martes, 28 de abril de 2020

Prólogo al minotauro de Roberto Manzano


Por el también poeta Yamil Díaz

Del destacado poeta y ensayista Roberto Manzano publicó la Editorial Sed de belleza, de Villa Clara, el volumen El minotauro y la mariposa, con este prólogo del también notable poeta y ensayista Yamil Díaz Gómez


─Ey, amigo, ¿usted sabe dónde queda el horizonte?

La pregunta, pueril en apariencia, salida de una boca anónima, retumba en el inicio del poemario Canto a la sabana. He aquí un aviso de que la poesía de la tierra no quedaría a ras de suelo. Por el contrario, la sabana le llega a parecer un cielito combo al escritor, no por azar nombrado Manzano. Él descubre a lo lejos esa línea tan sólida como etérea que se diluye si se alcanza: ese chiste sutil con que la naturaleza nos regaló el mejor emblema de la creación artística.

Por ese filo puso Lezama a caminar su mulo prodigioso antes que Hernández Novás nombrara aquel oficio en que se juntan todos los poetas: embajadores en el horizonte.

Roberto Manzano devino embajador en tiempos de guerra: le tocó ser el mejor y más leal portavoz de una tendencia estética que desafiaba a la norma dominante. Pagó todos los precios que le correspondían por su tozudo cortejo a cierta dama misteriosa que se destruye cuando se define. Pero en su madurez ha alcanzado la hermosa recompensa de ser el autor vivo en quien mejor se encarna la autoconciencia de la lírica cubana.

Todos suponen que nadie ha llegado al horizonte. En cambio, cabe la posibilidad de que quien lo haya logrado se guardara el milagro para sí.

Cuba, dichosamente, nos regaló un caminante infatigable y capaz de alcanzar el punto donde confluyen cielo y tierra para que la poesía devele todos los misterios.

El minotauro y la mariposa da testimonio de cómo un sabio nos regala todo un caudal de conocimientos ─original, fresco, coherente─ que a él le costó una vida descubrir. Por ello, entre los muchos frutos del pródigo Manzano, pasa a ser esta su obra más generosa.

Si, como muestran sus tomos de poemas, él ya fue a su manera Teócrito y Hesíodo, ahora prefiere convertirse en Sócrates. Pone todos sus dones en esa oralidad que tanto ama y encuentra el modo más tierno de recordarnos que a la sabiduría se llega desde un develamiento de nuestra ignorancia. Pero esta vez no admite a Platón entre sus interlocutores: no ofrece su palabra a quien no sea incondicional amante de la poesía.

A nueve intelectuales de aguda sensibilidad ─ocho de ellos conocidos como poetas─ les ha tocado poner la segunda voz en este libro. Así, Manzano nos dice, en diálogo con Alejandro Montesinos, lo que debemos hacer con la inocencia. Y a María Antonia Borroto le imaginamos unos ojos enormes al oírle equiparar ciencia y poesía, como dos métodos legítimos de llegar al saber, lo que valida la audacia de rectificar la escala zoológica vigente. A Leyla Leyva la arroba con su voz y sus gestos de guajiro, de los que no reniega cuando se ciñe túnica de filósofo para proclamar que a la poesía no le gusta nada que escinda al ser humano. Por esa conexión profunda que él establece entre Verbo y Salvación, se ve a sí mismo como Noé cuando dialoga con Teresa Fornaris. Es su manera de ser fiel a la verdad que le revela a Saulo Fernández: «Los hombres de acción no están completos si no convocan a los hombres de imaginación». Noé y Homero, hombre de acción y de imaginación, apolíneo y dionisíaco, apocalíptico e integrado, Manzano no podrá preguntarse, a lo Machado: «¿Soy clásico o romántico?» (1). A él le resulta inevitable, como le confiesa a Monica González, ser clásico y romántico al mismo tiempo. El clásico se queja ante Amilkar Feria por el actual deterioro de los oficios, y el romántico nos invita, al habla con Alpidio Alonso, al complejo ejercicio de «aprender a desaprender».

