —decía— se empeñó en titular el poema como "El viejo gordo". Por su brevedad y en aras de que el lector comprenda mejor la razón del debate que desató entre los decimistas, lo transcribo: El viejo gordo / distrae una espiroqueta /detenida y sangrante / sobe un tabaco / de color consagrado. / El fémur de una rosa /grita, golpea /en marejada de yodo / mientras el tabaco / sobre el cuello / de la botella / recita un poema de Elliot.
2En el título original dice «tocoloro» y no tocororo, como es correcto. Al respecto le escuché decir muchas veces a Leoncio que lo había puesto de esa forma para dejarlo tal y como lo dicen los campesinos.

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