No parece que ellos lo hayan escogido como entrevistado sino que él los ha elegido como depositarios de un nuevo santo grial.

Les habla con su verba conceptuosa, la misma que resuena bajo el techo raído de su casa mínima. Les asegura que la poesía no solo es la mejor forma de expresarse con rápida elocuencia, o una avenida cognoscitiva, sino también el golpe cardíaco del universo o una pequeña posibilidad de crear mundos ─como Dios─ o la definitiva comunión entre realidad y sueño, individuo y cosmos. Un pugilato que se ejerce en lo oscuro. La cúspide de la cultura humana. El estadio antropológico más acendrado conseguido hasta hoy o una de las pocas fuerzas que pueden aún salvaguardar al mundo. Será la última batalla antes de entrar en la catástrofe.

Es el poder definitivo.

Los pragmáticos, los que condenan al género madre porque «no se vende», los que descreen, sin saberlo, de sí mismos al desdeñar la creación poética, preguntarán si vale la pena dedicar tantas páginas a intentar definirla. Es como preguntar a un caballero: «¿Por qué recorres leguas y más leguas buscando el cáliz que contuvo la sangre de Jesús?».

Pero, a la larga, las verdades profundas se dan enteras al solidario, al puro, al de alma limpia: en este libro Manzano es Perceval.

Tesoro en mano, ¿quién va a impedirle que derrame sus verdades tremendas? Descubrirá un error, siempre el mismo, en todas las vanguardias; denunciará que las escuelas de arte cometen un genocidio vocacional y dibujará con mano valiente los abismos que separan la vida literaria de la literatura. También dirá que descendemos de las aves y resumirá toda la historia lírica en tres o cuatro metáforas.

Como si fuera poco mérito haber devuelto el diálogo a la categoría de género literario o habernos vacunado contra sectarismos y maniqueísmos, Manzano nos confirma que la historia de las letras habrá de rescribirse sin revanchismo estético y nos ayuda a reubicar donde corresponde el neorromanticismo ─con su Buesa invencible─, el coloquialismo, el origenismo y la ignorada y vilipendiada poesía de la tierra. De paso reivindica cuanto reivindicable tuvo la lírica nacional de los últimos setenta, una década que (atrocidades aparte) legó algo más que el pozo oscuro al que solemos reducirla.

En Cuba los poetas han sido los mejores lectores de la Patria; pero no siempre han mostrado el mismo tino para entender la obra de sus iguales. En cambio, cuando se mira con limpieza, se percibe ─más allá de las luchas por el poder simbólico─ las leyes, los mecanismos evolutivos de una forma expresiva que nos sostiene como país. Manzano la descubre comprometida y esteticista, lanzada a bamboleos entre lo dramático y lo épico y proclive a mostrarse en grandes parejas de trabajo como las de Zequeira y Rubalcava o Lezama y Guillén.

Y, cuando no le bastan los tecnicismos al uso, se arma de su propio aparato categorial. Así, nos habla de ergonomía, opsilogía, células imaginativas básicas, higiene de la introspección o sensación de vísperas.

Toda esa erudición ─he aquí lo más plausible─ puede activarse en función de defender la décima ─y, con ella, el ingenio popular─ o de elogiar una provincia como Ciego de Ávila, tan poco privilegiada en los mapas posibles de la nación.

El minotauro y la mariposa es algo más que un montón de verdades que no escuchamos todos los días; algo más que un largo ensayo en que otros han intercalado sus preguntas; algo más que la versión criolla de la «Epístola a los pisones». Con su abundancia de pasajes antológicos, este libro nos despierta el gusto por lo majestuoso, al tiempo que nos deja mudos ante una subjetividad muy objetiva y una grandeza que se trasmuta en sencillez.

Roberto Manzano ha leído al prójimo como a sí mismo, por eso ─he aquí su trampa─ en realidad no nos regala un tratado sobre la literatura sino, más propiamente, sobre la justicia, sobre el humanismo, sobre el amor a la Verdad.

Después de tantos años viviendo consigo mismo, tiene derecho al autoescarnio, puede contarle a Zurelys López sobre las «toneladas» de papel gastadas en tanto concurso literario que perdió. Así hace menos solemne la invitación para asomarnos a su espejo; menos apabullante la constatación de que no se articula un texto extraordinario como este sin que una enorme persona le respire debajo.

Nadie, llegado al punto de mostrar en público sus memorias, nos dice todo sobre sí. Se lavan biografías: se cuenta o calla de acuerdo con un patrón ético. Lo insólito en Manzano es que a la hora de editar sus remembranzas se deja conminar por un impulso estético. Si recuerda su noche del Turquino, mientras el mar cantaba desde la fosa de Bartlett; si retrata a los padres, libreta en mano, rumbo al aula nocturna, o a la abuela que murió cantando décimas, no es porque nada de ello lo consagre ante el mundillo sino por la belleza intrínseca de tales episodios.

Entonces, inocentes, hallamos una puerta al camino donde nos habla alguien que viene del Apóstol y de Goethe. Él nos recuerda lo que nos hizo humanos; nos convida a lo hermoso. Transitamos, por fin, al pie de una montaña, y ahora parece que todas las palabras del mundo responden a una única pregunta:

─Ey, amigo, ¿usted sabe dónde queda el horizonte?

─Pues sí, compadre, bájese del caballo y acérquese a las páginas de El minotauro y la mariposa. Venga usted a saber: el horizonte queda aquí.


Yamil Díaz Gómez


NOTAS:
1.— Antonio Machado: «Retrato», Poesía, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1983, sin ISBN, p. 155.


Roberto Manzano Díaz (Ciego de Ávila, 1949), Máster en Cultura Latinoamericana, además de reconocido poeta, es investigador y profesor de Literatura. Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén, en 2004; Premio La Rosa Blanca de Literatura Infantil 2005. Mereció el Premio de Poesía Nicolás Guillén 2005 por su libro Synergos, el cual sobresale en el conjunto de su amplia bibliografía poética. Premio Samuel Feijóo de Poesía y Medio Ambiente por la Obra de toda la Vida en 2007; Medalla Felipe Poey de la Sociedad Económica Amigos del País en 2007. Ha ofrecido recitales y conferencias en Estados Unidos, Venezuela, México, Panamá, Colombia, China, Paraguay y Argentina. Imparte cursos de formación para poetas. Al arribar en septiembre del 2009 a los sesenta años, fue homenajeado en su natal Ciego de Ávila, en virtud no sólo de su amplia obra en versos premiada y publicada (su libro inaugural, Canto a la sabana, es emblemático), sino también por su quehacer ensayístico y por su intensa y extensa trayectoria como docente de la Literatura. En 2010 publicó el primer tomo de una antología general de la poesía cubana titulada El bosque de los símbolos. Patria y poesía en Cuba. En 2015 publicó El árbol en la cumbre. Nuevos poetas cubanos en la puerta del milenio, muestra de la más reciente poesía cubana, elaborada junto a la poetisa Teresa Fornaris. Desde la sección Vertebraciones, en el sitio digital del Instituto Cubano del Libro, Cubaliteraria, examinó diversos tópicos fascinantes acerca de la actividad creadora del ser humano, como La multitudinaria soledad del poeta, La poesía o la forja del escudo de Aquiles, y Apostillas sobre cultura popular (I, II y III). Muy interesante la entrevista que le concediera al también investigador y poeta Carlos Chacón, y que aborda el tema La décima escrita: Proliferación del hacer y escualidez de la promoción. Su poema en décimas Anclas en el horizonte, fechado en 1989 y hasta ahora inédito, puede verse mediante el anterior enlace. Manzano prestigia desde el 2004 con su membresía —por su propia solicitud como es costumbre— el Grupo Ala Décima, cuyos integrantes lo consideramos uno de nuestros profesores.

De su poema Anclas en el horizonte es esta estrofa:

Yo camino de estudiante,
de estudiante encanecido:
en las aulas del olvido
me olvido por un instante.

Y como marcho adelante
y con entera atención
oigo esta oscura canción:

Para llegar, el que parte:
todo regreso es el arte
de esculpir el corazón.


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